Sánchez viaja al centro de la extrema izquierda

Hace ahora un año, para borrar sus concesiones a los presos de la banda terrorista ETA, cuyo brazo político lo sostiene en La Moncloa, Pedro Sánchez dispuso un ostentoso espectáculo en la Academia de Guardias Jóvenes de Valdemoro. Allí presidió la destrucción de 16.000 armas intervenidas a la organización por medio de una apisonadora. Cual general triunfante en un combate que no libró, se arrogaba el fin del terrorismo a la par que blanqueaba a los artífices de sus crímenes y los sentaba al mando del Estado que buscan demoler. Así, en la representación de Valdemoro, a Sánchez sólo le faltó encaramarse a la apisonadora. Como la aguerrida María Jiménez en una protesta contra la piratería discográfica.

En su impostura, remedaba la artimaña de nueve años antes, en julio de 2012, de Hugo Chávez. Bajo el propósito de restituir el orden público, una aplanadora achatarró pistolas, revólveres y escopetas de particulares con licencia. Lejos de disminuir la violencia, el dictador la agravó al armar, en paralelo, a malhechores chavistas que sembraron el terror e intimidaron a la oposición. Ello encumbró a Venezuela a la cabeza de los países virulentos del mundo con su policía perpetrando una tercera parte de los asesinatos.

Sánchez viaja al centro de la extrema izquierdaDe la misma manera que TeleMoncloa montó aquella maniobra de distracción para escamotear cómo los bilduetarras subordinan los designios del Gobierno de cohabitación socialcomunista y cómo su ministro Marlaska acerca asesinos sin arrepentir para que el Gobierno vasco les prodigue medidas de gracia que enaltecen sus ignominias, otro tanto cabe argüir con la tramoya del viaje que Sánchez amartilló este jueves para fotografiarse en Kiev junto al presidente Zelenski. Luego de negarse en un primer momento a enviar armas por imperativo de los socios y aliados con los que gobierna y que orbitan alrededor del invasor Putin. En la edad del populismo, la política se transfigura en un programa de telerrealidad con el votante como forofo que jalea e insulta.

En la capital ucraniana, entre un aparato propagandístico equiparable en medios técnicos a la remesa de material armamentístico que anunció, Sánchez no desaprovechó la oportunidad de ser el novio de la boda relegando a Zelenski al papel secundario de testigo de su enlace narcisista consigo mismo. Como acaeció el 5 de abril en la alocución del mandatario ucraniano ante las Cortes. Sánchez se atribuyó un protagonismo sin parangón. Nadie excluya que esta noche se ponga la medalla de la prevista victoria de Macron en el desenlace de las presidenciales galas tras enmudecer con el batacazo de su correligionaria y alcaldesa de París, Anne Hidalgo, con el 1,7% de los sufragios en un PSF otrora hegemónico.

Más que un genuino gesto con la suerte de un pueblo martirizado por Rusia, lo cual sería plausible y digno de encomio, su desplazamiento a Ucrania ha sido una estentórea operación de consumo interno de un gobernante en apuros al que la complicada coyuntura le pasa factura y al que los sondeos le son esquivos. Como los Turistas del ideal con los que el escritor barcelonés Ignacio Vidal-Folch en su novela de ese título satiriza a los filisteos que exhiben buenos sentimientos para reportarse substanciosos beneficios, Sánchez ha jugado a ser Político del ideal para enjugar su desgaste frente al rebote del PP con Feijóo.

Como personaje de las mil y una cara, con pericia camaleónica para transfigurarse en una cosa y su contraria, al modo del papel tornasol que adquiere el color del líquido en el que se sumerge, Sánchez se mueve dando bandazos doctrinales y estratégicos. Tanto en el ámbito interno como externo. En este último terreno, por ejemplo, pasa de enfrentarse a EEUU a implorar unos minutos por caridad con sus gerifaltes, apellídense Trump o Biden; de provocar la salida de la embajadora de Marruecos por meter en España de matute al líder del Polisario a rendir vasallaje a Mohamed VI transigiendo con que absorba el ex-Sáhara español en contra del referéndum de libre determinación al que obliga la ONU, o de intensificar vínculos con Argelia para salvaguardar el suministro de gas a desatar la marcha de su legatario diplomático y dilapidar el centro gasístico europeo en provecho de la Italia de Draghi.

Si se discierne entre políticos de convicciones firmes que señalan el mismo rumbo sin importar qué tiempo haga y otros veleta que van a donde sopla el viento, no hay duda de dónde encuadrar a Sánchez. Así, a las 24 horas de que su edecán Bolaños, titular de Presidencia, inflara el globo de que, «si el PP renuncia a pactar con Vox en toda España, el PSOE ayudaría a la gobernabilidad tras las generales», en réplica a la oferta de Feijóo de un compromiso mutuo para que gobierne que apile más votos sin depender de terceros, Sánchez lo pinchaba antes de que tomara altura. A pregunta de Susanna Griso en Espejo Público, tras cuatro años sin pisar el plató de Antena 3, aseveraba este lunes: «Es lo de siempre. El PP quiere que gobierne la lista más votada cuando lo son ellos». Expresado así, no le faltaría razón si no fuera porque Sánchez muere por la boca como los peces siendo un desmentido en sí mismo.

No en vano, el mismo ofrecimiento de Feijóo lo verbalizó Sánchez en la cita del 10-N de 2019 en la que, a los seis meses de la anterior, echó a rodar de nuevo los dados para mejorar unos resultados que empeoró abrazándose a Iglesias cual náufrago de sí mismo. En el primer debate televisivo, Sánchez trasladó a sus rivales esa invitación. No era la primera vez. De hecho, en el Congreso, ya había requerido enmendar el artículo 99 de la Carta Magna para investirse con los 123 escaños cosechados aquel 28-A de 2019. Algo con lo que, por supuesto, no transigió ni en 2015 ni en 2016 cuando el PP fue el más votado con 123 y 137 actas.

Es más, atrincherado en el «no es no», bloqueó cualquier providencia que no adviniese su Presidencia hasta ser defenestrado como líder del PSOE y luego sacar rédito del primer lance que se le apareció, tras ganar las primarias, para despojar a Rajoy de La Moncloa con 88 diputados con su moción de censura Frankenstein. Artillada por Podemos y por los secesionistas del golpe de Estado en Cataluña, tomó el poder con los peores números del PSOE y con menos escaños que ningún presidente desde la restauración democrática.

Al enfatizar su negativa al PP con un displicente «seamos serios», Sánchez mueve a la risa y evoca el contraste que fija Unamuno entre la «seriedad cómica» del hombre público que arruina pueblos y la seriedad noble y profunda del humorista. Dicho lo cual, la propuesta, esbozada alternativa y sucesivamente por PSOE y PP, se ajusta a aquello de Guerrita de que «lo que no puede ser, no puede ser, y además es imposible».

En vez de encarar una reforma electoral que evite la sobrerrepresentación nacionalista, tal atajo debilita la menoscabada democracia representativa con un presidencialismo caudillista -sin participación directa de los votantes que eligen diputados y estos designan primer ministro -nada gobernable al estar en minoría en la Cámara, salvo que se le prime quebrando la proporcionalidad. Pero, amén de su dudosa viabilidad, es imposible. Nadie ignora que los dos grandes partidos han preferido servir al nacionalismo y han preterido los acuerdos nacionales. Más desde que Zapatero signó el Pacto del Tinell, por el que se conjuraba con el soberanismo catalán para, entre otras miras, «impedir la presencia del PP en el Gobierno del Estado».

Por esa senda, discurre Sánchez, quien se guía por las rayas rojas que prometió respetar para evitar lo que no le dejaba dormir y ahora le permite roncar. Claro que Rajoy malogró su gobierno al caerse de la montura que le herró malamente el PNV y que tan cara le cobró quien ahora berrea para preservar el privilegio de herrador del Reino.

Como ya escenificó en la antesala del 10-N de 2019, cuando Albert Rivera denunció sin éxito la estrategia de despiste de quien maquinaba «en la habitación del pánico» con «la banda» que hoy le arropa y cuya joroba busca ocultar para perpetuarse, Sánchez se apaña el traje de centrista de Macron para difuminar su alianza Frankenstein y diluir Podemos en «el espacio de Yolanda Díaz» a modo de solución habitacional para la sonrisa del sanchismo. Frente al núcleo duro de Podemos, con Iglesias de paladín, Díaz desempeñaría el rol del Partido Democrático de la Nueva Izquierda (PDNI) de Diego López Garrido y Cristina Almeida. Empezó como corriente interna de Izquierda Unida contra Anguita y acabó en el PSOE como vaticinó el califa rojo cordobés.

En alianza o en confluencia, Sánchez y Díaz actuarían como pareja de baile de carnaval electoral en su común viaje al centro de la extrema izquierda. Como elemento aglutinador de esta mascarada, quien ha pactado con quien acusó de ser el «Le Pen catalán», Quim Torra, usará el espantajo de Vox para plantear la batalla con este simplismo: «Aquí habrá -le resumió a Susanna Griso- dos opciones: o un Gobierno de coalición de la derecha con la ultraderecha o un Gobierno de centro izquierda del PSOE con lo que represente el espacio de Yolanda Díaz».

Tan claro como que, si fuera menester, Sánchez pactaría con Vox; al no tener más ideología que la del poder por el poder no le resultará fácil vender esa mercancía. Mucho menos cuando va de derrota en derrota -Galicia, Madrid, Castilla y León, salvo Cataluña, mientras apuntan nubarrones en Andalucía como pronostica la encuesta que hoy publica EL MUNDO- y algunos de sus barones se plantan ante una agenda que substrae votos a chorros en el agro sin que el urbano dé un respiro.

Feijóo hace bien en advertir que Sánchez no busca tanto aislar a Vox como al PP usando a los de Abascal y empleando el nudo corredizo de la ultraderecha. Por eso la batalla no es sólo económica, siendo apremiante -España sufre niveles de inflación, paro y deuda externa sin igual-, sino política e ideológica ante un bloque de poder que no se para en barras.

El nuevo líder del PP habrá de atiborrarse de sus buenas dosis de flema para no perder los estribos y, por ende, el caballo a La Moncloa. Como el Duque de Wellington y su amigo el conde de Uxbridge. De vuelta de una batalla, al conde le arrearon un escopetazo en una pierna. Con el hueso al aire, exclamó: «¡Dios Santo, perdí la pierna!». Wellington se ajustó el monóculo, verificó la herida y soltó calmo: «Cierto, amigo, la perdiste». Aun así, ninguno perdió la flema.

Francisco Rosell, director de El Mundo.

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