Sánchez Manostijeras

Para entender los efectos de la derogación anunciada del delito de sedición puede ser instructivo relacionarlos con diferentes afecciones del alma. Comencemos con la melancolía. Si este fuese un debate entre juristas, no le importaría a casi nadie. ¿Es defendible eliminar la sedición y subsumirla en un delito básico de desórdenes públicos con modalidades más leves y graves? Claro. Pero no solo. La actual sedición castiga hechos que no llegan a rebelión -por faltarle a la violencia desplegada una entidad y funcionalidad suficientes para la obtención de alguno de los fines propios de este delito-, pero que son algo más que un simple atentado contra el orden o la paz pública. Lo sabemos porque el Código Penal dice que «Son reos de sedición los que, sin estar comprendidos en el delito de rebelión (...)» y porque, como explicó el Tribunal Supremo, «La diversidad de tipos incluidos en el Título XXII (...) y la gravedad de la respuesta penal asociada a algunos de ellos, constituyen un óbice a ese reduccionismo en la configuración del bien juridico protegido. De hecho, algunos de los delitos de terrorismo alojados bajo la rúbrica de delitos contra el orden público exigen un elemento tendencial, encaminado a «...subvertir el orden constitucional» (...). Son preceptos, por tanto, que desbordan los reducidos límites del concepto de orden público concebido como bien jurídico autónomo». Por tanto, si se tratase de sustituir la sedición por una regulación mejor de las conductas que hoy encuentran encaje en este delito mestizo, solo lo criticarían los potenciales delincuentes. Justo los que aplauden la iniciativa.

Sánchez ManostijerasLos hechos del 1-O realizados por personas que actuaron con violencia sobre las cosas, con intimidación y violencia sobre las personas y ocupando e invadiendo el espacio público encajarían en un delito como el que ahora se pretende introducir respecto de los que materialmente los realizaron; y la introducción de otro tipo específico, como delito contra la Constitución permitirían perseguir penalmente la creación de un aparato paralegal destinado a destruir la integridad de España, y el uso ilegítimo, excesivo y fraudulento de potestades constitucionales como vehículo para la incitación de esas conductas violentas e intimidatorias. Un debate entre juristas no encubriría la impunidad. Pero este no lo es. Es una trampa: pretender que hay que eliminar la sedición porque se trata de una figura de contornos imprecisos, penas excesivas y problemas de encaje con el ejercicio de derechos fundamentales, olvidando la respuesta penal a las conductas más graves que fueron condenadas (tan graves son que deberían encontrarse solo por debajo del golpe violento tradicional). Lo más grave de esta reforma es precisamente lo que falta en ella.

De ahí la segunda afección del alma: la vergüenza. Esta reforma obvia la pregunta capital. ¿Debería la conducta concreta desplegada por los políticos secesionistas merecer un castigo especialmente elevado? Si el abuso y la alegalidad travestida formalmente como actividad parlamentaria y gubernamental, destinados a socavar nuestras instituciones, nuestra Constitución, la integridad de la nación y la indivisibilidad de la soberanía nacional no merecen un castigo especialmente intenso (con expulsión de sus autores de cualquier tipo de vida pública), uno no sabe qué lo merece. Qué vergüenza contemplar al presidente del Gobierno y a los partidos que lo apoyan refugiados en nomenclaturas falsas (eso de que la sedición es un delito decimonónico, cuando la regulación actual se establece en el Código Penal «de la democracia» de 1995) o estúpidas, como si lo que importase fuese el nombre y no la sustancia. A los españoles no les importa una higa que el delito se llame rebelión impropia, sedición o traición, ni cómo se castigue aquí o allá. Lo que les importa es que los que cometen desde el poder gravísimos atentados contra la estructura institucional y la soberanía nacional paguen por ello y, precisamente por eso, se lo piensen antes de iniciar su camino delictivo. Y nos importa a los españoles porque esto ha pasado en España, no en Alemania, Francia, Bélgica o Italia. De ahí que también sea una mascarada la burda y paleta alegación de la necesidad de europeizarnos, en la que tantos han entrado, arrojándose interpretaciones interesadas de definiciones mutiladas y superficiales de códigos extranjeros. Con ello solo le hacemos el juego al trilero.

La tercera afección del alma es la ira. Por el insulto que supone que Pedro Sánchez y sus mariachis nos traten, una vez más, a los españoles como a perfectos imbéciles, al pretender que esta reforma obedezca a algo que no sea su interés particular. Como gestores desleales que arruinan las empresas que dirigen para trocearlas, achatarrarlas y vender sus pedazos, los socialistas han decidido que no pasa nada por privar al Estado de sus protecciones y utilizar las instituciones de forma desviada, degradando o eliminando contrapesos y garantías. No pasa nada porque España les importa menos que su futuro personal inmediato. Por eso pactan con quienes objetivamente desean su fin. Esto no es opinable. El PSOE pacta el futuro de España con quienes incluyen en sus objetivos públicos estratégicos el fin de la nación española y de sus instituciones. Pedro Sánchez es hoy el mayor chatarrero del Reino; una versión siniestra de Eduardo Manostijeras. Patxi López, diputado y portavoz del mayor grupo de diputados en el Congreso, afirmaba que no existía un texto para la reforma. Dos días más tarde tenía que firmar y presentar un documento que le habían redactado otros. Patxi López y sus diputados son instrumentos, las grasientas tijeras en manos de Sánchez, para una política gubernamental que no puede presentarse como tal porque un proyecto de ley implicaría un proceso más largo, más sosegado, con informes obligatorios, y no hay tiempo. No lo hay porque esta reforma es un caso extremo de corrupción, peor incluso que el indulto a la carta: reformar leyes generales esenciales como precio para el apoyo parlamentario de aquellos a los que la reforma beneficia personalmente. Y hacerlo, aunque con ello pongan la nación en peligro.

Las últimas afecciones del alma son la pena y la añoranza. El Código Penal es una última ratio. El baluarte en el que el Estado se defiende de las agresiones más graves. No debe ser una plaza para iniciativas rápidas, para la adaptación circunstancial. Por eso fue tan perjudicial que no se utilizasen mucho antes del 1-O otros remedios constitucionales, con la firmeza de quien cree de verdad en el Estado de derecho. Aunque la deriva enajenada del secesionismo llevaba años anunciándose y hacía años que debimos rearmar al Estado con una respuesta correcta, ponderada y proporcional, la Justicia tuvo que usar instrumentos inadecuados por la molicie y la irresponsabilidad de nuestros políticos. Pero, una vez que se había errado, pudimos extraer del error la enseñanza correcta y promover una reforma legal para prevenir que eso que ya había pasado no se repitiese, con la calma y el estudio necesarios. Es difícil no añorar una España con dirigentes que hubiesen creído de verdad en nuestro sistema democrático y en la fuerza de nuestras instituciones. Han pasado cinco años; esto ya no es legislar en caliente. La molicie y la irresponsabilidad han dado paso a la venta de saldos, a la traición a los ideales ciudadanos y al pacto con los que se enorgullecen de sus asesinos y los que quieren apropiarse del patrimonio común por la fuerza. La deshonestidad y la mentira masivas dirigen el destino de nuestro país. Todo en esta reforma es falso. Es falso incluso lo que pueda ser cierto. Porque la mancha de impostura es tan profunda que tiñe con su hedor cualquier argumento, cualquier intento de creer en intenciones correctas. «El primer rasgo de la corrupción de las costumbres es el destierro de la verdad», afirma Montaigne. El último, añado yo, es que no nos importe. A Sánchez no le importa en absoluto. La pregunta pertinente es si todavía nos importa a los españoles.

Tsevan Rabtan es abogado.

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