Sánchez en el bolsillo de Rabat

Los dos anuncios más sorprendentes de la era Sánchez se han producido con sólo mes y medio de intervalo. Ambos de manera, en cierto modo, intempestiva. Y, por lo que parece, con sospechosas conexiones entre sí.

El viernes 18 de marzo nos enteramos a través de un comunicado de la Casa Real marroquí de que cuatro días antes el presidente Sánchez había enviado una carta al rey Mohamed VI apoyando su plan de autonomía para el Sáhara. Era un viraje radical y brusco tras casi medio siglo de respaldo a la autodeterminación del territorio, en línea con la doctrina de la ONU.

Se desmoronaba así una posición que el Gobierno de Sánchez había definido como "constante", reiterándolo en hasta 18 ocasiones por escrito. Al menos media docena de ellas, con posterioridad a la carambola del 10 de diciembre de 2020. Ese día, Trump alineó a Washington con Rabat respecto al Sáhara, a cambio del reconocimiento alauí de Israel; y la ministra Laya fue la última en enterarse pese a estar en Tel Aviv.

Sánchez en el bolsillo de RabatTan inesperada fue la voltereta de Sánchez que inmediatamente surgieron tres preguntas: ¿lo sabía Argelia?, ¿lo sabía Podemos?, ¿lo sabía el PP? Moncloa y Exteriores contestaron que sí a lo primero, pero fueron destempladamente desmentidos por el gobierno argelino; Yolanda Díaz admitió haber sido avisada un poco antes que el resto de los españoles; y Albares vino a reconocer que se le había olvidado llamar a Feijóo, ya para entonces líder in péctore del PP.

Quedaba una cuarta cuestión nada menor: ¿qué pensarían los cuadros y militantes del PSOE, tan implicados históricamente con la causa saharaui? El inicial desconcierto ha ido sedimentando desde entonces en algo a mitad de camino entre el desgarro emocional y la sumisión al pragmatismo presidencial. Nadie ha levantado la voz ni a Sánchez le ha fallado ni un voto de los suyos. Pero el desapego ante una decisión cada día más incomprensible por la falta de contrapartidas es crecientemente palpable.

Sólo su grupo respaldó a Sánchez cuando viajó a Rabat el 7 de abril y tras cenar con Mohamed VI se hizo pública una declaración conjunta ortopédicamente titulada "Nueva etapa del Partenariado (sic) entre España y Marruecos". La falta de referencia alguna a Ceuta y Melilla y la paulatina constatación de que todas las presuntas concesiones marroquíes no eran sino un retorno al statu quo previo a la ruptura unilateral por el caso Ghali llevaron a una conclusión desoladora: Sánchez había aceptado el castigo de la pérdida de la neutralidad en el Sáhara simplemente para hacerse perdonar la forma chapucera en que su Gobierno había cumplido el deber humanitario de atender a un enfermo.

¿Por qué Sánchez había pagado un precio tan alto de carácter estructural para zanjar lo que en las siempre accidentadas relaciones con Rabat no dejaba de ser un episodio de mucha menor entidad que, por ejemplo, la toma de Perejil?

La prensa argelina hizo entonces insinuaciones inconcretas que apuntaban a algún tipo de chantaje personal al que Marruecos estaría sometiendo a Sánchez. Algo que ahora adquiere una nueva dimensión tras las revelaciones que apuntan a los servicios marroquíes como autores de la sustracción de miles de comunicaciones del teléfono móvil de nuestro presidente.

Jaume Asens, presidente del grupo de Unidas Podemos, lo planteó con lucidez: "Es legítimo pensar que estos gigas que le han robado al presidente del Gobierno en su móvil tienen alguna cosa que ver con el cambio de posición del Gobierno de España con el Sáhara".

Estaríamos, si fuera cierto, ante un escenario de pesadilla que podría condicionar nuestro futuro tanto o más que el 11-M, auténtico gozne de la historia española contemporánea sobre el que, por supuesto, sigue planeando la sombra de Rabat.

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Lo peor en este caso es que es el Gobierno quien nos ha lanzado de bruces contra esa probabilidad, advirtiéndonos a la vez que no es capaz de desmentirla ni confirmarla. En medio siglo de periodismo político nunca he visto una comparecencia tan absurda y errónea como la de los ministros Bolaños y Rodríguez este lunes. Convocar a la prensa a las 7 de la mañana de un festivo 2 de mayo para anunciar dos horas después que el presidente y la ministra de Defensa han sido espiados, sólo tiene sentido si hay un desenlace en ciernes.

Pero la denuncia presentada ante la Audiencia Nacional carece de recorrido alguno, una vez que la propia directora del CNI ha declarado ante la Comisión de Secretos del Congreso que ni sabe quién ha sido ni cree que logren averiguarlo nunca. ¿Para qué autoflagelarse entonces con el reconocimiento de esa brecha de seguridad que nos desprestigia como Estado a dos meses de la cumbre de la OTAN?

La invocación del principio de transparencia es completamente inconsistente. Un Gobierno no está obligado a contar todo lo que sabe y menos en tiempo real. Por algo ironizaba Joaquín Garrigues que si los españoles escucharan las deliberaciones del Consejo de Ministros se aglomerarían en los aeropuertos para huir en masa del país.

En la antesala de los secretos oficiales debe haber un lógico espacio para la discreción y la prudencia. Máxime cuando a nada que se escarba topamos con una mezcla de pasmo y negligencia en todo lo relacionado con la ciberseguridad. ¿Por qué no se ha reunido en más de un año la Comisión Delegada para Asuntos de Inteligencia que para sorpresa de propios y extraños preside Nadia Calviño? ¿Cómo es posible que el jefe de ciberseguridad del Centro Criptológico adscrito al CNI alegara públicamente que tenemos "una defensa chunga" frente a los ciberataques sin que nadie hiciera nada por remediarlo?

Desvelar a primera hora de la mañana del lunes que en una frenética madrugada del sábado se había descubierto un robo masivo de información sólo podría entenderse si contribuyera a facilitar la captura de los ladrones. Pero un ciberespía que emplea una herramienta sofisticada como Pegasus no es alguien que llame la atención a sus vecinos por comportarse de manera extraña. Ni siquiera tiene que actuar desde el territorio nacional.

La concatenación en el tiempo de este Pegasus II, que por analogía hemos llamado 'Sánchezgate', con el Pegasus I, que los separatistas bautizaron como 'Catalangate', ha hecho inevitable la conjetura de que se desveló el segundo para diluir la trascendencia del primero. No cabría estrategia más necia. En el plano ético, supondría equiparar unas investigaciones legales con autorización judicial con acciones delictivas contra la soberanía nacional. Y en el táctico, confiar en el sentido de la mesura de los independentistas catalanes.

Los hechos han demostrado que no sirvió de nada enviar a Bolaños a dar explicaciones a la Generalitat, sobre todo cuando el Gobierno ya sabía que el propio Pere Aragonès había estado bajo la lupa del CNI, con aval de la Justicia. Como tampoco ha servido cambiar las normas del Congreso, para reunir la Comisión de Secretos y poner al CNI a los pies de los caballos, excepto para crear dos nuevos enigmas: por un lado, si el CNI sólo espió a 18 de los 63 incluidos en la lista de Citizens Lab, ¿qué ocurrió con los 45 restantes?; por el otro, ¿cual fue el motivo para espiar al entonces vicepresidente de la Generalitat e interlocutor del PSOE en las negociaciones para la investidura de Sánchez?

Este segundo enigma no puede quedar sin respuesta. Una vez que el Gobierno ha llegado hasta aquí, no puede quedarse a medias. Tenemos derecho a saber si el hoy presidente de la Generalitat estaba conspirando para destruir al Estado o si el equipo de Sánchez trataba de tener ventaja en las negociaciones de esos meses. La desclasificación de los documentos que afectan a su caso parece imprescindible.

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Sea como fuere, todas las maniobras de Sánchez para intentar recuperar los 13 votos de Esquerra, de cara a completar la legislatura, han fracasado estrepitosamente. Es obvio que otro tanto ocurrirá con el informe que el Defensor del Pueblo está elaborando con la propia información del CNI.

Le queda la última baza de su propia comparecencia ante el pleno del Congreso. Ni el mejor ungüento mágico que combinara depuradas dosis de vaselina y lanolina haría tragar a los grupos de izquierdas la versión ingenua que puede ofrecer el presidente. Con el agravante de que al haber mezclado Pegasus I con Pegasus II va a ofrecer dos flancos simultáneos a sus cuchillos fraternales: el de la guerra sucia -controlada o descontrolada- y el de la traición al Sáhara. Y encima a costa de abrir una grieta entre Margarita Robles y Bolaños, sin duda las dos figuras clave de su Gobierno, enzarzadas en el toma y daca de quién era responsable de impedir los ciberataques.

Pero incluso todo esto es anecdótico si reparamos en la situación en la que quedan las relaciones con Marruecos. Por si el qui prodest no fuera suficiente, el Gobierno alimentó decisivamente la sospecha al incluir en su denuncia sin recorrido el dato fundamental de que la primera intromisión en el teléfono de Sánchez se había producido el 19 de mayo, al día siguiente de su visita relámpago a Ceuta con motivo del gran asalto a la valla. La revelación de The Guardian de que un "único cliente" al que identificaba con Marruecos había encargado el espionaje de 200 teléfonos españoles ya en 2019 completó la muy verosímil conjetura.

Sólo Sánchez sabe qué podía haber en su teléfono cuando sufrió ese saqueo informático. Ha sido el propio Asens el que le ha supuesto víctima de un "chantaje" para pedir la "reformulación" de la posición sobre el Sáhara. Pero un presidente que fuera rehén de una potencia extranjera, no tendría que "reformular" una posición política concreta sino la propia continuidad de su vida pública. El infectado no sería el móvil del presidente sino el propio presidente, pues estaríamos ante una versión 4.0 de aquel "manchurian candidate" de la película de Frankenheimer, sometido a un "lavado de cerebro" durante la guerra fría para favorecer los intereses comunistas.

La perpetuación de esta hipótesis marroquí, compatible con las que señalan a los servicios de Putin o al propio montaje de un CNI paralelo en Cataluña, conectado tanto con Rabat como con el Kremlin, no es un inconveniente menor en esta España siempre receptiva a las más enrevesadas elucubraciones. Si Sánchez sigue primando las relaciones con Marruecos a costa de deteriorar los lazos con Argelia y desplazar el equilibrio diplomático en la zona, se extenderá la especie de que en su móvil había algo altamente comprometedor. Si por el contrario vuelve a alejarse de Rabat, pese al respaldo de Washington y la UE, cundirá la idea de que es la venganza que se sirve fría como respuesta al espionaje.

No le arriendo la ganancia a nuestro presidente tras este incomprensible anuncio público de la violación de sus secretos. Si antes eran muchos quienes alegaban que, a base de alternar el palo y la zanahoria y conseguir buenos padrinos, Mohamed VI había logrado meterse a Sánchez en el bolsillo, ahora lo mantendrán en el sentido literal del término.

Pedro J. Ramírez, director de El Español.

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