Sánchez, Trump y la democracia suicida

Una de las más inquietantes paradojas de la democracia es su propensión al suicidio. Las democracias se suicidan cuando eligen líderes o gobiernos que, de manera velada o explícita, se proponen poner fin al sistema que les ha colocado en el poder y dar paso a un sistema dictatorial. Este sistema dictatorial puede serlo abiertamente o de manera encubierta. Los dictadores a menudo revisten su naturaleza tiránica y lupina con pieles de cordero: celebrando elecciones amañadas; o pretendiendo que su tiranía es tan sólo temporal, un mal menor causado por situaciones de emergencia; o apelando a causas justificativas, como una amenaza exterior o interior, típicamente el peligro de un golpe fascista o comunista o de cualquier otra índole subversiva. Hay casos en los que la dictadura se impone por un simple golpe de fuerza o una guerra civil, como ocurrió con Franco en España; o una revolución violenta, como en el caso de Fidel Castro en Cuba o de Lenin y el Partido Bolchevique en Rusia; o ambas cosas juntas, como en la llegada al poder de Mao Tsetung en China. Pero no es desgraciadamente nada raro el caso en que el electorado legitima el acceso al poder de un futuro dictador.

Sánchez, Trump y la democracia suicidaLa democracia es un sistema político bastante reciente, que se estableció con una cierta generalidad a comienzos del siglo pasado, en torno a los años de la Primera Guerra Mundial. Pues bien, es ese el período en que aparecen las tremendas dictaduras modernas, la bolchevique ya citada, la fascista de Mussolini, la nazi de Hitler, la de Salazar en Portugal, las de Primo de Rivera y Franco en España, etc. Unas fueron consecuencia de un golpe o una guerra, pero otras, como las de Mussolini y Hitler, y, según se considere, la de Salazar, alcanzaron el poder democráticamente. Y casos parecidos han tenido lugar en América con Perón, Fujimori o Hugo Chávez; en Rusia con Putin y en varios países africanos y asiáticos.

Nadie hubiera dicho pocos años atrás que el mismo peligro pudiera cernerse sobre un país con la tradición democrática de Estados Unidos. Y sin embargo, hace pocos días éramos muchos los alarmados por el posible éxito de los candidatos trumpistas en las pasadas elecciones parciales (midterms), que hubiera podido traer consigo una candidatura vencedora dentro de dos años y, que tras su victoria, de nuevo en el poder, Donald Trump, apoyado por una marea de incondicionales adeptos al populismo e indiferentes ante las sutilezas de la delicada maquinaria democrática, utilizara todos los resortes a su alcance para afianzarse en el poder por tiempo indefinido. Este individuo ha dado claras muestras de su desprecio por las elecciones si no las gana él, y ha mentido sistemáticamente acerca de los resultados. En más de una ocasión ha dicho que si no ganaba las elecciones sería porque se habrían falsificado los resultados. Y no se trataba de una simple frase huera. En enero de 2021, llevó a cabo el corolario de su frasecita hasta la sedición, animando a sus partidarios más violentos a invadir el Capitolio en Washington y cometer actos de agresión y vandalismo que constituían ataques muy graves contra la democracia y la convivencia. Pocos precedentes pueden encontrarse en la historia de Estados Unidos. Apenas 20 meses más tarde, con aire desafiante y sin desdecirse un ápice, Trump ha participado activamente en las elecciones parciales, colocando a varios de sus más fanáticos partidarios, con programas abiertamente antidemocráticos, en varias elecciones clave y, comportándose como si fuera el líder del Partido Republicano, anunciaba su candidatura para las elecciones presidenciales. Si los resultados en las elecciones hubieran sido tan favorables a este partido como profetizaban la mayoría de las encuestas, la democracia americana hubiera dado un paso muy grande en el camino hacia el suicidio.

Afortunadamente, no ha sido así. Es cierto que los republicanos han recuperado parte del terreno perdido en las pasadas presidenciales, como es muy frecuente que haga la oposición en las parciales. Pero la recuperación ha estado muy por debajo de lo previsto y, sobre todo, la mayor parte de los candidatos de Trump han fracasado estrepitosamente. Incluso los pocos que han ganado lo han hecho por márgenes mucho más estrechos de lo que esperaban. Al tiempo, la participación ha alcanzado cifras muy superiores a las acostumbradas, revelando que el votante medio, habitualmente apático, ha acudido a las urnas alarmado (o animado) por las bravatas del ex presidente. En definitiva, el electorado americano ha manifestado claramente que no quiere el suicidio democrático.

Hemos podido ver que el león no era tan fiero como se pintaba a sí mismo y como lleva pintándose desde hace años. Trump, afortunadamente, no es tan temible candidato como él decía ser. En su única victoria, las presidenciales de 2016, su voto popular fue inferior en más de tres millones al de la derrotada Hillary Clinton; ganó él por el sistema de voto indirecto que rige en la elección presidencial americana. Y su derrota de 2020 frente a Biden fue por más de siete millones, diferencia que ni el sistema de compromisarios pudo revertir. Él, por supuesto, negaba estos malos resultados sin ninguna prueba tangible. Pero en realidad ya temía la derrota, porque estuvo sopesando suspender las elecciones con el pretexto del Covid.

Las probabilidades de suicidio democrático en Estados Unidos parecen haber disminuido gracias a los resultados de las elecciones parciales. Mi preocupación ahora es el posible suicidio de la democracia española en el ya cercano año electoral. Con todas las diferencias que hay entre España y Estados Unidos, las situaciones políticas tienen muchos puntos en común. Sánchez y Trump son personajes diferentes, pero muy parecidos en numerosos aspectos. Políticamente son simétricos: Trump es la extrema derecha en un país políticamente conservador y Sánchez la externa izquierda en un país escorado en esa dirección. Para ambos la política es una vía de ascenso personal; ambos carecen de programa serio: no tienen principios, persiguen el poder por el poder. Para Trump la política es una segunda vocación; la primera fue la empresa, en la que fracasó y fue rescatado por la mafia de Putin, hasta el extremo de que podría acusársele de ser agente ruso. Para Sánchez la política ha sido la primera y única vocación; no se le puede considerar agente de una potencia extranjera a menos que tengamos por tal al separatismo catalán. También tienen ambos en común la falta de respeto por la verdad. Ya hemos visto que Trump niega sistemáticamente los resultados electorales cuando pierde: últimamente ha acuñado otra de sus frases cínicas, relativa a las recientes elecciones: «Si las gana el Partido Republicano, el mérito es mío; si las pierde, la culpa es suya». Tampoco Sánchez tiene una brillante ejecutoria electoral, y sus mentiras son muchas y bien conocidas: «Cuántas veces tengo que decirle que no pactaremos con Bildu»; «no podría dormir si gobernara con Podemos»; «Puigdemont y los golpistas han cometido rebelión»; «hemos suprimido el delito de sedición para poner el Código Penal de acuerdo con las normas europeas». La tercera frase fue verdad, es cierto, pero él ahora se comporta como si fuera mentira.

Sánchez le lleva una ventaja muy importante a Trump: está en el poder y no depende de las urnas, todo lo contrario. Si pudiera encontrar un pretexto para aplazar o suspender las elecciones, como en su día pensó hacer Trump, lo haría. Para alejarlas lo más posible está dispuesto a desbaratar el Código Penal y dejarlo hecho unos zorros, como le exigen los separatistas, abandonando al Estado español, al que juró representar y defender, inerme frente al separatismo. Por si fuera poco, ahora planea eximirse a sí mismo y a sus socios políticos del delito de malversación, legalizando así la apropiación indebida e indultando a la corrupción socialista, especialmente en Andalucía. Y para ir preparando el ambiente, Sánchez ya ha anunciado que piensa seguir en el poder por un plazo muy largo. ¿Qué será lo próximo que les entregue a los separatistas? ¿Qué otro privilegio planea concederse? ¿Cómo quedará España el día que abandone Sánchez la Moncloa?

Cuando acudamos a las urnas el próximo mes de mayo, recordemos que los norteamericanos votaron contra Trump el pasado noviembre sin ningún entusiasmo por Biden, pero con el deseo ferviente de impedir que su democracia se suicidara; y que nosotros tampoco debemos ni podemos permitir que nuestra democracia se suicide.

Gabriel Tortella es economista e historiador. La tercera edición de su libro Capitalismo y Revolución. Un ensayo de historia social y económica contemporánea (Gadir) es de inminente aparición.

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