Salvar vidas y no cavar tumbas

Un grupo de refugiados venezuelanos de la etnia warao que viven en Brasil gracias al apoyo de ACNUR.Victor Moriyama / Victor Moriyama
Un grupo de refugiados venezuelanos de la etnia warao que viven en Brasil gracias al apoyo de ACNUR.Victor Moriyama / Victor Moriyama

La Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados cumple hoy 70 años. Para una organización que debería haber dejado de existir después de tres años, es una efeméride incómoda que no nos entusiasma celebrar.

Mientras un mundo devastado por la II Guerra Mundial empezaba a reconstruirse, nace ACNUR con el mandato de encontrar un hogar para personas refugiadas procedentes de Europa. Se creó el 14 de diciembre de 1950, su mandato era limitado en el tiempo, contenido geográficamente y explícitamente apolítico, como si su existencia fuera un recordatorio de las miserias que se deberían barrer junto con los escombros.

Pero el cambiante orden internacional trajo consigo nuevos conflictos y más refugiados: del levantamiento de Hungría en 1956 a la guerra de independencia de Argelia un año después y a otras luchas por la liberación que acompañaron la era poscolonial. Año tras año, continente tras continente, se solicitaba la ayuda del ACNUR ante el creciente número de personas forzadas a huir.

El año pasado se cumplieron cuatro décadas de los desplazamientos que produjo el enfrentamiento en Afganistán. El año que viene habrá pasado una década desde que el conflicto, abierto aún, estallara en Siria. Y así sucesivamente; una serie de aniversarios no deseados, nuevos conflictos emergiendo y reapareciendo, incluso cuando los efectos de los antiguos aún no han desaparecido. Durante las últimas siete décadas, un mundo que prometió embarcarse en una era de paz ha resultado ser muy bueno entrando en conflictos, pero no tanto resolviéndolos.

Como resultado, se ha pedido a ACNUR una y otra vez que haga todo lo posible para proteger a las personas vulnerables que han sido desarraigadas de sus hogares. Muchas veces esto ha supuesto un compromiso. Normalmente no estamos “en la sala” cuando el destino de las naciones y de la gente se decide. Pero sí estamos en el terreno, ayudando a las personas que se han visto obligadas a huir cuando esas disputas no se resuelven. Nuestra naturaleza apolítica está escrita en nuestro estatuto, pero estamos presentes en muchas crisis, respondiendo a muchas emergencias y nuestro trabajo a menudo implica diplomacia compleja, decisiones difíciles y elecciones imposibles mientras intentamos llegar cada vez a más personas vulnerables, con unos recursos que simplemente no avanzan al ritmo de las necesidades.

Los colegas de ACNUR de ahora y de antes siempre se han sentido orgullosos de la diferencia que han marcado en las vidas que protegen, que cambian y que salvan. Se enorgullecen de enfrentarse a nuevos retos, como el impacto del cambio climático o, recientemente, a la pandemia del coronavirus, factores que agravan aún más los problemas aparejados al desplazamiento.

Pero al mismo tiempo, preferirían no tener que hacerlo. Si las partes enfrentadas acordaran un alto el fuego, si las personas desplazadas pudieran retornar con seguridad a sus hogares, si los gobiernos compartieran la responsabilidad del reasentamiento, si los Estados respetaran sus obligaciones según el derecho internacional de asilo y el principio de no-devolución —sin devolver al lugar de procedencia a personas que han huido por ver amenazadas sus vidas— entonces, nosotros, en ACNUR, tendríamos muchas menos preocupaciones.

Y sí, hemos reiterado constantemente nuestras peticiones sobre todas estas cuestiones.

En 1994 yo formaba parte del equipo de respuesta de emergencia de ACNUR y estaba en lo que entonces era el Zaire, ahora la República Democrática del Congo. En cuatro días, un millón de personas cruzaron la frontera desde Ruanda, escapando de masacres, para terminar afectados por un brote de cólera que mató a decenas de miles. Mis colegas, que se habían comprometido a proteger a la gente, en lugar de ello, estaban cavando tumbas. Puedes pensar en las vidas que salvas, en el momento en el que la situación de desesperación de un refugiado se torna en esperanza gracias a tu trabajo. Pero en lo que nunca dejas de pensar es en las vidas que nunca pudiste salvar.

Hace casi un año, el número de personas refugiadas, desplazadas internas, solicitantes de asilo y apátridas alcanzaba el 1% de la población mundial. Me pregunto cuál será el porcentaje que llegaríamos a considerar inaceptable ¿el 2%, el 5% o más? ¿Cuántas personas más tendrán que sufrir las pérdidas o la indignidad del desplazamiento antes de que los líderes políticos se pongan a resolver las causas de la huida?

Por ello, en el 70 aniversario de ACNUR, mi reto ante la comunidad internacional es este: déjenme sin trabajo. Plantéense como objetivo construir un mundo en el que no haga falta una Agencia de la ONU para los Refugiados, porque no haya nadie forzado a huir. No me malinterpreten: tal y como están las cosas, nuestro trabajo es crucial, aunque, aun así, la paradoja es que no deberíamos existir. Si terminamos encontrándonos en muchos más aniversarios, la única conclusión será que la comunidad internacional habrá fallado.

Pero si las causas que provocan el desplazamiento forzoso se resolvieran, aunque sólo fuera en media docena de países, millones de refugiados podrían volver a casa, al igual que muchos más millones de personas desplazadas internas. Este sería un excelente comienzo y, sí sería algo que todos podríamos celebrar.

Filippo Grandi es Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados.

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