Salvemos a Cervantes, una vez más

Corría el año de 1833 cuando Mesonero Romanos publica un artículo en la Revista española, justo el día 23 de abril, denunciando las prisas con que se estaba derribando una casa en el centro de Madrid, concretamente «la casa número 20 de la manzana 228 [de la calle León] que hace esquina y vuelve a la de Francos». Y estando allí pensativo, se le acerca Roberto Welford, «joven inglés de ilustre nacimiento», que le pregunta si aquella casa es la suya.

«—No, no es mía, ni un sentimiento material y mezquino es lo que me ocupa en este momento; más sublime es la idea que me hacen nacer esas ruinas, y V. sin duda participará mi sensación cuando le diga que en esa casa que desaparece ante nuestra vista vivió y murió pobremente Miguel de Cervantes Saavedra.

—¡La casa de Cervantes…! […] ¡Es posible!–, exclamó con resolución. ¿Y quién se atreve a profanar la morada del escritor alegre, del regocijo de las musas? —El interés, míster, el interés sin duda». Y así sucedió finalmente: en abril de 1833, la especulación inmobiliaria de Madrid acabó con la última casa en que vivió el autor del

Quijote, la casa en la que murió y de la que fue trasladado al cercano convento de las Trinitarias Descalzas. De nada sirvió el interés que el Rey Fernando VII prestó al tema después de leer el artículo y su deseo de comprarla antes de ser definitivamente derruida, de nada las presiones del comisario general de la Cruzada, el ministro de Fomento o el propio alcalde de Madrid. Luis Franco, su dueño, se salió con la suya y en unos días no quedaba ya memoria de uno de los pocos espacios históricos que recordaran la vida de Cervantes en la capital del reino. Eso sí, al año siguiente se instaló una placa en la fachada del nuevo bloque de apartamentos –con lo que Luis Franco seguramente revalorizó su inmueble–, donde puede leerse aún hoy en día: «Aquí vivió y murió Miguel de Cervantes Saavedra, cuyo ingenio admira el mundo». Y este mismo año de 1834, para cerrar la cuadratura del círculo, el recién nombrado alcalde de Madrid, el marqués de Pontejos, decide realizar un desagravio a la figura y la memoria del escritor alcalaíno, y ordena cambiar el nombre de la calle Francos por el de Cervantes, para que así la puerta de la nueva casa dé a la calle de uno de sus más insignes vecinos (unas casas más allá está la de Lope de Vega). Grave error, pues la casa original, la que nunca debimos perder y siempre debemos recordar, en realidad daba a la calle León, justo al lado del Mentidero de los representantes.

Esta historia de improvisaciones de hace casi dos siglos, de buenas intenciones y de malos resultados, de la pérdida de una oportunidad de oro para haber convertido este espacio destruido (la casa original donde vivió Cervantes sus últimos años y en la que murió) en el motor de la memoria del escritor, fomento de la lectura y principio regenerador de uno de los barrios más históricos e importantes que tiene Madrid, como es el que conocemos hoy como Barrio de las Letras, me ha hecho recordar la situación que estamos viviendo en las últimas semanas con la publicidad de los primeros resultados de la investigación que desde hace un año se está realizando en el convento de las Trinitarias Descalzas a la busca de los restos de Cervantes.

En primer lugar, improvisación. La inquietud y el tesón del promotor de esta investigación, el historiador Fernando del Prado, solo han encontrado eco a sus plegarias –en más de una ocasión en el desierto– cuando se ha visto la dimensión mediática que el proyecto alcanzaba. Pero este interés no se ha transformado en un plan estratégico que planificara qué hacer con el resultado de la misma, más allá de actividades puntuales, de conmemoraciones y de celebraciones solemnes, que tendrán que darse en los próximos meses. Resultado que no era nada incierto, por más que no supiéramos el lugar exacto de su ubicación ni el grado de deterioro de los restos cervantinos. Desde que se indicara en el «Libro de difuntos» de la iglesia y se conociera el documento en el siglo XVIII, se sabe que Cervantes está enterrado en el convento de las Trinitarias Descalzas.

En segundo lugar, unos resultados que nos tienen que hacer reflexionar. ¿Qué se estaba buscando? El esqueleto de Cervantes, que, según se creía, hasta ahora se había enterrado en la Iglesia y nunca se había movido de su primer enterramiento. ¿Qué es lo que se ha encontrado? Un osario donde se han mezclado los huesos de los primeros 16 enterramientos del siglo XVII, que han sido movidos de su espacio original. Ya sabemos que nunca contaremos con el esqueleto de Cervantes. ¿Cambia en algo nuestro conocimiento del autor del

Quijote, de la trascendencia de su obra, de la importancia del Barrio de las Letras y del espacio conocido de su enterramiento desde hace siglos? Nada. Absolutamente nada.

Yen tercer lugar, una necesidad y un desafío. Debemos estar a la altura de Cervantes. Ahora sí. Y lo debemos estar todos. No vale la pena, como Mesonero Romanos, quejarnos de que destruyen la casa de Cervantes –su memoria, sus vestigios– justo en el momento de la destrucción. No es suficiente que las administraciones, a golpe de talonario y de ruedas de prensa, financien investigaciones. No sería razonable que el movimiento mediático generado alrededor de Cervantes, de la búsqueda de sus huesos, se quedara en eso, en un simple instante, un momento fugaz.

Está en nuestra mano que los huesos hablen, que nos recuerden la vida de Cervantes y de sus obras, de las magníficas aventuras y enseñanzas que dejó escritas en sus Galatea, Quijotes, Novelasejemplares, Viaje del Parnaso, Comedias y Entremeses o en el Persiles. Está en nuestra mano recuperar el tiempo en que vivió Cervantes, uno de los momentos más fascinantes y necesarios de nuestra historia. Es nuestro desafío devolverles a las calles que transitó Cervantes (y Lope, Calderón, Góngora, Quevedo y otros tantos) su esplendor, su bullicio literario, sus genialidades. Y solo tiene posibilidad de prosperar si se hace de una manera conjunta, uniendo esfuerzos y conocimientos, y dando forma a ese prometido, y ansiado por muchos, Instituto de los Siglos de Oro.

No nos pase como al valentón cervantino, quien, ante el túmulo de Felipe II, «caló el chapeo, requirió la espada, / miró al soslayo, fuese, y no hubo nada».

José Manuel Lucía Megías, catedrático de la Universidad Complutense de Madrid y presidente de la Asociación de Cervantistas.

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