Sánchez, ese líder reconocido (de película)

Sánchez, ese líder reconocido (de película)

No es ninguna novedad que Sáncheztein es el personaje de las mil y unas caras como aquí se tituló en septiembre de 2019 una de estas cartas dominicales evocando el personaje de Scott Fitzgerald que, en el curso de una fiesta, se transfiguraba acomodándose a quien le rodeaba y cuya singular historia Woody Allen llevó a la pantalla en 1983 retratando al camaleón humano Leonard Zelig. Bastaba que pasara unos minutos con un asiático para que sus ojos se rasgaran; que saludara a un obeso para que su estómago se hinchara; que se situara junto a un judío para crecerle las barbas; o que estuviera en compañía de un negro para que su piel ennegreciera tornando incluso de votante demócrata a republicano en función de la adscripción ideológica del vecino.

No es de extrañar que al cineasta neoyorquino se le fueran de madre los costes de producción en efectos especiales y en caracterizar al actor Allen en los múltiples Zelig, como a Sánchez el presupuesto en asesores y maquillajes para ser el político de todas las estaciones, hasta que la psicoanalista que interpreta Mia Farrow averigua que todo obedece a la inseguridad de quien se siente más seguro con su extravagante proceder. Mas allá del continuo trajín de atuendos y cosméticos para representar al misceláneo personaje, a Allen no le debió suponer una gran dificultad interpretarlo dado que él mismo es un perfecto y neurasténico Zelig.

En cierta forma, Pedro Sánchez es una suerte de Zelig político que se vale de la mentira como máscara cosmética. Lo hace con tal delectable pasión que, más que una herramienta política, es consustancial a quien se ha instalado en el embuste y quizá ya no pueda sobrevivir sin él. De hecho, su conducta como gobernante sería incomprensible sin ese recurso permanente a mentir. Casi sin reparar en ello como el personaje de Molière que hablaba en prosa sin percatarse. De no ser así, no se justificaría su incapacidad cuasi congénita, sino enfermiza, de Noverdad Sánchez para desdeñar la substancia de las cosas.

A diferencia del infeliz donnadie Zelig, quien se transformaba en el otro para encubrir su patológica inseguridad, a Sánchez el uso constante y múltiple de todo tipo de mentiras le hace conducirse como esos psicópatas que diagnostica el profesor canadiense Robert D. Hare en su test sobre la perturbación de la personalidad y que él acredita con su nula empatía, su escasa inteligencia emocional y su incapacidad para discernir el bien del mal. En esa desfiguración de valores, los límites éticos son una incomprensible debilidad de los demás, aunque presuma públicamente de ética como mero ardid.

No todos los narcisistas, como Sánchez, son psicópatas, desde luego, si bien exhibe un falso complejo de superioridad que se manifiesta en su irritabilidad al ser contrariado y que, sin llegar a la agresión, se trasluce en la violencia contenida de su lenguaje corporal. En cualquier caso, la psiquiatría tiene claro que al psicópata no le frenan los argumentos morales o el miedo a producir estragos a sí mismos o a los demás, ni tampoco el descubrimiento de sus felonías, sino sólo la ley, si es que ésta no ha sido corrompida previamente hasta propiciar que las democracias degeneren en tiranías fiadas a quienes abusan del poder con la moneda falsa de una mentira que se desecha si está sola y es de curso legal si engrosa un montón. Más cuando, según la fábula de Samaniego, «el vulgo, pendiente de sus labios, más quiere un charlatán que a 20 sabios».

Por encima de la zarabanda de mentiras y de que la verdad fue la primera víctima del sanchismo desde antes de llegar al poder en su concepción de la política como una modalidad de guerra, el presidente del Gobierno instrumentaliza cada excepcionalidad de este imposible tiempo histórico para dotarse de atributos extraordinarios y soslayar el control democrático hasta elevar a cuestión de Estado cualquier asunto de su particular conveniencia con el desparpajo del que rebaja la razón de Estado a hacer lo que le pete.

Lo ha hecho en estos dos años de pandemia a causa del covid, negando primero la realidad aplastante de una mortandad terrible con sus estupefacientes alocuciones ante el espejo de la televisión para luego endosársela a las autonomías para que allá se las aviaran ellas sin medios ni paraguas jurídico preservándose las buenas noticias mientras se arrogaba potestades de jefe de Estado a costa de Felipe VI, y aplica el mismo manual con ocasión de la invasión rusa de Ucrania. Así, achaca a Putin todos los desastres de su negligencia económica desde antes de que el sátrapa cruzara con sus tanques la frontera del hostigado país vecino, mientras presume de ardor guerrero tras querer suprimir el Ministerio de Defensa y detraer fondos de la seguridad nacional para gastos clientelares que sólo redundan en quienes saquean las arcas del Estado en su provecho. Todo un dechado de impostura.

Como únicamente vela por su interés, a Sánchez tanto le da que sus socios de Gobierno de Podemos acusen al PSOE de ser el partido de la cal viva con González y ahora el de la guerra, o que sus aliados escupieran a su ministro Borrell, como hacen con el Rey, sin destituir a unas ministras que encubren de esa guisa su criptoputinismo a la espera de mejores tiempos, o sin deshacer sus pactos con quienes lo agarran del ronzal. Cuando reclama sentido de Estado a la oposición sin poseerlo y sin renunciar a quienes le sostienen, lo que persigue es anularla, a la par que se erige en el Petronio de las elegancias democráticas al creerse con derecho a privarla de autonomía para sus pactos postelectorales. Cuando él los suscribe hasta con el diablo tras desmentirlo más veces que San Pedro a Jesús, como le vaticinó que haría antes de cantar el gallo.

En suma, quien pacta con partidos golpistas contra la integridad territorial de España, con el brazo político de un grupo criminal como ETA o con un conglomerado neocomunista valedor de la autodeterminación y detractor de la Constitución, le veta al PP convenir con una agrupación que no ha rebasado esos límites ni procura tales designios. Sánchez ejemplifica el sectarismo excluyente del mismo bloque de gobierno que tendió un cordón sanitario en derredor del Partido Popular con el Pacto del Tinell y que conspira para que éste no retorne jamás al Gobierno obstruyendo la alternancia a base de agitar el fantasma de la extrema derecha.

En justa correspondencia, estos adanistas que se han encontrado con una democracia regalada que socavan como termitas hubieran impedido que socialistas y comunistas se avinieran con señeros franquistas para hacer posible la democracia empezando por Adolfo Suárez y siguiendo por Manuel Fraga, ex ministros de la dictadura, sin los cuales no se hubiera forjado el sistema constitucional ni consolidado el Estado de las Autonomías, amén del propio Rey Juan Carlos al que Sánchez usa de badana contra Felipe VI.

A este respecto, clama al cielo que, aprovechando su viaje a Riga para visitar a las tropas de España en la OTAN, buscara a los periodistas para pedirle explicaciones al emérito después de ser archivado el proceso abierto por la Fiscalía sobre sus negocios privados. Lo hace quien rehúsa darlas sobre sí mismo empezando por su fraudulenta tesis doctoral y siguiendo con el otorgamiento de anómalas cátedras conyugales a costa del Presupuesto, por no hacer la lista interminable. Siempre habla quien más tiene que callar. Como aconseja Jonathan Swift en sus Instrucciones a los sirvientes, para no responder de sus faltas, Sánchez se muestra insolente y descarado comportándose como si fuera la persona agraviada y así tratar de enmudecer a los que él agravia.

En esa tesitura, el presidente electo del PP, Alberto Núñez Feijóo, no puede ignorar con quién se juega los cuartos y el crédito. Luego del nefando cambalache de su antecesor Casado al posibilitar, por ejemplo, que los golpistas catalanes sufraguen sus avales con fondos públicos después de entregarles el control del Tribunal de Cuentas y de justificar plenamente el otro día en París su defenestración al servirle en bandeja a Sánchez la demonización del concierto político con Vox en Castilla y León cuando él, en la penúltima campaña, había prometido gobernar con Abascal para que no se le escaparan votos a un asolado PP. Con los mimbres que gobierna Sánchez no se puede hacer un canasto de Estado -a modo de Pactos de la Moncloa- que afronte una situación embarazosa a la que no ayuda quien debiera ser su promotor y artífice como jefe del Ejecutivo.

Por contra, Sáncheztein alienta un enfermizo culto a la personalidad como prueba esa docuserie televisiva que se anuncia a su mayor gloria. En su divinización cesarista, la vicepresidenta Nadia Calviño da su Hosanna jubiloso y agradece a Dios tener al mando del Gobierno a «una persona muy respetada y querida en el ámbito internacional, líder reconocido, muy sereno, que sabe mantener la calma en estas circunstancias».

Inevitablemente, ese acercamiento cinematográfico al Sánchez que nadie conoce evoca aquel documental encomiástico de Franco que, a cuenta de las celebraciones de los 25 años de paz transcurridos desde el fin de la Guerra Civil, dirigió José Luis Sáenz de Heredia, autor a la sazón de la película Raza rodada sobre un guión del propio dictador. No se sabe si, al igual que en Franco, ese hombre, el director de Sánchez, ese líder reconocido, acabará con una secuencia final en la que, haciendo las veces de Sáenz de Heredia, aparezca en pantalla, mientras Sánchez se admira a sí mismo en el cine de La Moncloa, para preguntarle su parecer sobre su hagiografía en celuloide y sobre otros pormenores de Estado.

Puro surrealismo, sin duda, de quien vive narcísamente ante del espejo oscuro de su ambición y, ya que no puede embarcarse como González en el Azor de Franco por estar desguazado, sigue la estela cinematográfica del dictador al que desenterró del Valle de los Caídos. A lo que se ve, el carácter circular de la historia no sólo se observa en el campo de Marte de Ucrania sino también en el agreste paisaje político español.

Francisco Rosell, director de El Mundo.

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