Sánchez no es Alfonso XII

Pocas semanas antes de ser proclamado oficialmente Rey, y también días antes de ser proclamado en Sagunto el 1 de enero de 1875 por el general Martínez Campos y el general Dabán, y cuando la tercera guerra carlista iba terminando con el fracasado intento de tomar Irún, un jovencísimo Alfonso XII, acompañado de su secretario particular, Guillermo Morphy, tuvo la audacia de visitar al viejo general Ramón Cabrera y Griñó, conde de Morella, en su residencia habitual del castillo de Wentworth, en Londres, con el noble y patriótico objetivo de terminar las guerras civiles para siempre. El aristócrata carlista había aristocratizado a su muy amada esposa inglesa, y esta, a cambio, lo situó en una riqueza opulenta. Alfonso XII le propuso en aquella misma visita convertir a los carlistas en un partido político legal y, por otra parte, conceder a las Vascongadas y a Navarra un fuero especial o régimen excepcional según la tradición foral. La paz entre los españoles lo valía.

Con más talento que vanidad, cosa poco común en los príncipes y menos aún en los llamados por la prioridad de su nacimiento a ser reyes, en vez de llegar su pretensión de un modo indirecto a oídos del general que era la bandera más pura del carlismo, juzgó más natural y más digno de la grandeza del pretendiente a la Corona de España comunicar directa y noblemente su deseo de saludar a un militar, que aunque adversario era entonces una celebridad no sólo nacional, sino europea, y con el que se tenía que ultimar de una vez para siempre la sangrienta cuestión carlista. Alfonso estrechó con nobleza la mano del conde de Morella, respetando como respetaba sus creencias, sus principios y sus compromisos históricos. Durante más de una hora el Príncipe y el viejo guerrillero hablaron de la paz, acompañados de La Llana y de Morphy. El carlismo se transformaba en alfonsismo como partido legal de una monarquía restaurada. Cabrera se despidió del Príncipe como un buen monárquico: «Que Dios ilumine a vuestra Majestad y le inspire el mejor medio de devolver la paz y la ventura a nuestra pobre España».

Cuando Alfonso fue proclamado Rey, Cabrera marchó a París para preparar las bases del convenio concertado entre el Gobierno de Alfonso XII y él mismo, conde de Morella. El marqués de Manzanedo y Merry del Val representaban al Gobierno. El viejo Tigre del Maestrazgo hizo un manifiesto a todos los carlistas a fin de dejar claro que lo que había hecho no era una traición al carlismo, sino un servicio a una España que integraba los grandes valores y principios del carlismo. Los carlistas más fanáticos intentaron atentar contra la vida de Cabrera, pero la Policía francesa desbarató en el último momento el atentado.

Algún flabelífero o flabelígero podría decir hoy que Pedro Sánchez, triste parodia de un doble de John F. Kennedy, repite la hazaña de Alfonso XII para lograr la paz con un sector minoritario de Cataluña, visitando el campamento enemigo -palacio español- como un gobernante extranjero. Pero Alfonso XII no fue a pactar con los carlistas en territorio usurpado, sino en el lujoso castillo particular del más egregio general carlista en una nación extranjera. Alfonso XII jamás amparó, protegió y auspició a los que querían destruir España y enfrentar a su pueblo, sino, al contrario, pactó con el mayor líder del partido dinástico adversario, que quería superar las diferencias entre españoles cerrados con el acuerdo, manteniendo la unidad nacional y defendidos todos los españoles por la misma Constitución. El mayor líder del carlismo catalán nunca se permitió a sí mismo bajar a la cloaca indigna de un Puigdemont, ni jamás albergó en su mente los obscenos pensamientos de un Torra enfermo, enemigos ambos de España, con quienes hoy intima Sánchez, como buen amigo y camarada. Sánchez pone en peligro la sociedad abierta que hoy es España con el sectarismo guerracivilista que le infunden los comunistas. Avergüenza a nuestra democracia liberal apoyando las dictaduras bolivariana y castrista, cosa que no tiene pies ni cabeza, y es que la fatalidad, ciertamente, nunca tuvo pies ni cabeza. Tampoco es Alfonso XII porque le huelen bien los pedos de los nacionalistas: ya Aristófanes definía a los nacionalistas como aquellos seres primitivos a los que les huelen bien sus propios pedos, y abominan del hedor de los de los demás.

Relaciono a Sánchez con el propio Rey Alfonso XII, acorde también a su morbosa megalomanía, locura que impediría compararlo con Cánovas, que estaba por debajo del Rey. Su pertinaz ninguneo a Felipe VI, sin duda un gran Rey, muestra su afán por rivalizar con la Corona. Todo en Sánchez es conveniente o no sólo en relación a la exaltación jupiterina de su ego real, de regalis, y no de realis, aunque ello suponga santificar hoy lo que maldijo ayer. Su gesto no puede ser más aquiescente y satisfecho, como de la persona a la que, al fin, se la han comido los leones, y cuánto puede levantar el ánimo de los españoles el trato con un ser por completo carente de remordimientos. Definitivamente Sánchez no es Alfonso XII.

Martín-Miguel Rubio Esteban es Doctor en Filología Clásica y escritor.

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