Las fake news constituyen, parece ser, una de las grandes preocupaciones de nuestro tiempo. La crisis de la verdad degrada el discurso racional y la cultura democrática. Desde luego se han escrito en la última década centenares de artículos y decenas de libros, algunos de ellos muy brillantes. Muchas veces se hace hincapié en la dificultad de distinguir lo verdadero de lo falso, cuando lo relevante es que el desprecio consciente por los hechos actúe ahora como herramienta de cohesión tribal: estamos en la era de la postverdad.
En torno a ese concepto se ha espectacularizado el debate, han surgido infalibles verificadores y las escuelas universitarias para periodistas ofrecen entre sus maestrías más atractivas la del fact checking. Pedro Sánchez concluirá, sin embargo, la legislatura impasible el ademán: nunca había estado tan normalizada la patología de la mentira institucional. Tanto que ya ni siquiera llama a escándalo.

La reforma promovida por el PSOE y ERC que derogó la sedición y rebajó las penas por malversación en plena atmósfera de shock autoritario de diciembre se aprobó bajo el nombre de «ley orgánica de transposición de directivas europeas y otras disposiciones para la adaptación de la legislación penal al ordenamiento de la Unión Europea».
Qué evidencia más elocuente de la institucionalización de la mentira que una ley que afecta a elementos básicos de la convivencia y es mentira desde el mismo título. La Exposición de Motivos a continuación abunda en todo tipo de falsedades y farfolla para tratar de dotar de apariencia formal a su propósito arbitrario y corrupto de beneficiar a las concretas personas que provocaron la ruptura emocional del país pero podían permitir la continuidad de Sánchez al frente del Gobierno.
Pues bien: resulta ahora que es verdad que la Comisión Europea, concernida por el destino que pueda dársele a los fondos Next Generation, sí pretende armonizar las leyes penales que regulan los delitos de corrupción en los Estados miembro, pero en sentido exactamente opuesto al de relajar los castigos para quien no se apropie del dinero sino que lo destine a fines ilícitos, que fue lo que permitió el Gobierno para intentar disculpar a quienes además de malversar fondos públicos lo hicieron para subvertir el orden constitucional.
El artículo 9 de la Directiva que propone Bruselas define la malversación como «la comisión, el desembolso, la apropiación o el uso por un funcionario público de bienes cuya gestión se le confía directa o indirectamente en contra de la finalidad a la que estaban destinados», sin más distinciones, y establece que la pena máxima deberá ser de al menos cinco años. La propia memoria justificativa destaca que España es ahora el país con sanciones más bajas. Y, por supuesto, no menciona el enriquecimiento ilícito.
Pillado en mentira, al próximo presidente de turno del Consejo de la UE le dio igual. Con la habitual dosis de cemento armado, Sánchez despachó la controversia con desdén marca de la casa: «A España le coge con los deberes hechos». Y pista. Ese cinismo, ese descaro, ese cuajo, esa ausencia de complejos dan forma al elemento que distingue la postverdad -«un estado de cosas en el que la verdad no importa», según la cita clásica de Arcadi Espada- de una vulgar falsedad.
No se trata ni siquiera de engañar a nadie, porque a nadie se le escapa que la única intencionalidad real era conceder un privilegio a su socio Oriol Junqueras, sino de exhibir una determinación en la mentira que actúe como apero identitario ante los convencidos. Sánchez trabaja con la conciencia performativa de que no existen la centralidad ni los espacios de acuerdo, sino dos bloques sellados y enfrentados que no dialogan ni se escuchan: la polarización estratégica del no es no.
Esa inclinación natural de Sánchez, su manera de ejercer el poder, abrasa el prestigio personal de todos cuantos se acercan. La portavoz del Gobierno, Isabel Rodríguez, llegó al Ejecutivo con el precedente de su respaldo a Susana Díaz en las primarias. En su primera comparecencia se comprometió a no hacer nunca desde esa tribuna «consideraciones sobre ningún partido». Pronto se fue deslizando hacia la mentira.
El 15 de noviembre, cuando ya se había anunciado la derogación de la sedición, negó de plano que fuese abordar igualmente la malversación cuando rechazó que el Ejecutivo valorase «ninguna otra iniciativa». Su récord de tres admoniciones por partidismo desde la Junta Electoral es un síntoma de deterioro institucional, pero también del uso frío y descarnado que Sánchez hace de los ministros coartada -Nadia Calviño, Fernando Grande-Marlaska...- que presentan una trayectoria previa de respetabilidad. Como la marca PSOE, todos están al servicio de su proyecto personal.
No es verdad tampoco que no exista el espacio de la centralidad. Las casas demoscópicas calculan entre un 7 y 10% el peso del efecto Sánchez sobre los candidatos socialistas autonómicos y municipales: ésa es la cifra del lastre que para ellos representa el rechazo que suscita el presidente. Esta semana hemos visto a Emiliano García-Page achicando agua de esa influencia tóxica, lanzando medidas contra la okupación, revolviéndose contra la rebaja de la malversación y defendiendo el valor de la convivencia entre los discrepantes. Este 28 de mayo se examinan dos formas de entender la vida.
Joaquín Manso, director de El Mundo.