Por Serafín Fanjul, catedrático de la UAM (ABC, 24/07/06):
NO sirvió de nada. Las retiradas israelíes del Líbano en 2000 y de Gaza en 2005 han resultado infructuosas. El alto coste político, sobre todo para Sharón, ante un sector amplio de su opinión pública ha sido baldío. De modo irremisible -como siempre ocurre cuando se hacen concesiones a terroristas, o ellos así lo entienden- esas acciones, que iban mucho más allá de meros gestos apaciguadores, no valieron para propiciar una distensión continuada y se interpretaron como prueba de debilidad, si no de cobardía. En unas pocas horas, con el secuestro de algunos soldados israelíes, el asesinato de un colono y el mucho más serio bombardeo masivo de cohetes sobre poblaciones de Israel, Hamás e Hizbullah han demostrado cuán frágil e inestable era el equilibrio, qué capacidad de destrucción conservan y qué ficticia es la soberanía libanesa, la trabazón inexistente de un país artificial y, paradójicamente, necesario.
Fundado en 1943, cuando aún se reñían las más duras batallas de la Segunda Guerra Mundial, su nacimiento, con fórceps y malformaciones congénitas, hubo de responder al juego de presiones y áreas de influencia de Inglaterra, Francia, la naciente penetración de Estados Unidos y el comprensible objetivo de neutralizar las alianzas árabes con los nazis que, si no llegaron más lejos, fue por el curso y final que tomó la contienda. El engendro salió multiconfesional, es decir, un remedo de las legislaciones medievales, con reparto de cuotas de poder (presidente, vicepresidente, diputados, altos cargos públicos) en función de la fe, convirtiendo la confesión religiosa en adscripción política y otorgando a los ciudadanos valor, únicamente, en tanto que miembros de una fratría determinada, algo muy acorde con la concepción islámica del Estado, pero en manifiesto choque con el irrenunciable concepto racional de libertad e igualdad básica del individuo en tanto que tal. Un feo modelo de atomización social que, por cierto, quieren trasplantarnos a España desde las alturas, ora con el argumento de llevar boina, ora con el de rezar en una u otra postura. O con un sinfín de subterfugios mítico-étnicos, sexuales o culturalistas. En todo caso, el Líbano constituye un buen ejemplo de cuanto no debe ser un país. Pero no le faltan panegiristas y cantores que, ante la evidencia del desastre real de tal estado, se limitan a culpar a una fuerza exterior que lo zarandea y vuelve inviable. La eterna excusa para no asumir ninguna forma de autocrítica ni responsabilidad por los propios actos: en el caso que nos ocupa, el incumplimiento por parte del Gobierno libanés de eliminar el dominio de Hizbullah (y consiguientemente de su potencial terrorista) en el sur del país, que, por supuesto, afecta y anula a la propia soberanía libanesa.
Allá por los sesenta, todavía faltaban años para que el decorado de cartón piedra se viniese abajo, aunque ya había tenido lugar la crisis del 58. Pero las calles estaban relativamente más limpias y ordenadas que las de las capitales de países cercanos, el dinero corría y los bikinis no suscitaban las muestras de salvajismo de que, por desgracia, hemos sido testigos en otros lugares. Por entonces se incubaba la feroz guerra civil que vendría y se ponían las bases para provocar la posterior invasión israelí, porque los problemas del Líbano no crecían solos sino en el contexto de la estrategia de tensión permanente azuzada por los gobiernos árabes y las organizaciones terroristas, primero palestinas y luego también libanesas, surgidas de las facciones confesionales (cada secta o grupúsculo con su propia milicia). El feliz desenganche de Egipto y Jordania en tan sombrío panorama se vio compensado por la irrupción iraní -masiva y sectaria-, con el componente de fanatismo irracional que sólo puede engendrar y sostener una motivación religiosa que impregne y condicione pensamientos, esperanzas, anhelos, sacrificios. No es casualidad que Hizbullah pertenezca al chiismo, una secta que ha hecho del martirio personal y colectivo ofrenda y programa de vida, en homenaje y recuerdo del imán Husein. Quienes son capaces de tajar con espada las cabezas de sus hijos pequeños en la fiesta de ´Ashurá no se van a detener por el sufrimiento de civiles enemigos, o por el de sus propios correligionarios y compatriotas, cuando las respuestas israelíes lleguen.
Y, sin embargo, hay que salvar al Líbano. Con otra Constitución, otra correlación de fuerzas donde no quepan terroristas campando por sus respetos, otra orientación más definida por la modernidad y los valores de la libertad. Un Líbano que retire su firma y apoyo a la Declaración de Derechos Humanos en el Islam (El Cairo, 1990) -que no es sino la consagración del confesionalismo más represivo y obtuso-, y al tiempo que sirva de sostén y foco de irradiación de la democracia en el Próximo Oriente; un Líbano que cumpla -por su propia supervivencia- la misión de cerrar el paso al expansionismo sirio y desempeñe su papel natural de aliado de Egipto, Jordania e Israel en el desarrollo económico de la región y garantice la presencia de la cultura occidental y del cristianismo en su propia cuna. No son objetivos imposibles sino muy convenientes para todos quienes desean -deseamos- un futuro pacífico y próspero en la zona. Para ello es preciso concluir la tarea en Iraq y extirpar de raíz la presencia de las bandas asesinas en el Líbano. Unas bandas que ansían devolvernos a todos ( y a todas) al Medievo, aunque la izquierda española, con su habitual retórica tercermundista para uso y consumo de su parroquia, finja no enterarse.
Porque en el balcón desde el que miramos, la autotitulada izquierda, que no ha inventado casi nada, ni siquiera la doble vara de medir, aunque de ella se valga con profusión, reduce todo el asunto a una historieta de buenos y malos, a la cósmica -y cómica, tal como la presentan- confrontación entre las fuerzas del Bien y del Mal, generando simplezas a la altura de cualquier intelecto, por ejemplo del suyo: «Paz», «No a la guerra»... O «No a la desproporción», el último hallazgo. Mi perplejidad es grande: ¿cómo se fija el canon de proporcionalidad en agravios y ataques y quién ejerce de juez inapelable e infalible? Si los cohetes han asesinado a una abuela y a su nieta, ¿deberá el Tsahal buscar otra pareja semejante? Si la misma cohetería acabó con la vida de ocho ferroviarios, ¿habrá el Mosad de buscarles las vueltas a otros tantos de la misma profesión? O, sencillamente, al estilo Rodríguez, ¿Israel pactará a escondidas la rendición e irá dando cancha -de a poquito o a las claras- a los terroristas, por mor de la Alianza de Civilizaciones? Aquí hay muy poca seriedad (y no sólo por engalanarse con una kufiyya para echar carnaza al millón y medio de radicales que puso en casa al caballero): no se puede apelar al recuerdo emotivo de los cincuenta mil civiles muertos en Iraq tras el final de la guerra y obviar cuidadosamente que la inmensísima mayoría de esas muertes no se produjeron como resultado de acciones bélicas americanassino víctimas de atentados de los terroristas islámicos; como tampoco es serio que un ministro amenace con frases del jaez de «no te tolero que digas..., que sea la última vez que dices...», como si fuera una madrastra regañona. Para encubrir el antisemitismo palmario de la panda que les vota, a éstos se les ha subido el talante a la azotea: por ella saldrán volando.