Sánchez, Marlaska: es hora de “matar la historia”

Cuando, a partir del 17 de noviembre, los lectores se abalancen a las librerías para hacerse con la primera parte de mis memorias que lanzará Planeta, se encontrarán enseguida con la reconstrucción de mi primer encuentro con Ben Bradlee, el mítico director del Washington Post. Sánchez y Marlaska deberían tomar buena nota de lo más importante que me dijo hace casi medio siglo.

Hablamos, por supuesto, de la investigación del caso Watergate. De hecho, era el día en que la Justicia tenía que tomar la decisión clave sobre la entrega de las cintas incriminatorias para Nixon. La conversación comenzó con la incertidumbre en torno a la resolución y concluyó con la euforia de que había sido favorable al periódico.

El contexto es importante porque, incluso en ese momento de apoteosis del periodismo de investigación, encarnado por Woodward y Bernstein, en lo que más me insistió Bradlee fue en la “prudencia” que debía mantener un director, en función del curso de los acontecimientos. En concreto, me explicó que "uno de los escenarios más frustrantes” era descubrir que una pista resultaba ser falsa, tras haber invertido tiempo, dinero y energías persiguiéndola. Un buen director debía ser capaz de "matar la historia" -“to kill the story”-, contraviniendo el tópico y permitiendo que "la realidad te estropee un buen titular".

Sánchez, Marlaska: es hora de “matar la historia”Me he encontrado muchas veces ante situaciones así y siempre he procurado seguir aquel consejo, hasta el extremo de convertir en timbre de orgullo el cambiar de opinión cuando los hechos desmienten tus primeras impresiones o prejuicios. Frente al sostenella y no enmendalla que tantas veces caracteriza la tozudez hispana, hay que saber desmontarse del tigre y “matar la historia” a tiempo.

Cuidado, eso no significa renunciar a la búsqueda de la verdad cuando esta se muestra emboscada y esquiva. Cien años que pervivan enigmas sobre hechos sustanciales de nuestra historia reciente, cien años que deberemos empeñarnos en tratar de esclarecerlos. Pero cuando los hechos emergen incontrovertibles, en abierta contradicción con una percepción previa, la ética de la objetividad nos exige “matar la historia”. Y si esa es una obligación moral para la prensa, también lo es para los políticos. No digamos para los gobernantes y muy especialmente para todo un ministro del Interior y todo un presidente del Gobierno.

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Es muy grave que este viernes se mantuviera la reunión de la Comisión contra los Delitos de Odio, convocada el lunes por Sánchez bajo el impacto de la agresión de los ocho encapuchados homófobos de Malasaña, cuando desde el miércoles todos sabíamos que fue una patraña. Y es muy grave que este sábado se mantuviera la manifestación convocada por partidos, sindicatos y asociaciones de izquierdas para protestar por esos hechos como si realmente hubieran sucedido.

Ambos episodios demuestran que hay una parte de la sociedad española, sobre todo entre sus líderes de opinión, que es incapaz de “matar la historia”, empíricamente desmentida, y prefiere el confort de una mentira conveniente al desajuste de unos hechos probados en sentido contrario a lo previsto. Sólo faltó que el propio trolero que tuvo en vilo a España durante tres días con un monumental embuste, encaminado a tapar una infidelidad doméstica, fuera quien llevara uno de los palos de la pancarta.

Es lamentable que Pedro Sánchez, que dice encabezar un movimiento social contra las “fake news”, se haya abrazado a las más flagrante de cuantas hemos visto circular últimamente para alimentar las fantasías maniqueas del sector más radical de su Gobierno.

Y ya pasa de castaño oscuro que el mismo ministro del Interior que permitió al menos con su pasividad las agresiones a Ciudadanos en el Orgullo de 2019 y trató luego de tapar su trascendencia; el mismo ministro del Interior que mintió descaradamente al Congreso sobre las circunstancias del cese del coronel Pérez de los Cobos; el mismo ministro del Interior que dramatizó los envíos de sobres con balas en la campaña de Madrid, sin ser capaz de haber encontrado aún a los remitentes; el mismo ministro del Interior que aireó como cuchillo chorreando sangre lo que no pasaba de ser una navajita manchada de pintura por un demente inofensivo, vuelva a estar bajo fundada sospecha en este episodio.

Aunque no lloviera sobre mojado, la propia escaleta de las declaraciones de Marlaska augurando el martes por la noche “detenciones inmediatas” y vinculando el miércoles por la mañana la agresión imaginaria con “el caldo de cultivo preocupante”, fruto del “discurso” de un partido como Vox que “juega en el límite”, debería desembocar en su dimisión. Un ministro del Interior no puede ser tan incompetente. Y eso, sin contar con la alta probabilidad de que ya fuera consciente del rumbo que iban adoptando las investigaciones policiales.

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Si alguien debía haber puesto en cuarentena desde el primer momento la escena de cómic en la que ocho ninjas uniformados, surgidos cual cnidarios de algún fondo marino, habían emergido en pleno día en una concurrida zona de Malasaña para grabarle a un muchacho cosas en el culo, era un ministro del Interior con asesores especializados.

Si alguien pudo y tuvo que saber enseguida que ningún testigo había percibido nada remotamente parecido al relato del denunciante, que ninguna cámara había detectado a encapuchado alguno y que ningún investigador veía visos de verosimilitud en el truculento relato, era un ministro del Interior dotado de una estructura jerárquica con terminales en los equipos encargados del caso.

Pero en lugar de instar a la serenidad y la cautela, Marlaska optó una vez más por excitar los ánimos, llevando el agua a ese molino de la “alerta antifascista” del que se nutren Unidas Podemos, el separatismo catalán, los herederos de Batasuna y desgraciadamente una parte del propio PSOE.

Incluso cuando se pinchó el globo de la patraña, en lugar de plegar velas y pedir disculpas por su precipitación, el ministro orquestó un burdo control de daños, al tildar de “anecdótica” la denuncia falsa de Malasaña y aferrarse a unos improvisados datos sobre el 9% de incremento de los “delitos de odio” en general.

Esa ha sido con leves variantes, que trataban de señalar con mayor o menor tino al Madrid de Díaz Ayuso como entorno propicio a la homofobia, la línea dominante entre los portavoces gubernamentales, los representantes de los colectivos LGTBI y las estrellas mediáticas afines. La palma se la llevó un conocido presentador de Tele 5 que, tras haber hecho campaña por Gabilondo, perpetró esta semana su peculiar entierro de la sardina proclamando entre mohines que “el Madrid de la libertad ya no existe”.

Más sutiles fueron los medios públicos al contentarse con entrevistar a un joven agredido hace seis meses en el metro de Madrid por un individuo que le propinó un puñetazo mientras le gritaba “maricón” e “hijo de puta”. Es significativo, por cierto, lo poco que se ha hablado estos días del caso Samuel, una vez que el levantamiento del secreto del sumario no ha confirmado que la homofobia fuera el principal móvil del crimen.

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Se trata de un ámbito, hay que dejarlo claro, en el que un solo episodio por aislado que parezca, ya debería ser motivo de repulsa y preocupación. La discriminación machista basada en la orientación sexual ha sido durante demasiado tiempo parte de nuestra cultura dominante. Y no como atributo exclusivo de la derecha reaccionaria. En mi propio libro de memorias aparece un gran líder de la izquierda contando jubiloso “chistes de mariquitas” en una de las primeras campañas electorales de la democracia. Década y media después un ministro del PSOE fustigaba en el albero de una plaza de toros a un columnista, alegando que “perdía aceite”; y el presidente de una autonomía socialista, aun en fecha más cercana, se regodeaba en “la ley de Mahoma” que iguala “al que da” con “el que toma” para ridiculizar a un adversario.

Pero una cosa es que debamos mantener e impulsar, de manera vigilante y activa, una actitud de tolerancia cero contra la homofobia y otra que sigamos engordando el bulo de que España está volviendo colectivamente a las andadas, al hilo de la irrupción de la ultraderecha y de la gestión de Ayuso y Almeida en Madrid. Esa es la “fake story”, la mentira monumental que tanto desde la política como desde los medios de comunicación estamos obligados a “matar”, según el argot del periodismo anglosajón.

Los datos europeos del informe que este domingo publica en EL ESPAÑOL María José Fuentealamo son demoledores en la dirección opuesta a la reiterada por el Gobierno. Resulta que, según el Rainbow Ranking, somos con diferencia el “más respetuoso” de los cinco grandes países de la UE hacia el colectivo LGTBI. Y si incluimos también a los más pequeños, permanecemos en el cuarto superior del ranking: los séptimos entre 27. Empatados con Suecia y Finlandia y por encima de Dinamarca y Holanda. Todo un logro de las actuales generaciones, viniendo de donde venimos.

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Los propios datos del Ministerio del Interior deberían tener una lectura contraria a la que han impulsado Sánchez y Marlaska. Que en un país de 47 millones de habitantes los llamados “delitos de odio por orientación sexual” se hayan mantenido durante los últimos cinco años con leves oscilaciones por debajo de 300 indica que se trata de un fenómeno marginal, comparado con otros motivos de preocupación social. Incluso si fuera cierto que sólo se denuncian un 10% de las agresiones -la mayoría de ellas verbales- estaríamos en cifras alentadoramente bajas.

La suma de todos los “delitos de odio”, desde la aporofobia hasta el antisemistismo -pasando por la xenofobia y los de carácter ideológico, más numerosos que los relacionados con la orientación sexual- registró el último año 1.401 casos, lo que supone una incidencia de 3 por cada cien mil habitantes. Menos de la mitad de la tasa de suicidios que, según el Instituto Nacional de Estadística es del 7,7, con 3.671 fallecimientos por esta causa en 2019.

Tanto podría alegarse que no son magnitudes comparables porque obedecen a fenómenos distintos, como que una parte de los que se quitan la vida han podido ser también víctimas de delitos de odio o, desde luego, de violencia de género. El contraste entre estas dos cifras indica en todo caso que las causas de la infelicidad, la marginación o la propia sensación de exclusión son mucho más complejas que los estereotipos que tópicamente manejan políticos y periodistas. Y que, en lugar de dilapidar esfuerzos y recursos en aletear fantasmas inconsistentes, más valdría afrontar programas integrales en pro de la inclusión de quienes sufren sin necesidad de que nadie les odie.

La sociedad española tiene en todo caso motivos para sentirse orgullosa de sus logros recientes. El liderazgo mundial en la campaña de vacunación o el meritorio rescate de Kabul son los dos últimos ejemplos. Pero el respeto a la diversidad, la comprensión ante el diferente y la solidaridad frente al agredido, también deben figurar, de manera transversal, en esa panoplia de virtudes colectivas. Sánchez tiene la obligación de liderar ese reconocimiento y de apartar de su gobierno a quien intente envenenar la convivencia por mezquinas razones partidistas.

Pedro J. Ramírez, director de El Español.

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