San Ismaelito mártir, malandro milagroso

Durante un cóctel en la Embajada británica en Caracas, hace pocos meses, presencié un torneo entre varios diplomáticos latinoamericanos. Cada cual pujaba por vindicar el puesto superlativo que su país habría alcanzado en una imaginaria y deshonrosa tabla de grados de violencia criminal: "Me perdona, pero mi país es muchísimo más violento que el suyo". Se equivocaban todos.

Con 28 millones de habitantes, en Venezuela registramos durante 2009 más de 16.000 homicidios. Aportamos a la estadística anual unos 140 asesinatos por cada 100.000 habitantes, esto según el muy acreditado Observatorio Venezolano de la Violencia. Una cifra que se compara abrumadoramente con los magros 32 por cada 100.000 de la vecina Colombia. El Estado brasileño de São Paulo, con 42 millones de habitantes, registra nueve homicidios por cada 100.000 paulistas. Solo Ciudad Juárez, en México, supera a Caracas en esto de "entrematarnos" a balazos.

Cierto es que en Venezuela no se vive lo que la jerga de las ONG llama "conflicto interno armado"; esto es, una guerra civil abierta, con bandos políticamente beligerantes en sangrienta pugna por el poder. Sin embargo, casi todos los violentólogos de la región dan a las matanzas en mi país la explicación favorita de la progresía para todas las matanzas del continente: la causa de la mortandad es la pobreza, claro. Atacad esta, se nos dice, y amainará la carnicería. No tengo inconveniente en aceptar tal explicación y en desear que la receta se administrase cuanto antes. Pero si es cierto, como afirma Chávez y repiten los funcionarios venezolanos, que la pobreza se ha reducido significativamente en mi país, gracias a los muy jaleados programas sociales de la "revolución bolivariana", resulta igualmente significativo el empeño de Chávez y los suyos en ocultar a toda costa las cifras oficiales de muertes violentas. Pese a la censura, las cifras del organismo oficial, el Instituto Nacional de Estadísticas, se han filtrado a la prensa y, sorprendentemente, resultan mucho más elevadas que las que ofrece el ya mencionado Observatorio Venezolano de la Violencia.

Es un hecho que hace apenas 10 años Venezuela no figuraba en los anales superlativos de la violencia latinoamericana y que hoy día somos, junto con El Salvador, uno de los dos países más violentos del continente. ¿Cómo explicar esto? Una versión oficial afirma que los asesinos venezolanos no son autóctonos, sino protervos agentes de paramilitarismo colombiano, infiltrados por la CIA para crear zozobra en vísperas de elecciones parlamentarias.

La oposición venezolana lo atribuye todo, unívoca y machaconamente, a una calculada desidia de Chávez y sus ministros para forzar a la clase media a emigrar, a lo que los voceros oficialistas oponen que la mortandad es achacable al abandono que Gobiernos anteriores condenaron a millones de pobres. Lo dicen quizá sin advertir que, luego de más de una década en el poder, el de Chávez ya es un Gobierno anterior.

Lo único cierto es que la escabechina venezolana comenzó hace ya muchos años y que una fecha descuella en las tablas estadísticas: la del 27 de febrero de 1989, día del sangriento estallido social conocido como Caracazo. Las cifras de homicidios, y en general, de criminalidad, se dispararon desde entonces hasta alcanzar en 1998 -en vísperas del ascenso de Chávez al poder- un promedio de 4.500 muertes por cada 100.000 habitantes. ¿La fuente de estos números? El Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas que ya para 2003 registraba 11.342 muertes por cada 100.000 habitantes y hoy, siete años más tarde, más de 16.000.

Los petroestados como Venezuela se caracterizan, paradójicamente, por atravesar las bonanzas del ciclo de precios del crudo sin que las mayorías saquen de ello el menor provecho. Si, además, el petroestado es populista radical, no logra, característicamente, más que fomentar la corrupción y agudizar odiosas desigualdades. Pero, sin duda, el peor efecto del desmantelamiento de las instituciones policiales y judiciales en que Chávez se ha empeñado a fondo es la impunidad.

Más del 98% de los homicidios no llegan nunca a resolverse policialmente en Venezuela, ni hay acusados ni procesos ni sentencias. La impunidad obra en la práctica como un poderoso incentivo económico para el delito al que se llega, en muchos casos, por emulación. Y para la reincidencia. Añádase a ello los 10 millones de armas en manos no gubernamentales y el reclutamiento de prepúberes drogadictos por las bandas armadas del narcotráfico en las favelas caraqueñas y el resultado es una espiral de muertes. Mucho más arduo resulta explicar la saña con que se da muerte en Venezuela.

Hay algo más alarmante que la inseguridad misma y es el cariz vesánico que cobran la razias del "malandraje" -hamponato armado- en las ciudades venezolanas. Según la página roja, los caídos reciben un promedio de cinco balazos, pero los hay que presentan 14 o 20 perforaciones. Los caraqueños de mi generación recordamos con nostalgia los años setenta, cuando la recomendación paterna a los hijos que salían de juerga era: "Ya sabes, si te atracan, no te resistas; el malandro solo quiere tu dinero y el reloj".

Hoy día, pocas cosas sublevan más a un malandro "engorilado" por el crack que una víctima servicial que muestre sumiso desprendimiento: significa que puede reponer el celular y que el coche está asegurado. Significa que es rico -"ser rico es malo", predica Chávez- y normalmente recibe más de un tiro en la cabeza.

Hasta el mismísimo René Girard se vería en apuros para explicar los estremecedores ritos fúnebres con que los malandros entierran a sus caídos en las guerras entre bandas o en enfrentamientos con la policía. La sabiduría convencional dice que en estos ritos macabros, representados en Caracas a pleno sol, se transfunden diversos cultos afroamericanos, presumiblemente llegados de Cuba.

El más horripilante de estos cultos es el de los paleros, quienes practican la profanación de tumbas en procura de las reliquias humanas que entran en la elaboración de sus nganga, o amuletos protectores. Las osamentas más buscadas son las de personas que en vida hayan mostrado talentos superlativos. La idea es apropiarse de su "fuerza" por vía de magia empática. No ha faltado el chusco que atribuya a este culto el trasteo forense de Hugo Chávez con la osamenta de Simón Bolívar.

Estos cultos necrofílicos han juntado los suyos a los "valores" del malandraje y hacen de los entierros de un múltiple homicida famoso, por ejemplo, una verdadera saturnal de música de salsa, licor, caravanas de motocicletas y disparos al aire de armas automáticas. Se baila guaguancó y reggaetón ante el féretro. Las funerarias de Caracas rehúsan prestar sus pompas a quien haya sido muerto a balazos, se trate o no de una víctima inocente: temen que la banda rival se presente en la sala de pompas fúnebres a saldar cuentas con los compinches del muerto. O que abaleen el féretro del delincuente en rabiosa demostración de desprecio.

De estas prácticas, que llevan ya algunas décadas, ha surgido una deidad a la que se rinde culto en los altares sincréticos venezolanos. En estos, el panteón de la "santería" afrocubana desde hace años se confunde con deidades autóctonas. La nueva deidad se llama Ismael Sánchez, el "santo mayor" de la llamada Corte Malandra, integrada por los espíritus de malandros muertos, algunos hace más de 40 años.

Llamado por sus fieles Ismaelito, en su tumba del Cementerio General del Sur -uno de los más profanados por el culto palero-, nunca faltan flores, velas encendidas y hasta ex votos. Su efigie lo muestra con la mano apoyada en la culata de una nueve milímetros que lleva semioculta en la pretina. Circula en los barrios una confusa hagiografía sobre Ismaelito, su vida y milagros. Es un santo protector a quien encomiendan a sus esposos e hijos los familiares de homicidas presos. También los malandros en activo que solicitan sus buenos oficios y, last but not least, todo aquel que se sienta potencial víctima del hampa.

Vivo muy cerca de un barrio bravo. Yo también me encomiendo a Ismaelito cada mañana, "sin creer ni dejar de creer", como diría mi santa madre. Prefiero el pensamiento mágico a la sociología del Foro Social de Porto Alegre.

Ibsen Martínez, escritor venezolano.