¡Sálvese quien pueda!

Llega la desescalada en prácticamente todos los países -lo mismo que se produjo el confinamiento- sin conocer muy bien por qué exactamente se decretó en su día y cuáles son las razones reales para acometer con rapidez inusitada el retorno a esa ahora bautizada como nueva normalidad. Buena parte de la construcción del sistema de emergencia -más allá de la necesidad de no producir colapsos en los sistemas de salud- se ha hecho desde la aportación de datos que sólo tienen un valor aproximado. Y quedan muchas preguntas sin respuestas. ¿Cómo se contrae el virus y cuáles son sus afecciones en nuestro organismo?, ¿cuántas personas están realmente contagiadas?, ¿cuántas han fallecido de verdad como consecuencia del Covid-19? Y el temor al rebrote (acallado por el hastío de la población y la presión de los sectores económicos afectados) nos vuelve a sumir en la perplejidad de siempre. ¿Por qué ahora sí y entonces no? o ¿cuál habría sido la mejor manera de afrontar la crisis?

Sean las que sean las respuestas, saldremos de ésta. Llegará la vacuna (que esperemos pueda cubrir a toda la población, especialmente a la de los países de rentas más bajas, ya que en los sistemas sanitarios de los más desarrollados se presume que serán capaces de hacer frente a su distribución general). Saldremos de la pandemia... ¿cómo y de qué manera? Ese coma inducido que se ha producido en los dos elementos básicos que configuran la Unión Europea -la economía mixta y las libertades ciudadanas- tendrá su cita con la normalidad a un coste cuyo alcance aún no es posible advertir. Los datos de la recesión (medida en términos de pérdida del Producto Interior Bruto, caída del empleo y cierre de negocios medianos y pequeños) se unen a los pronósticos negativos para el porvenir, convirtiendo el baile de cifras en una especie de carrusel del desaliento.

Es cierto que la inyección de ayudas -a base de subvenciones y préstamos condicionados- que ha propuesto la Comisión Europea ayudará a mitigar en buena parte el desastre que nos aguarda, pero no conseguirá descartar plenamente las dificultades que deberán encarar las economías europeas y, con ellas, la necesidad de ajustes. Unos recortes que se añadirán a los aún no recuperados procedentes de la crisis de 2008, especialmente para los países que salieron mal de ella y que previsiblemente saldrán peor de ésta.

Hasta aquí la referencia a la situación económica de Europa, que cuenta con instituciones y sistemas de protección de envergadura. Pero, si nos fijamos en los países de renta media o baja, el problema se complica. Unas economías sustentadas en la informalidad y la venta de materias primas, cuyos precios se han desplomado; que disponen de sistemas de salud pública muy débiles; unas estructuras estatales en ocasiones deficientes; y la ausencia de organizaciones regionales que les permitan distribuir los recursos y controlar los riesgos; tienen muy difícil remontar el vuelo. Lo intentarán -en todo caso- cada uno por su cuenta, de manera atropellada y desde los vicios y corruptelas que les son característicos a muchos de sus sistemas políticos.

En resumen, el balance de la crisis de esta pandemia nos traerá más pobreza y más desigualdad. Una generación que ya aguardaba un futuro complicado lo tendrá aún más sombrío; quienes se encuentran en vías de jubilación -y los ya jubilados- observan preocupados la más que probable reducción de sus pensiones, una parte significativa de nuestros mayores ya no está con nosotros para ayudarnos con su cariño, su consejo y su apoyo.

Las libertades ciudadanas son el otro aspecto a considerar. El abuso de determinadas medidas de emergencia por gobiernos populistas y parapopulistas, de un lado y otro del arco parlamentario, ha reducido severamente la calidad democrática en muchos estados europeos. En Polonia se ha modificado la ley electoral contra el criterio de su propio Tribunal Constitucional y se ha decidido celebrar elecciones presidenciales en medio de la pandemia. En el caso de Hungría, el Parlamento Europeo ha criticado que el Gobierno de Viktor Orbán haya prolongado ilimitadamente el estado de emergencia y pueda legislar por decreto también de forma indefinida, limitando así la labor de supervisión del parlamento nacional; en consecuencia, la presidenta de la Comisión Europea, Von der Leyen, ha advertido a sus autoridades con abrir un procedimiento si ocurriera que las restricciones adoptadas por la crisis fueran excesivas. En España, se ha aprovechado el estado de alarma para colar legislación que poco guarda relación con el combate de la enfermedad, la sobreactuación del Gobierno en su colisión con el poder judicial y la más que sospechosa politización en la adopción de decisiones que se presentaban como meramente técnicas son botones de muestra evidentes de deterioro democrático.

No está claro que puedan recuperarse las libertades conculcadas en todos los supuestos. El avance liberticida se ha producido en muchos casos sobre poblaciones cuya conciencia ciudadana no había avanzado en paralelo con el progreso económico que su ingreso en la UE les había deparado.

La salida económica de la crisis será sin duda complicada, y supondrá además un reforzamiento del sector público, el incremento de los impuestos y una senda más o menos angosta de recortes. La economía productiva -en este último caso- se verá más presionada aún para engrosar los recursos de la voracidad del Leviatán. Y no, no serán los más ricos los que más pagarán, lo serán una vez más las clases medias.

Una tendencia al proteccionismo y a la insolidaridad estará muy posiblemente en la hoja de ruta en este "¡sálvese quien pueda!" de estos tiempos de la nueva normalidad. Y al igual que los presupuestos de cooperación de algunos países después de la crisis de 2008 -otra vez ha sido notable el caso de España-, la ayuda al desarrollo y los objetivos de 2030 quedarán -por un tiempo al menos- olvidados en un cajón.

La respuesta política

¿Qué pasará con la respuesta política a la crisis?, intuyo que se parecerá a lo que decía Alexis de Tocqueville para las situaciones revolucionarias. Según el autor de El Antiguo Régimen y la Revolución, a medida que mejoran las condiciones y oportunidades sociales en una población, su frustración crece aún más rápidamente. Eso mismo ocurrió en España con la mencionada crisis de 2008: tuvieron que transcurrir seis años para que en 2014 -elecciones al Parlamento Europeo- nuestro mapa político se ampliara con la aparición del populismo de extrema izquierda y de un partido liberal centrista.

Es pronto, por lo tanto, para conocer cuál será el nuevo mapa político en Europa o en el mundo. Lo que está claro es que los populistas que gobiernan ya no podrán decir eso de "no nos representan", pues ha sido su representación la que ha gestionado esta pandemia. Los Bolsonaro, Trump, Orbán, Jaruzelski o Iglesias deberán hacer uso de su más impostada dialéctica si pretenden convencernos de que ellos son ahora la alternativa.

Entre tanto, lo lógico es que las sucesivas elecciones vayan provocando la alternancia en los gobiernos, sobre la base de una polarización hacia la derecha y la izquierda -una polarización de la que ya se están haciendo eco las redes sociales y algunos debates parlamentarios-. Podría ser Biden por Trump, Casado por Sánchez, pero también Salvini por Conte o Le Pen por Macron... Los cortafuegos y salvaguardas de la UE no se resolverán entonces sólo en el plano económico y financiero, deberán contener el presupuesto político que mantenga vivo nuestro proyecto comunitario.

Sería bueno, en cualquier caso, que este nuevo desorden fuera gestionado por un modelo de gobernanza mundial más inclusivo, integrador y eficaz que el que conocimos inmediatamente antes de la pandemia. Pero la nación indispensable ha rehuido últimamente su aún imprescindible liderazgo. Quizás 2020, y las elecciones en EEUU, nos traiga alguna buena noticia en este sentido.

Fernando Maura es abogado, político y escritor.

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