Sánchez-Silva, cien años

«Siempre sabrás la edad de José María —decíamos—, porque su fecha de nacimiento es inolvidable: el once del once del once». Decíamos José María Sánchez-Silva indisolublemente asociado a «Marcelino, pan y vino», que murió en 2002 y que ahora ha cumplido su centenario.

Me consta el mutuo afecto de Cela y Sánchez-Silva, desde los tiempos de la calle Larra. Cela, ante la muerte del amigo, que solo le precede en cuatro días, le dedica su último artículo, que se publica como texto póstumo en ABC. En su escrito final, Cela reconoce que «la crítica y la historia literaria no han sido justas con la memoria y la consideración de Sánchez-Silva», que «hace tiempo que su nombre se había descabalgado de la nómina de los que interesaban a los estudios del fenómeno literario». Y añade: «Todos sabemos que sobre estas lucubraciones influyen siempre el calendario y la política».
Siete años antes, había encabezado con un profundo «Mi querido amigo» la carta que le dirigió en ABC, «Carta a un amigo, en su blocao» (1994): «Estoy empezando a pensar que ya no existo... y que no somos ni tú ni yo, sino figuraciones, espejismos, sombras fantasmales, semimuertos que andan mareando a los herederos que se impacientan porque no las tienen todas consigo».

José María le había escrito a Camilo, una detrás de otra, cuarenta cartas (es admirable la vis epistolar de Sánchez-Silva, que en un tiempo, así me lo dijo, llegó a escribir doce cartas mensuales a una famosa actriz catalana). Y José María, cuando completa la baraja de las cuarenta cartas, considera que tiene que destruir la situación: «Tu carta número 40 no puede ser la última —le contesta, en ABC, Camilo a José María—; tú y yo tenemos la obligación de resistir y seguir. A todos nos asestan puñaladas, pero no olvides que, en ciertas ocasiones, una sangría puede ser saludable. Tú en tu blocao y yo en el mío, los dos tenemos la obligación de morir con las botas puestas, quiero decir con la pluma en la mano. Aparta malas ideas de la cabeza, no pidas nunca a nadie más de lo poco que pueda dar de sí y sigue escribiéndome hasta que se te pare el corazón».

Poquísimos lectores de ABC sabíamos que esta era una carta de Cela a Sánchez-Silva, aunque Camilo no pusiera el nombre del destinatario, «porque no hay que dar tres cuartos al pregonero». Y le llama «mi querido N. N.», como le habría podido llamar «mi querido prohibido».

El silencio de escritores que escriben a diario confirma la observación de «Ecclesia» («Su nombre está silenciado en panoramas de la literatura contemporánea») y de Miguel Ángel Velasco, director de «Alfa y Omega» («Los medios de comunicación de este país lo han silenciado sectariamente»). «Ecclesia» simplifica la causa de la proscripción de José María y deja abierta la cuestión a todos los añadidos y matizaciones: «Por diversos motivos, entre ellos quizá el de ser escritor católico y el de haber escrito la biografía laudatoria “Franco, ese hombre" (1964)».

¿Hasta cuándo la obstinación en borrar la realidad? ¿Hasta cuándo la sistemática tergiversación de la historia? ¿Hasta cuándo la irracionalidad de los tabúes? ¿Hasta cuándo la ferocidad de la censura invisible?

Trato de contar a José María Sánchez-Silva, autor del cuento español más famoso del siglo XX; a José María, que es el único español que ha obtenido la Medalla Internacional Hans Christian Andersen (1968), llamada «pequeño Nobel» o «Nobel de la literatura infantil».

Estoy hablando del articulista grande, amén de guionista y director; del periodista que, cuando no se viajaba, dio la vuelta al mundo y lo contó; del premio «Mariano de Cavia» (1947), Periodista de Honor (1964) y Premio Nacional de Literatura (1957), de Periodismo (1945) y de Cinematografía (1955); del padre de «Marcelino, Pan y Vino», «Historias menores de Marcelino, Pan y Vino» y «Aventura en el cielo de Marcelino Pan y Vino»; del gran epistológrafo («Carta de un niño a Dios», «Carta a mí», «Carta a la lluvia», «Carta al cine», «Carta a las madres», «Carta abierta al general Casinello», «Carta del amor hecho», «Cartas a un niño sobre Francisco Franco»...); del inventor de «Luiso» y de «Ladis»; del narrador de «El hombre de la bufanda», «La otra música», «No es tan fácil» o «La ciudad se aleja»; del biógrafo de «Juana de Arco» y «San Martín de Porres»; del historiador sagrado de «Adán y el Señor Dios», «Jesús creciente» y «La adolescencia de Jesús nunca contada»; del cuentista de «La burrita Non», «Adiós, Josefina» o «Colasín, Colasón»; del cronista de «Historias de mi calle» y «Memorias de un niño de la calle».

En la ocasión del 11 de noviembre de 1959, cuando cumple cuarenta y ocho años, cuando celebra las bodas de plata con la literatura y el periodismo, cuando recibe el homenaje nacional y la Gran Cruz de la Orden de Cisneros, cuando Ramón Gómez de la Serna, Ramón el Grande, desde Buenos Aires, le escribe que «con la palanca de su pluma ha llegado a mover el mundo», Sánchez-Silva hace una recapitulación de su vida y eleva a definitivas sus importancias provisionales: «Me importan cada vez más los otros, los demás. No es esta una actitud desinteresada: es que “los demás” soy yo, es que yo “estoy en” mi prójimo, es que, cuando me han ordenado amarle a él, sabían que ese amor me salvaría a mí principalmente».

Para las generaciones de la guerra, «el otro» es el que está enfrente. Por eso, entre los artículos de Sánchez-Silva, tengo una devoción preferente por «Arenga a los muertos», que se puede catalogar como poema, que, por encima de las catalogaciones, considero artículo de prueba, artículo esencial, y que, a modo de reliquia, conservo en su papel original, quebradizo y reseco, impreso a toda plana, página señera de contraportada, doble que los formatos hoy habituales, como un bando mural, con una gran ilustración central y lujo de capitulares, en letra bodoni del cuerpo 14.

Hay que pensar que la arenga está escrita en una doble y numantina posguerra, española y mundial, de combatientes que apenas han tenido oportunidad de dejar de serlo, de victorias en alto, de gloriosos entierros, de «ellos y nosotros», de silencios profundos. Y Sánchez-Silva invoca, no «a los mejores», sino a todos los muertos, al universo de los muertos, incluidos expresamente «republicanos» y «rojos», precisamente en «Arriba», precisamente el Día de los Caídos.

Todos sus libros los tengo en una estantería predilecta y todos están dedicados. Esta es la dedicatoria de «Jesús Creciente» (1985): «A mi amigo Enrique de Aguinaga, que es una de las tres únicas personas que saben que a este relato le falta el tercer capítulo final de la obra titulado “La llamada del Jordán”, escrito y destruido cuatro veces en cinco años y medio, que ahora está en el telar por quinta y última vez».

Así escribía José María, muerto silenciosamente. «¿Tú crees que los muertos no se mueren, José María?», le pregunta Manuel Alcántara. Le contesta José María: «Estoy convencido. Nadie se muere». Me lo dijo en letras de condolencia cuando murió mi madre (1959): «Desde antiguo, se nos tiene prometido algo a este respecto y no hay sino esperar. Aunque no estudié latín —ni nada— sé esto: “Expecto resurrectionem mortuorum”».

Por Enrique de Aguinaga, catedrático emérito de la Universidad Complutense.

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