Salvemos la democracia

Una de las protestas en Bogotá, Colombia.IVÁN VALENCIA
Una de las protestas en Bogotá, Colombia. IVÁN VALENCIA

Colombia se ha visto sacudida en los últimos días por una intensa protesta social contra la hundida reforma tributaria, que ha demostrado las grandes fracturas del modelo político, la incapacidad del Estado para resolver los conflictos sociales de manera pacífica, el vandalismo de los violentos para deslegitimar la protesta, el uso excesivo de la fuerza pública contra la sociedad civil, la ausencia de liderazgos para encauzar las aguas embravecidas, pero sobre todo, la fragilidad de la democracia, amenazada más que nunca por el populismo y el autoritarismo, en la antesala de las elecciones presidenciales de 2022.

El país ha vivido, como muchos otros, un año marcado por los trágicos estragos económicos y sociales generados por la pandemia de la covid-19, que ha contraído la economía, profundizado la pobreza y la desigualdad, devolviendo al país a indicadores de hace una década; evidenciado la crisis del modelo sanitario; detenido el aparato productivo y lanzado al desempleo a millones de colombianos, generando vientos virulentos para una tormenta social perfecta, en una nación azotada durante décadas por grupos armados ilegales, el narcotráfico, la corrupción, la ausencia de Estado en buena parte del territorio y ahora el brutal vandalismo urbano.

Por desgracia, ese huracán social acaba de estallar en las calles donde millones de ciudadanos han expresado pacíficamente, ante los ojos del mundo, el descontento represado ante la pérdida de bienestar y futuro. El proyecto de reforma fiscal fue la excusa y la chispa del incendio, pero no es la razón fundamental de lo que motiva el descontento popular. Hay que mirar más atrás para entender lo que sucede. Basta recordar que en noviembre de 2019, la protesta nacional removió el piso del establecimiento y le recordó al presidente que era hora de sintonizarse con las nuevas ciudadanías.

Hoy sería creíble una propuesta audaz e innovadora de Acuerdo Nacional, no con la misma fórmula fallida de una “Conversación Nacional” cuya inefectividad fue manifiesta aún antes de la pandemia, pues los acuerdos duraderos se logran conectándose con los adversarios y no con los amigos. Ya no son suficientes los pactos políticos del pasado pues el problema hoy es de gobernabilidad social. El presidente tiene otra -pero tal vez la última- oportunidad de unir a Colombia liderando ese gran acuerdo nacional con humildad y grandeza. Ojalá no la despilfarre equivocándose de interlocutor.

La pandemia, paradójicamente, le dio oxígeno transitorio a Duque, quien ha concentrado sus energías buscando la reactivación económica y la vacunación masiva, aprovechando las medidas de excepción para legislar sin ayuda de un Congreso, que ha atendido a medias sus responsabilidades de manera virtual y ha ejercido sin mayor impacto el control político vía Zoom. Un sello del Gobierno, además, ha sido socavar la independencia de poderes, cooptar los órganos de control, que hoy, en medio de la crisis humanitaria que ya se respira, las organizaciones de derechos humanos señalan como ausentes en su labor como garantes de una Constitución que incomoda a los extremistas. Frente a otra tragedia humanitaria, la veeduría de la comunidad internacional llegará con pasos de animal grande.

Hundida ya la reforma fiscal, que pretendía ahogar a la clase media con mayores cargas impositivas, la gente sigue indignada en las calles, con una gran desconfianza hacia todo lo que tenga que ver con el Estado. Lo que está en crisis es el modelo económico y político, que exige un pacto de Estado que renueve el espíritu de la Constitución del 91 y no el regreso al régimen del “estado de sitio”, para solidificar un país capaz de afrontar los graves desafíos que amenazan con llevarse por delante la democracia. Se trata de encaminar el descontento social capitalizándolo hacia las reformas como producto del diálogo social amplio con los ciudadanos. Colombia reclama unidad alrededor de ese acuerdo.

Lo que el país necesita es un nuevo modelo de Estado, en el que la Constitución rija para todos y sean posibles las grandes reformas aplazadas por décadas: a la justicia, la salud, la protección social, la educación, la política, la fuerza pública y el campo. Se trata de escalar los derechos fundamentales como prioridad pues han sido la piedra en el zapato para los tiranos; de extirpar el centralismo que convierte a las regiones en menores de edad sin poderes reales para apalancar el desarrollo local; de desmontar las talanqueras que impiden que el diálogo social sea la esencia de la construcción y apropiación del territorio; de reconocer a las negritudes y los indígenas, a las minorías y el poder transformador de las mujeres y los jóvenes.

Lo que se escucha en las calles es el llamado a respetar los derechos humanos, a rechazar la violencia, a cumplir con los compromisos de la paz, a engrandecer la democracia y no a desmantelar el estado social de derecho privilegiando los intereses de unos pocos. El mundo tiene que entender que lo que está hoy en juego en Colombia es la democracia, en un país polarizado, incapaz de llegar a consensos básicos, con violentos y criminales de todo cuño listos a jugarse de nuevo por la guerra; con una clase dirigente de espaldas a la realidad y a los reclamos de la gente. El populismo y el autoritarismo están en la línea de partida, esperando complacidos la oportunidad de dar el zarpazo a nuestro futuro.

No es el momento de la sumisión ni del silencio. Hay que hacerse escuchar para insistir en un gran acuerdo nacional para defender la vida, repudiar la violencia de todo origen y salvar la democracia. Hay que actuar unidos antes de que no haya nada que salvar. En Colombia preservaremos la democracia si somos capaces de defenderla.

Fernando Carrillo Flórez es exprocurador general de la nación de Colombia.

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