Sánchez en la noche de los espejos rotos

No hay que ser un agudo analista político para darse cuenta de que la actual legislatura nacional está finiquitada. La emergencia provocada por la pandemia mundial del coronavirus ha dejado desarbolado el mandato de Pedro Sánchez y Pablo Iglesias. No hay proyecto legislativo que el Gobierno de coalición no tuviera en el morral que no se vaya a ver radicalmente afectado –o simplemente arrinconado en el fondo del cajón– por el efecto de esta mortal epidemia.

Todos los españoles han cambiado sus prioridades en estas últimas semanas, al igual que lo ha hecho de manera drástica nuestra vida familiar, laboral y social. El Gobierno sería muy ciego si no se diera cuenta de que también debe aparcar las antiguas prioridades de la agenda de la coalición ante la hecatombe económica y social que se augura, con el riesgo de un rescate por parte de los socios europeos. En estas circunstancias, los planes acordados entre los dos partidos de la coalición, así como las hojas de ruta de cada uno de ellos y los compromisos adquiridos con sus socios de investidura, particularmente los secesionistas catalanes, se antojan una desubicada ficción ante el golpe brutal que la realidad ha propinado al destino de España.

Solo una semana y media antes de la declaración del estado de alarma, la acción del Gobierno se concentraba con todas sus fuerzas en anunciar a la sociedad española la inminente declaración del piropo como delito leve en el Código Penal. Invito al lector a repasar los titulares de los medios de comunicación entre el 3 y el 4 de marzo para corroborar lo que digo. Esa era una de las novedades de la llamada ley Montero, cuya promoción como una de las piedras angulares de la legislatura había llevado al Ejecutivo a hacer converger todos sus discursos y esfuerzos en la difusión de la convocatoria de las manifestaciones feministas del 8-M por toda España, singularmente en Madrid.

Nada que no sea legítimo dentro de la libertad de actuación que un Gobierno posee en cumplimiento de sus compromisos con los electores, si no fuera porque se hizo de modo muy imprudente, como han denunciado los expertos, al desatender al mismo tiempo todas las señales de alarma que, de modo claro y evidente, señalaban la inminencia de la explosiva difusión de la letal epidemia.

No hay sueño de legislatura de la coalición gubernamental que no se vea profundamente trastornado por el súbito despertar en medio de esta cruenta pandemia. Los compromisos en políticas sociales habrán de reorientarse por fuerza a la vista de las necesidades urgentes que está ya provocando el parón de la economía. Si a ello se suman las condiciones de un hipotético rescate, el cartel electoral de la coalición socialista y neocomunista se vendrá literalmente abajo al no poder tirar de déficit para sufragar el elevado gasto público que entrañaban sus propuestas de campaña. Las políticas fiscales anunciadas con el consabido aderezo demagógico tendrán que enfrentarse a la angustia de familias, autónomos y empresas ante el desplome de sus ingresos, el cierre de sus negocios y la pérdida de sus puestos de trabajo.

Qué decir de la anunciada ley de eutanasia ante la trágica mortandad que el coronavirus está causando en la población española mayor de 70 años. No comparto de ningún modo la acusación de que el Gobierno la esté aplicando de facto, sobre todo, por lo que supone de grave insulto a la ética de nuestros profesionales sanitarios, pero será muy difícil que Sánchez e Iglesias convenzan a la opinión pública de la conveniencia de legislar una materia que en la conciencia de los españoles se identifica fuertemente con la situación sufrida por nuestros mayores en esta epidemia.

Pienso también en la tan traída reforma de la llamada Ley de Memoria Histórica, pilar fundamental de esta legislatura, que tanto para Sánchez como para Iglesias era el báculo mesiánico con el que iban a guiar al pueblo desde el régimen del 78 a la nueva tierra prometida republicana donde los partidos de derechas no pudieran aspirar nunca más a ser alternativa de poder en igual legitimidad que los de izquierdas.

No creo que la sociedad española vaya a respaldar la tentativa del Gobierno de acordar con sus socios el plan de derribo de la España constitucional cuando apremia ponerse a trabajar en sentido contrario, por el fortalecimiento de todos nuestros resortes institucionales para blindar la respuesta del conjunto de la nación ante la crisis que se nos echa encima.

Pero, más allá de esta urgencia, ¿comprenderá la sociedad española que para el Gobierno vuelva a ser prioritario manosear el recuerdo de una Guerra Civil de hace más de 80 años cuando estamos viendo cómo mueren solos, sin la mano afectuosa de sus hijos, nietos o bisnietos, los miembros de la última generación de testigos y supervivientes del conflicto? ¿Podrá el Gobierno situar la guerra de 1936 en la centralidad política de lo que resta de legislatura, mientras intenta hacer olvidar una tragedia de nuestro tiempo que se ha cobrado ya más muertos que la media de cualquier mes de aquella contienda y ha puesto en primera línea de fuego a quienes la sobrevivieron?

España, con más de 21.000 muertos oficiales hasta el momento, a la espera de su definitiva cuantificación, lidera algunos de los más negros récords mundiales de la epidemia. Por el modo en que Sánchez viene reaccionando en las últimas semanas ante este desastre, se diría que aún no ha asumido con todas sus consecuencias que la etapa abierta después de su investidura se ha cerrado abrupta y trágicamente.

Hay una suerte de melancolía que tiene atrapado al jefe del Ejecutivo en la nostalgia del tiempo en que gustaba de las mieles del triunfo contra todo y contra todos. Sánchez se resiste a aceptar que ese tiempo se ha acabado y prueba de ello son sus apariciones ante la televisión en Moncloa, con sus interminables monólogos ante un espejo cambiante pero siempre quebrado en mil pedazos. Monólogos en los que, lejos de convencer a los españoles de su autoridad y competencia para afrontar la crisis, parece querer convencerse a sí mismo de que todo volverá a ser como antes.

Por eso, pese a anunciar solemnemente su propuesta para firmar un gran pacto de Estado con los partidos de la oposición, Sánchez se obstina en ser el de siempre: aquel que pactó consigo mismo no ver nunca su imagen rota en ningún espejo pasara lo que pasara, incluso al precio totalitario de legitimar el recorte de derechos y libertades fundamentales como los de expresión e información.

En esa noche de los espejos rotos en la que está sumido, los reflejos deformantes de la propia memoria histórica le devuelven a Sánchez una sola silueta sin desfigurar en la que ver proyectado su destino: la del dirigente de su partido Francisco Largo Caballero, que perdió la jefatura de Gobierno en la primavera de 1937, en plena contienda fratricida, víctima de su propia ansia por permanecer en el poder y de la de sus socios comunistas por acapararlo. Acaso Sánchez no tarde en descubrir que la suya es la misma suerte que la que corrió entonces el llamado Lenin español, de quien Azaña decía que cuando despachaba con él tenía la impresión «de que estoy hablando a un muerto».

Pedro Corral es periodista, escritor y diputado del PP en la Asamblea de Madrid.

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