Desearía no haber tenido que escribir nunca este artículo. Desearía no llevar tantos meses con el miedo en el cuerpo, con el sueño alterado, con la preocupación atenazándome cada día. Pero no ha sido posible. Mi familia, como otras 37.000, se ha visto gravemente violentada por una amenaza: la del cierre de los colegios de Educación Especial. Los que quieren perpetrar este dislate comenzaron argumentado que nuestros hijos con discapacidad estaban segregados y eran excluidos de la sociedad en estos centros. Ya se les ha explicado que no. Se les ha agradecido tan «generosa» preocupación por su bienestar y se les ha mostrado cómo, lejos de ser entidades arcaicas y poco ambiciosas con respecto al porvenir de sus alumnos, los colegios de Educación Especial son todo lo contrario: lugares sumamente especializados donde los escolares se desarrollan plenamente para lograr su inclusión en la sociedad.
Basan la supuesta segregación en un informe. Un informe realizado por dos personas de un comité externo de la ONU que se desplazaron a España tras recibir la denuncia de una organización nacional contra el Estado español. No consta que visitaran ningún centro de Educación Especial y, aun así, concluyeron que en nuestro país se conculcan los derechos de todos los niños con discapacidad.
El informe, pues, fue parcial y sesgado, pero han recurrido a él una y otra vez los que justifican la crueldad de esta medida. Parecen no saber que ya ha sido desacreditado por sus inaceptables fallos metodológicos. Y parecen desconocer también que si lo que se pretende es la inclusión real, la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad, ratificada por España, admite la coexistencia de la escuela ordinaria y la escuela especial.
A pesar de todas estas evidencias, no nos han escuchado. Con lo cual, debemos suponer que no era la defensa de la dignidad de nuestros hijos lo que les movía. Pasamos, pues, a un segundo plano. La desaparición de la Educación Especial se plantea como una solución imprescindible para mejorar la inclusión educativa de niños con discapacidad en colegios ordinarios.
Se alega que el cierre de los centros de Educación Especial conllevaría un trasvase automático de todos sus recursos, que pasarían a los colegios ordinarios, adonde tendrían que ir nuestros hijos quieran o no, estén preparados o no, puedan ser bien atendidos o no. Pero ¿han analizado los promotores de tan hilarante idea estadísticas, ratios y números? Algunos padres sí lo hemos hecho. Y no nos salen las cuentas. Por si fuera poco, este disparate se justifica también en la aportación que nuestros hijos harían a sus compañeros sin discapacidad para entender lo que es ser diferente. Tan sonrojante utilización de unos menores, en contra de sus propias necesidades, invalidaría por sí sola la iniciativa. Pero no hay escrúpulos.
¿Quiénes nos han llevado a esta situación? ¿Quiénes nos han obligado a defender el presente y el futuro de nuestros hijos? Desafortunadamente, están entre nosotros. El Cermi, Comité Español de Representantes de Personas con Discapacidad, es el que mueve los hilos. Y le secundan otras organizaciones como Plena Inclusión y Down España. Piden el cierre de los centros de Educación Especial, en una maniobra que hemos sentido como una dolorosa traición que nos deja aún más solos.
Somos 37.000 familias, una minoría para el Cermi y su presidente, Luis Cayo. Una minoría que, según parece, no tiene derecho a ser tenida en cuenta. Una minoría que tendría que sacrificarse. Los que debían representarnos nos han abandonado, provocando únicamente una lucha cainita entre las familias que nos oponemos al cierre y las que los han creído cuando abanderan que la mejora de la legítima inclusión educativa de sus hijos pasa por la destrucción de los centros de los nuestros.
Hubiera sido mucho más útil proponer soluciones, exigir al Gobierno más fondos para la inclusión, ocuparse de los alumnos que sufren abusos y necesitan más atenciones en la escuela ordinaria. Pero no lo han hecho. Se han limitado a un planteamiento irresponsable y perverso: cargar contra los más débiles del sistema. El Cermi y compañía han apostado todo al negro en una ruleta trucada.
Hace meses lograron que algunos partidos les «compraran» sus argumentos. Hoy, afortunadamente, ya no. Ya saben que el Cermi no nos representa. Ya saben que habla desde posiciones tan cómodas como irreales: despachos e ideología.
Tras meses de sinrazón hay que darles la enhorabuena. Es muy difícil hacerlo peor: familias enfrentadas, dolor, incertidumbre, desasosiego... y ni un euro de más presupuestado para los menores con discapacidad. Ni para los de ordinaria ni para los de Especial.
Señores del Cermi (y afines): si no están dispuestos a ayudarnos como deberían, al menos dejen de perjudicarnos ya. Para buscar lo mejor para nuestros hijos ya estamos nosotros. Para incluirlos en la sociedad ya estamos nosotros. Y para evitar que se pisoteen sus derechos también estamos nosotros. 37.000 familias que no nos vamos a dejar avasallar. Nuestros hijos son la fuerza más poderosa, mucho más que el ansia de poder y las teorías. Luchamos por cada uno de ellos. Y lo seguiremos haciendo siempre. Y sin tregua.
Terry Gragera es miembro de la Plataforma «Educación Inclusiva Sí, Especial también»