Sánchez e Iglesias: A cada cual, lo suyo

El gran escritor Leonardo Sciascia, notorio intelectual de izquierdas y simpatizante del PCI, del que se alejó para preservar su independencia, dejó testimonio vital y literario de su indómita denuncia contra la corrupción política y la violencia mafiosa. Ello le valió, no sin sobresaltos, ser una de las conciencias críticas de Italia. Cuando un periodista le inquirió sobre la «sicilianización» de su obra, Sciascia explicó que la isla encerraba una metáfora de un mundo caracterizado por la preeminencia de los intereses particulares. Para sus paisanos sicilianos, la familia era el Estado y el parentesco primaba sobremanera teniendo su explicitación en los clanes mafiosos.

Dentro de la vasta producción de Sciascia, sobresale su expresivo título A cada cual, lo suyo, al ser la novela que mejor refleja esa mentalidad siciliana y donde narra el doble asesinato de un farmacéutico y un médico. Un suceso que, ante la inopia policial, espolea a un profesor de instituto a seguir la pista de una nota anónima con letras de molde tijeretadas del diario vaticano L’Osservatore Romano, cuyo emblema –Unicuique suum (A cada cual, lo suyo)– figura en el reverso de los recortes.

Sánchez e IglesiasEstas pesquisas desatan una espiral de rumores que alcanza al párroco sobre quien se comadrea que vive amancebado con una joven. Alarmado por las murmuraciones, el prelado de la diócesis se presenta en el pueblo y al sacerdote no le queda otra que confesar que, en efecto, comparte tálamo con una mujer. No obstante, busca lidiarlo asegurándole que no se apure al haber adoptado precauciones al respecto. Así, el inverosímil célibe le detalla que ha instalado unos goznes en la pared del dormitorio y todas las noches, antes de acostarse, fija en ellos una traviesa grande y gruesa que le muestra. Oída la extravagancia, el perplejo pastor le espeta, no sin retranca, a la descarriada oveja: «Sí, muy bien, la madera es una buena precaución. Pero dime, hijo mío, cuando la tentación te asalta, violenta, irresistible, infernal como es, ¿qué haces?». «Pues muy fácil –replica el presbítero–, quito la tabla».

Rememorando esta hilarante página de Sciascia, pueden establecerse analogías con el escándalo que compromete personal, política y judicialmente al vicepresidente segundo del Gobierno, Pablo Iglesias, tras retirarle el juez García-Castellón la condición de perjudicado en el caso Dina y bordear su imputación en el que ya cabe renombrar por mérito propio como caso Iglesias. Si el obispo no comulgó con las ruedas de molino de aquel listón que preservaba al cura de la tentación que dormía a su lado, tampoco el magistrado de la Audiencia Nacional se ha tragado la píldora que ha dorado quien, lejos de ser la víctima que dijo ser de una cloaca policial y mediática, urdió un burdo montaje para salir mejor librado de la cita con las urnas, en abril de 2019, de lo que apuntaba la demoscopia. En cierta ocasión, Iglesias se adornó con un aforismo de Bertolt Brecht –«Cuando la hipocresía es de muy mala calidad, es la hora de decir la verdad»– que ahora rehúye cual gato escaldado.

Pensando ir por lana, puede acabar trasquilado quien retuvo cinco meses la tarjeta telefónica sustraída a fines de 2015 a su antigua asistente en el Europarlamento, Dina Bousselham, con fotos íntimas e información sensible de Podemos, tras hacérsela llegar a él el editor de la revista Interviú, Antonio Asensio, a inicios de 2016, y cuya tardanza en devolvérsela –dañada– justifica ahora para proteger a «una mujer de veintitantos años». Ese paternalismo machista le puede acarrear ser incurso en un doble delito. Como apreció el clásico, «de qué sirven las palabras, donde hay obras».

Una conjura para necios, que no de necios, con la connivencia de los fiscales Anticorrupción Stampa y Serrano a pachas con la abogada de Iglesias y su ex asistente, Marta Flor Núñez, quien escribió en un chat de la formación morada que, de transcender su vodevilesca conchabanza con el fiscal Stampa y de cómo le revelaba diligencias declaradas secretas, el culebrón podría titularse «radiografía transvaginal de Podemos». En un bochornoso suma y sigue, ambos fiscales llegaron a asesorarla sobre cómo redactar sus escritos para colárselos «con mantequilla» al juez García-Castellón tras pretender que el anterior instructor, Diego de Egea, autorizara el registro del medio –OK diario– señalado como «pata mediática» de la componenda del ex comisario Villarejo contra Iglesias. Todo ello cuando los abogados de Podemos, por lo demás, sabían que los pantallazos que transcendieron del celular de Bousselham –como el referido a Mariló Montero y el deseo de Iglesias de azotarla hasta que sangrara– habían sido divulgados por ella entre su círculo íntimo tal vez como despecho. Como dice Martín Fierro: «Si la vergüenza se pierde, / jamás se vuelve a encontrar».

Al verse desenmascarado de modo tan flagrante, se entiende que su primera reacción fuera contra los medios de comunicación recurriendo al viejo ardid de tratar de matar al mensajero. No es ningún secreto que al populismo le gusta la prensa. De hecho, Iglesias nació en la incubadora de la televisión con aquella estrategia miope del PP de «Podemos, por la mañana: Podemos, por la tarde y Podemos, por la noche» para debilitar al PSOE por su flanco izquierdo. Pero desprecia al periodismo que indaga y busca aquello que se trata de ocultar al ciudadano. Mucho más una formación bolivariana que se vale de éste, como Chávez en Venezuela y muchos de sus discípulos, para alcanzar una notoriedad que le catapulte al poder y luego clausurar los medios que no se ajusten a sus dictados.

En línea, por lo demás, con el viejo chiste soviético sobre la prensa oficial que reúne a Alejandro Magno, Julio César y Napoleón como espectadores de un gran desfile militar en la Plaza Roja en el cénit soviético. Mientras el rey macedonio proclama: «Si hubiera contado con los tanques rusos, habría sido invencible», y el caudillo romano exclama: «Si hubiera dispuesto de sus aviones, habría conquistado el mundo», el emperador galo zanja, por su parte: «Si yo hubiera poseído el diario comunista Pravda (La Verdad), nadie se habría enterado de mi derrota en Waterloo».

Esta última apetencia alberga, desde luego, quien sentenció en 2013 «que existan medios privados ataca la libertad de expresión» y que concibe el periodismo como «un arma que vale para disparar, punto», por lo que cifraba su anhelo en que «un partido de izquierdas ganara las elecciones y me nombrara director de una televisión pública». Con el entusiasmo que Arquímedes de Siracusa exclamó «dadme un punto de apoyo y moveré el mundo» al enunciar su ley de la palanca, Iglesias prorrumpía: «dadme un telediario y me encumbraré en el Gobierno». Así ha sido.

Pero el problema de Iglesias no es la prensa, sino la Justicia, y para ello necesita organizar una gran zapatiesta para escabullirse en medio de la polvareda. De hecho, fue lo que emprendió hace una semana en su mitin de Vigo reclamando una comisión de investigación para expandir tinta de calamar en todas las direcciones. Como Alfonso Guerra en pleno del escándalo de su «enmano» y asistente Juan en la Delegación del Gobierno en Andalucía. El vicetodo aprovechó un acto de desagravio que se montó en Sevilla el 26 de febrero de 1990 para arengar a unos 20.000 fieles en estos términos: «¿Quieren catarsis? Pues habrá catarsis pa tos». Allí responsabilizó a «muy pocos, pero poderosos» de su caída en desgracia.

Al cabo de once meses –el sábado 12 de enero de 1991–, aquel émulo del conde-duque de Olivares aprovechaba la clausura del V Congreso del PSOE extremeño, bastión de sus más afectos, para oficializar su dimisión y su divorcio con González. En un bronco pleno parlamentario que había tenido lugar el 1 de febrero de 1990, el presidente le había dado un respaldo marmóreo: «Si el vicepresidente del Gobierno sintiera la tentación de presentar su dimisión por el cuestionamiento que se hace de su honradez o le forzaran a ello, habrán ganado dos batallas por el esfuerzo de una, la dimisión de Alfonso Guerra y la de Felipe González». Pero, en vez de reforzarlo con su aseveración de que la oposición tendría «dos al precio de uno», González aprovecharía para erigirse en dominador único del PSOE sin capataces erigidos en dueños. Un obnubilado Guerra confundió su canto del cisne con su resurrección.

De momento, Pedro Sánchez no se ha juramentado bajo la fórmula de «dos al precio de uno» con un Iglesias que se exhibe también como mártir de quienes pugnan por sacarlo del Consejo de Ministros y que asegura contar con todo su respaldo. «Sólo faltaría», ha manifestado. Pero, es evidente que Sánchez deja hacer a su gusto a su vicepresidente, lo que implícitamente es una forma de hacer a la espera de si, al cabo del año, como con Guerra, lo deja caer. No le será fácil. Como advierte en su Homenaje a Cataluña Orwell, que conocía bien el percal de cuando luchó como miliciano trotskista en la Guerra Civil, los comunistas, como enemigos, son temibles; pero mucho peor es tenerlos en el mismo bando.

En el común propósito de finiquitar el régimen constitucional y precipitar la caída de la Monarquía aprovechando el fulcro del escándalo del abdicado Rey don Juan Carlos para socavar la legitimidad del hijo, Iglesias actúa como adelantado de una estrategia que va más allá de una cortina de humo que le haga inviolable e impune ante la Justicia y que arropa Sánchez. Lo hace abriendo falsos debates sobre la inviolabilidad real –como si fuera privilegio de monarcas, y no de jefes de Estado, como se ve en la republicana Francia con Macron y el Covid-19– y tratando de ningunear al Rey al que osa perdonarle la vida por repudiar al padre.

Al tiempo, Moncloa supedita la agenda de don Felipe y cada dos por tres ocupa su lugar en el protocolo de Estado transformando su papel de primer ministro en Jefe de Estado. Esta querencia empezó en su primera celebración de la Fiesta Nacional como presidente en el Palacio Real y tiene su última plasmación en la convocatoria del Homenaje a las víctimas del Covid-19 de este jueves tras ser reconvenido hace días en el acto de reapertura de la frontera hispanolusa. Más que actos fallidos, tal contumacia encierra una ambición indisimulable que pronto puede asomar con una pregunta al efecto del CIS de Tezanos maniobrando como vagón de arrastre de esta estrategia.

Por eso, a Sánchez le parecen «perturbadoras e inquietantes» las revelaciones sobre «la fortuna oculta del rey emérito» –que lo son– sin esperar a pronunciamientos judiciales, mientras aguarda a estos para referirse al fraude procesal de su vicepresidente sin que se «distancie claramente de esas supuestas prácticas reprobables», como ha hecho la Casa Real. Más que proteger a Felipe VI, parece empujarle a un cambio de régimen que pasa por descoronar el Estado. De ahí que, como en la novela de Sciascia, quien aprendió de Borges que «las únicas cosas ciertas eran las coincidencias», no hay listón que valga entre estos dos extraños compañeros de cama apellidados Sánchez e Iglesias como tampoco para el cura concubino. A cada cual, lo suyo.

Francisco Rosell, director de El Mundo.

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