¡Salvemos Alepo!

Uno ya no sabe en qué tono decirlo ni en qué idioma.

Apenas unos días después de la caída de Al Qusair en manos del Ejército regular sirio, reforzado por miles de milicianos de Hezbolá, el killer sirio Bachar el Asad anuncia su intención de dar el asalto a Alepo, segunda ciudad del país y su capital económica.

Más aún: mientras que —según la prensa anglosajona, que recoge las declaraciones de sus dirigentes— el Partido de Dios ya ha desplegado alrededor de la ciudad a 2.000 de sus combatientes más aguerridos, un responsable de los servicios de seguridad acaba de declarar desde Damasco: “Es probable que la batalla de Alepo comience en los próximos días u horas”.

Mientras tanto, la comunidad internacional no se mueve, no reacciona y persevera, en Irlanda, en el marco de la cumbre del G-8 que la ha congregado de nuevo, en el mismo juego de roles lamentable: Putin versus Obama; Putin dictando su ley a Obama; Putin sacando pecho en televisión y pregonando, sin que nadie le contradiga realmente, que nadie va a proporcionar misiles tierra-aire a unos rebeldes a los que él quisiera ver atados de pies y manos y en poder de la soldadesca del régimen, esta sí, armada hasta los dientes.

Paso por alto, dado que ya no parece conmover a nadie, lo que significa “batalla de Alepo” en el lenguaje asadiano.

Paso por alto el hecho de que cuando Asad dice “recuperar una ciudad”, quiere decir “castigarla”, y que “castigarla” quiere decir destruir, matar a decenas de miles de personas, reducir barrios enteros a ruinas.

Y paso por alto, ya que a todo el mundo parece traerle sin cuidado, el heroísmo de esos hombres y mujeres que, hace un año, a costa de sacrificios inauditos, se liberaron a sí mismos, sin apoyo exterior de ningún tipo y, hasta la llegada, recientemente y por la brecha abierta por nuestra defección, de los primeros batallones salafistas, hicieron de su ciudad uno de los focos de la revolución siria, la ciudad emblemática de la victoria de los demócratas sobre esos monstruos gemelos que son la dictadura y el islamismo radical, en resumen, una ciudad doblemente simbólica y, tal vez por eso, doblemente odiosa a ojos del gran partido sin fronteras de los urbicidas.

Pero ¿saben los dirigentes occidentales que Alepo es una de las metrópolis más antiguas y gloriosas del planeta?

¿Saben que en ella, no menos que en Atenas, Babilonia, Susa o Persépolis, fue donde se concibieron esas ideas tan grandes y hermosas que son precisamente la ciudad y la civilización urbana?

¿Saben que esta ciudad-mundo que fue de los hititas y de Alejandro Magno, de los romanos y de los califas, de los omeyas y de los fatimíes, de Saladino y de los mongoles, esta ciudad que, en la Edad Media, fue el punto de llegada de la Ruta de la Seda, es uno de los lugares del mundo en los que, desde siempre, se han encontrando las lenguas, las religiones, las artes y las culturas, y en los que, también desde siempre, han convivido árabes, turcos, kurdos, judíos, venecianos, armenios, maronitas, griegos ortodoxos, cristianos siríacos y nestorianos, y coptos?

Si no les importan los seres humanos, si la carne destrozada por los obuses les deja indiferentes, si no se han dignado reaccionar cuando se ha rebasado la famosa “línea roja” del uso de las armas químicas que ellos mismos habían rastreado, ¿van a dejar que reduzcan a la nada esos miles de tenderetes, esos bazares con puertas de madera tallada, esos mercados de cuero y especias, esos monumentos sin par, esa ciudadela que cantaron tantos escritores y poetas, que son un tesoro viviente inscrito, como tal, en el Patrimonio Mundial de la Humanidad?

Alepo en manos de los escuadrones de la muerte de Hezbolá sería una nueva matanza cuyas víctimas se sumarían a los 100.000 cadáveres que ha dejado ya esta guerra atroz contra los civiles.

Sería un nuevo vuelco del equilibrio de fuerzas que daría, de una vez por todas, ventaja a un El Asad al que nada ni nadie impediría ya anunciar el fin de la insurrección y de las primaveras árabes en general.

Pero, como los bombardeos de Dubrovnik de hace 20 años, como la Biblioteca de Sarajevo incendiada por los artificieros de Mladic, como los budas de Bamiyán, dinamitados por los talibanes afganos, como los manuscritos sagrados de Tombuctú, entregados al fuego iconoclasta de los fundamentalistas malianos, sería un crimen contra la inteligencia, un desastre para la civilización, una parcela de nuestra memoria colectiva que desaparecería entre cenizas y humo.

Alepo no pertenece a Siria, sino al mundo.

Y así como los crímenes contra la humanidad conciernen a la conciencia universal, la destrucción de Alepo sería un crimen contra la comunidad internacional, un escupitajo a la cara del mundo y, como tal, nos concierne a todos.

Queda muy poco tiempo para blindar Alepo.

¿Tendremos el valor de trazar una nueva línea roja y de respetarla, esta vez? ¿O vamos a seguir cruzados de brazos y a dejar vía libre de nuevo a los asesinos de cuerpos y mentes?

Bernard-Henri Lévy es filósofo. Traducción: José Luis Sánchez-Silva.

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