Los acuerdos del PSOE con Sumar multiplican las capas de población subvencionada e intervienen la economía productiva. Las grandes compañías españolas procuran guardar el llamado silencio de los corderos. Salvo alguna notable excepción como los valencianos Juan Roig, Vicente Boluda o Antonio Huertas (Mapfre), prefieren que hable Garamendi. El viejo Indro Montanelli recordó en sus 'Memorias': «Todas mis batallas de periodista han sido en defensa de los ideales de la burguesía, pero mientras yo defendía sus ideas, los burgueses defendían la plata». ¿Cuánto van a tardar la Generalitat y el sanchismo en presionar para que las empresas retornen a Cataluña con las orejas gachas? Allá los directivos y propietarios con su mutismo, pero igual cuando sientan violada la libertad de empresa ya no tienen detrás un sistema institucional fuerte para protegerlos.

Estamos viendo cómo el sanchismo cancela los delitos del 'procés', premia a los delincuentes y debilita al Estado, vulnera la Constitución, la separación de poderes, la independencia judicial y la igualdad entre españoles, acentúa los privilegios de unos pocos a costa del bolsillo de los demás. Casi un centenar de colectivos van dando la cara contra la tropelía; de las asociaciones de jueces y fiscales a los colegios profesionales, los altos funcionarios de la administración, juristas, notarios, diplomáticos y las fuerzas de seguridad, por no hablar de los dos millones de españoles que salen en manifestación; pero en esa lista se echan en falta algunos nombres de la cúspide empresarial.
Pedro Sánchez disfrutó de un minuto de oro el miércoles, cuando se burló de Núñez Feijóo por sus escasas posibilidades de investidura, tapando otro minuto infausto, donde anunciaba que pretende levantar un muro contra la mitad de los españoles. Ambos momentos definen la fibra moral del líder socialista. Resulta monstruoso ver cómo un presidente del Gobierno pierde las formas de manera calculada y se descojona de su adversario (sí, esa actitud malsonante de descojonarse) con varias interjecciones a cual más chusca –«jajaja, esta es muy buena, jajaja»– para no decir nada, salvo hacernos recordar al chungo perdonavidas del colegio que acosaba al alumno aplicado. Un gallito en el recreo del Congreso, que emparenta con los estilos de Chávez, Trump y López Obrador y al que no sirve contestarle con educación y civismo, sino con las únicas reglas que respeta un fanfarrón: «Me gusta la fruta», le respondió Ayuso cuando fue interpelada desde la tribuna, y lo repitió, «sí, cuando me insultan, me gusta la fruta». Y oye ahí se achantó el retador. Ni un tuit, ni una réplica, nada. Exactamente lo que tantas veces vivimos en nuestros tiempos escolares.
Sánchez ha ganado, otra vez se ha salido con la suya. Su victoria es legal y hasta legítima, siempre que queden claras las circunstancias de esa legitimidad. Es el primer presidente democrático que anuncia que no va a gobernar para todos, que no asume la alternancia política, porque medio país es sencillamente inaceptable, que hay españoles buenos y españoles malos y en eso justifica un gobierno radical de izquierdas asociado al independentismo, la extravagancia que España aporta al marco europeo. Para seguir en el poder, Sánchez se ha inventado la ficción del peligro de una ultraderecha inexistente, irrelevante, de hecho España es el país de la UE donde menos arraigo tiene la ultraderecha, y para evitar ese riesgo potencial ha reforzado su mayoría política con la franquicia del comunismo bolivariano y con los separatistas vascos y catalanes, lo que de facto sepulta el pacto de la Transición.
El sanchismo ha devenido en extrañeza geográfica y temporal. Para hallar semejanzas hay que retroceder noventa años, hasta las alianzas parlamentarias de la II República; varios de los interesados han dejado algunas migas retóricas para retornar a ese camino guerracivilista. Hoy, este Gobierno sólo encuentra paralelismos al otro lado del océano, en las renovadas repúblicas bananeras. La comparación con Venezuela o Cuba viene siendo recurrente pero no alcanza a aceptarse por toda la opinión pública, porque le parece exagerada, porque ambos regímenes suponen el punto final del proceso y quizá nuestra inclusión en la Unión Europea nos salve de tal deriva. Pero sin duda ya estamos bien emparejados con otros países afines; el bolivarismo quedará algo lejos de España, quizá, pero el PSOE ha mutado su socialdemocracia por un sanchismo plenamente equiparable al peronismo argentino. La España de Sánchez se parece más a Argentina que a Italia o a Alemania. El PSOE corta sus lazos con la Transición y abraza la corriente del populismo internacional, alumbra un movimiento desconectado de los principios políticos y busca la mera ocupación del poder, con intereses cambiantes en función de los socios necesarios, capaz de convencer a sus seguidores de que sus vecinos de puerta son ultraderechistas, multiplicando los receptores de ayudas públicas, interviniendo la economía y la vida colectiva, expandiendo el gasto social y donde resultan asombrosos los parecidos entre Sánchez y el fundador del kirchnerismo. Ambos políticos llegaron como arribistas desconocidos, con una bolsa insuficiente de votos y la desconfianza mayoritaria de sus partidos, carecían de apego a las ideologías, se hicieron hueco ajustando las políticas a las coyunturas, se apalancaron en el gasto social, cuando tuvieron problemas con los índices de precios como no podían controlar la inflación decidieron controlar el organismo que los mide, ocuparon muchas instituciones y terminaron por asociarse con quien hiciera falta en cada momento porque lo definitivo en política es conservar el poder, no hay más. Cristina Kirchner incluso importó la idea cubana del 'lawfare', o sea la supuesta guerra sucia de los jueces contra ciertos políticos, porque el comunismo nunca ha creído en la separación de poderes. Intentó así evitar que se investigaran sus múltiples corrupciones; el Gobierno argentino no hace tanto que pidió abrir un juicio político para escrutar «la conducta en el desempeño de sus funciones» de varios miembros de la Corte Suprema. Y hasta en eso se parecen; los socios de Sánchez quieren importar el 'lawfare', aunque es incompatible con el espacio político de la UE. Con ello, los independentistas desacreditan a España y Sumar desprestigia el modelo de democracia liberal.
P. D. Así estamos, pero aún cabe la esperanza. Ayer, un gigante como Fernando Savater echó su grito a la multitud de Cibeles en forma de aviso: «No somos siervos, somos ciudadanos libres e iguales, ¡viva España, viva la Constitución, viva el Rey!».
Julián Quirós, director de ABC.