San Valentín llega a Calcuta

Si una noche de invierno un viajero llegase, como a mí me pasó recientemente, a Calcuta, le podría sorprender la profusión de grandes paneles publicitarios que, a lo largo de todo el recorrido en coche desde el aeropuerto al centro de la ciudad, anuncian los regalos del día de San Valentín. El hecho de que uno no esté enamorado en el momento actual no es razón suficiente para denigrar la celebración; más de una vez he comprado con tal motivo flores y relojes de pulsera y he sido regalado con una pluma estilográfica o una corbata por el ser que entonces me quería; pero aun así pongámonos sensatos: el obispo cristiano que casaba subrepticiamente a las parejas romanas en el siglo III después de Cristo nunca ha tenido un gran perfil fuera del mundo anglosajón, y entre él y, por ejemplo, San Pascual Bailón o Santa María de la Cabeza, no hay color santoral. Tampoco ayuda a ennoblecerle el recuerdo de una muy célebre película española de 1959, El día de los enamorados, que tenía al actor argentino Jorge Rigaud como encarnación del santo y a algunas de nuestras más modosas flappers de entonces (María Mahor, Mabel Karr, Concha Velasco, Katia Loritz) como enamoradizas de unos galanes también "epocales": Ángel Aranda, Manuel Monroy, Antonio Casal y Tony Leblanc, que alguna vez, aunque nadie se lo crea, fue joven.

Lejos de mi intención el decir que con Franco amábamos mejor; hoy se ama en España mucho más pronto y más libre y transversalmente que nunca, con el mérito añadido de tener que hacerlo "contra" los pertinaces obispos, que querrían meternos a muchos no ya en el proverbial armario sino en la catacumba que les vio nacer. Con todo, me atrevo a opinar que la medalla del amor, con su recalcitrante motto, "hoy te quiero más que ayer pero menos que mañana", ya no está en los mejores muestrarios de joyería, ni el 14 de febrero despierta, más allá de algunas promociones especiales de El Corte Inglés, pasiones volcánicas.

No así en la India. En un país que tiene el más intenso y variado "espíritu festival" del mundo, la festividad de San Valentín se ha convertido en otro rito más de celebración popular, de momento circunscrito a una clase media occidentalizada y residente en las grandes ciudades. Allí, por lo que pude observar, el patrón religioso no cuenta, ni hay riesgo de que el circunspecto clérigo del siglo III que desafiaba al emperador romano Claudio genere imágenes venerables en una galería iconográfica tan rica, tan vibrante de color y de símbolo como la de las deidades hindúes, jainistas, budistas o hindo-católicas extendidas por el continente.

El "valentinismo" que yo iba redescubriendo constituía una operación comercial, como lo fue en la España "desarrollista", y un modus imitandi que los jóvenes indios han adoptado del modelo anglosajón. Todos los anuncios que se veían en las más populosas ciudades del Golfo de Bengala eran de chicos y chicas vestidos a la europea y rodeados de productos también diríamos "ajenos": ramilletes de flores de floristería, corazones de oro engastados en broches o agujas de corbata, y el muy norteamericano hábito de la tarjeta de felicitación historiada en imagen y palabra. Una pacífica declaración de principios sentimentales que otros han respondido belicosamente.

Fui testigo el mismo día de San Valentín de una curiosa manifestación que recorría el centro de la capital del Estado de Orissa, Bhubaneswar, una ciudad de más de 600.000 habitantes. Cantidades pequeñas pero ruidosas de activistas pertenecientes a dos grupos políticos ultranacionalistas, el ABVP (o Consejo de Estudiantes de la India, en sus propias siglas) y el Bajarang Dal, avanzaban gritando consignas, algunos con cara agria. "La brigada azafrán", me dijo el amigo conocedor que iba conmigo, señalando el color que los uniformaba; después, cuando nos alejábamos, me fue contando más cosas y entendí que se trataba de una versión local de los Legionarios de Cristo y los Kikos: voluntarios de una autoproclamada policía moral que se arroga la autoridad de perseguir y vetar todo lo que encuentran anti-indio, extranjero y obsceno.

Este amigo me tradujo asimismo algunos párrafos del folleto escrito en la lengua oriya y repartido por los manifestantes, que comenzaba así: "Creemos en el amor, y el matrimonio es parte de una tradición india con la que nos sentimos comprometidos de por vida. Pero estamos en contra de la indecencia durante las celebraciones del día de San Valentín, una forma más de la ciega carrera en pos de la cultura occidental". Al día siguiente leí en el diario más respetado del país, The Times of India, que algunos de estos brigadistas azafranados habían perseguido y golpeado a parejas de tortolitos que piaban su amor en los parques, y quemado tarjetas valentinas frente a ciertos comercios que las vendían.

También en los días posteriores de febrero, tras su estreno el viernes 15, se ha hablado mucho en la prensa india de la película Jodhaa Akbar, una relamida superproducción histórica en torno a Akbar, el gran emperador mongol y refinado humanista. El film no se está exhibiendo en los cines del Estado de Rajastán ni en otras muchas ciudades norteñas donde la población musulmana abunda; los ofendidos rajputs aducen que los datos biográficos están falseados, despreciándose así la figura venerada de este monarca, paradigma por cierto en su día (la segunda mitad del siglo XVI) de la tolerancia inter-religiosa y social. Peor fue la violencia de los Naxalitas, la aún perdurable guerrilla maoísta que, sin conexión ninguna con los anti-sanvalentinos, asaltaron por esas mismas fechas algunas localidades del Estado de Orissa donde yo me hallaba, produciéndose en las refriegas con la policía un elevado número de muertos. Ejemplos aleatorios de la difícil "unidad en la diversidad" que dos de los más consistentes reformadores de la India, Gandhi y Rabindranath Tagore, preconizaban para ese inmenso territorio cruzado de lenguas, castas y religiones diversas.

Tras visitar en 1962 por primera vez el país de sus antepasados, el excelente novelista V. S. Naipaul escribió An Area of Darkness, el libro inicial y quizá más vivo de su llamada trilogía india. En uno de los pasajes marcadamente acerados de una obra que muchos nativos aún hoy encuentran ofensiva, Naipaul habla del mimetismo (mimicry), carácter para él dominante de un pueblo que adoptó sucesivamente los modos -arquitectónicos, administrativos, intelectuales- mongoles, británicos o norteamericanos. Sin embargo, el escritor de Trinidad parece a continuación arrepentirse de la dureza del término "mimetismo", proponiendo en su lugar el de "esquizofrenia", que podría explicar mejor, pone como ejemplo, "a ese científico que, antes de aceptar su nuevo empleo, consulta al astrólogo para saber si el día es propicio".

Pero ¿acaso no es la cultura, y por tanto la civilización, el reino del constante mimetismo? Mientras unos pocos integristas hindúes quemaban los símbolos de San Valentín y los musulmanes formaban piquetes pacíficos ante los cines donde sí se proyectaba Jodhaa Akbar, cayó en Europa el Gobierno de Prodi, vi la alegría innoble del Cavaliere de Forza Italia en un noticiero de la BBC y leí en la edición digital de este periódico las condiciones del PP para los inmigrantes, incluida la de que se laven. Fue un gesto si se quiere sentimental o hasta frívolo, pero al menos por una noche me apeteció imitar, en su extrema pobreza, en su elegancia innata, en su franca relación con la muerte, en su difícil pero minuciosa higiene, a unas gentes que, a mucha distancia de nuestro progreso y nuestros derechos, se esfuerzan por sobrevivir en la esquizofrenia de las contrariedades. También tuve una esperanza: que no llegue tan lejos -y así nadie pueda copiar- el modelo de Berlusconi o Rajoy.

Vicente Molina Foix, escritor.