Sánchez y el flautista Iglesias

Sánchez y el flautista Iglesias

Al cabo de cien días de nefanda gestión del Gobierno socialcomunista, cabe poner del revés el merecido elogio de Churchill a los heroicos aviadores que libraron la Batalla de Inglaterra frente a la Alemania de Hitler y concluir que nunca tan pocos hicieron tanto daño a tantos en tan poco tiempo al supeditar la salud de los españoles a sus postulados ideológicos. Primero, desatendieron 40 días las advertencias sobre el letal Covid-19, lo que favoreció su masiva propagación y dejó inerme al sistema de salud convirtiendo a España en el lugar del mundo con mayor tasa de fallecidos y de sanitarios infectados. Todo por llegar como fuera a la manifestación del 8-M con las mujeres del presidente y del vicepresidente asiendo la pancarta.

A esos 40 días de negación y embuste han seguido otros 40 de arresto domiciliario –duros y largos como en ningún lado– que no han servido siquiera para realizar los análisis que faculten un desconfinamiento con garantías. No hay que ser Einstein para saber que, si se buscan resultados distintos, no se puede hacer lo mismo ni con los mismos. Al cabo de 80 días 80, más de la mitad encerrados en un laberinto sin que se atisbe un hilo del que tirar para hallar la salida. Como el que Ariadna entregó a su amante Teseo para que regresara tras adentrarse en el Palacio de Minos para matar al Minotauro de Creta y librarse del yugo del monstruo antropomórfico con cabeza de toro al que había que tributar siete parejas de jóvenes en el laberinto construido por Dédalo.

Son las secuelas de entregar la nave del Estado a dos espabilados de la política: un presidente que no administró nada antes de tomar La Moncloa con la palanca de una sentencia-falsa y de una investidura Frankenstein con comunistas y soberanistas, y un vicepresidente incapaz de ser profesor titular de una Facultad que usó como si fuera el acorazado Potemkin del comunismo del siglo XXI. Si los experimentos conviene hacerlos con gaseosa, como reconvino Eugenio d’Ors al camarero que desgració una botella de champán ensayando un descorche, mayor razón cabe argüir con respecto a la gobernación de España. Dejándose engañar por un presidente que hizo lo contrario de lo que prometió uncido a quien le causaba insomnio, el votante no discernió en número bastante que no se estaba para experimentos, sino para dirigentes experimentados.

Para más inri, el manejo de la pandemia sigue fiado a quienes han contribuido a llevar al hoyo a miles de españoles y resultan nada diligentes a la hora de rescatar a unos supervivientes a los que aguarda a la puerta, si es que no se instala ya en sus casas, una recesión de caballo. Al margen de la dificultad intrínseca del envite, su resolución es imposible con un torpe ministro con aspecto de empleado de funeraria como el filósofo Illa, aterrizado en Madrid como anfitrión del separatismo, y escoltado en su inanidad por un petimetre como el doctor Simón que, tras mentir con descaro y acertar menos que un reloj parado, osa tildar de «indecentes» a quienes le ponen ante el espejo de su temeridad.

A la sombra de la incompetencia y la negligencia que blindan en el cargo, no extraña el rebrote de la corrupción que acarrean los apaños para adquirir mascarillas o test tan falsos como causantes de la desgracia de los sanitarios que los usaron inadvertidamente. Entre tanto, los españoles asisten impávidos a la dolorosa cotidianeidad de vislumbrar cómo cada día 400 cadáveres son reducidos a números en una gráfica oficial manipulada a ojos vista y que hacen de España ese «país de los muertos» del que hablaba Kant.

En definitiva, después de 20 días iniciales de vino y rosas, han discurrido 80 días 80 en los que Sánchez e Iglesias –uno por debilidad y el otro por creencia– aprovechan la pandemia para auspiciar una deriva totalitaria merced a un estado de alarma devenido en estado de excepción. Como le estampó Churchill a Chamberlain previniéndole de que sus concesiones a Hitler guiaban al desastre, «si un Gobierno no tiene escrúpulos morales, parece a menudo que obtiene grandes ventajas y libertad de acción, pero todo se hace visible al final del día y todo se hará aún más visible cuando llegue el final de todos los días». También deben apreciarlo así unos españoles a los que, en número creciente, parece habérseles caído la venda de los ojos y a los que, por mor de ello, el Gobierno busca plantársela en la boca a modo de mordaza.

Para este menester, el Ejecutivo no tiene pudor para arrostrar el prestigio de la Guardia Civil, tras hacerlo con la Fiscalía del Estado, el CIS o RTVE, de la manera fehaciente que mostró en rueda de prensa el jefe del Estado Mayor de la Benemérita como si fuera lo más normal, a la par que el general Santiago se diluía como personal de tropa de ese ejército de técnicos gubernamentales devaluados a la condición de croadores cual ranas. Así, mientras Celaá asimilaba noticias negativas a bulos, su colega Marlaska, al encomendarle a la Guardia Civil velar por el buen nombre el Ejecutivo, se olvidaba de que, cuando presidía la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional, avaló en 2013 los insultos a Juan Carlos I en base a que «cuanto más arriba en la pirámide de poder, mayor sometimiento al control» para no lesionar el interés público.

Después de argumentar entonces en su voto particular que «la política significa un cuestionamiento permanente de la legitimidad de ejercicio de los poderes instituidos», habrá compañeros suyos de carrera que ponderen con el hoy ministro lo que Belmonte con el subalterno al que se topó presidiendo una corrida como gobernador. Interpelado por su acompañante, El Pasmo de Triana zanjó con genial tartamudeo: «¿Popopo cómo va a ? De… de… degenerando…».

Ello retrata la deriva autoritaria de un Gobierno en el que su vicepresidente Iglesias atiza a los jueces que sentencian en contra de sus conmilitones cuando no lo hace al mismo Rey, en cuyo nombre se imparte justicia. El jefe de filas podemita hace suyas las palabras del camarada Allende cuando aseveró como presidente chileno que incumbe al poder político fijar «si las decisiones judiciales se corresponden o no con las altas metas y necesidades históricas de transformación de la sociedad (…); en consecuencia, el Ejecutivo tiene el derecho a decidir si lleva a cabo o no los fallos de la Justicia».

En todo caso, como parece haber más verdad en los chistes que los españoles esparcen en las redes sociales que en las comparecencias televisivas del Gobierno, el Ejecutivo quiere poner coto a estos desenfrenos tan perjudiciales para la salud y el bienestar del Consejo de Ministros. Corrobora lo dicho por el escritor Charles Simic, estadounidense de Belgrado y ganador de Premio Pulitzer por El mundo no se acaba, donde rememora las penosas vicisitudes familiares en la II Guerra Mundial, de que lo primero que revela el autoritarismo es la persecución del humor al ser el mejor y más eficaz recurso para señalar «la dimensión ridícula de la autoridad».

Si había más verdad en los chistes que contaban los soviéticos que en todos los libros publicados en la URSS, y para evitar que ese ayer sea el porvenir, los ciudadanos y sus instituciones no deben adoptar una actitud pasiva y tratar de desentenderse haciéndose el muerto como el abuelo de Simic. En El mundo no se acaba, narra el susto que el anciano, enfermo de diabetes, le pegó a un amigo que acudió a visitarlo. Al contemplarlo inerte en la cama, cubierto por una sábana a guisa de mortaja, lo dio por fallecido. Tras romper a llorar, entre jipío y jipío, la voz del muerto bien vivo le sobresaltó bajo el sudario: «Cállate, Savo. ¡No ves que estoy practicando!».

Evocando el trance, no es descabellado establecer analogías con la deriva del presente en la que, tras colapsar la Sanidad, puede ocurrir igual con la economía en semejanza con la Grecia de Syriza de la que hizo bandera Iglesias con la mixtura explosiva de espíritu justiciero, demagogia e ineficacia que esconde todo populismo y que es ruina cierta de las naciones. Algo sabido desde la Hélade clásica y que revivió la Grecia moderna con Tsipras al auspiciar la supresión de la deuda. Como el infausto Catilina hasta que Cicerón se hartó de que abusara de la paciencia de Roma y al que evocó el miércoles Pablo Casado para amenazar a Sánchez con que el PP no respaldará una cuarta prolongación del estado de alarma dado cómo abusa de la excepcionalidad.

Después de asistir a cómo sus socios parlamentarios se desligaban de él en el pleno, el problema de Sánchez es que, con esos pies de barro, no puede caminar a parte alguna, y menos a una Unión Europea en la que los préstamos no serán a fondo perdido ni las hipotecas perpetuas, sino a cambio de un rescate que se disfrazará con algún eufemismo, pero de imposible laboreo con un Iglesias al que abrazó en su táctica de regate corto. Obró así para enmascarar su plebiscito fallido de noviembre cuando creía tenerlo todo tras disparar el gasto en aquellos «viernes electorales» que desbocaron un déficit que ha tratado de maquillar y que las autoridades comunitarias han descubierto con sólo plantarle el ojo encima.

Su superjefe de gabinete y casi alter ego, Iván Redondo, que pasa por gran adalid de Iglesias, creyó que, cerrando aquel acuerdo con el apremio del que compra una mula ciega, se ponía y ponía a Sánchez a resguardo de cualquier ofensiva desestabilizadora de los barones socialistas, lo cual era mucho presuponer al carecer estos de un referente tras la pifia de una Susana Díaz que de tanto ensimismarse en Canal Sur se creyó sus maravillas.

El dilema de Sánchez es que requeriría poder desembarazarse de Iglesias, pero no lo puede hacer al ser su rehén. Carente de las dotes de actor de su socio, incubado políticamente en las televisiones, cuanto más tarde en romper con él más se complicara su presidencia y empujará a España por la pendiente de la Grecia de Syriza. Cúmplese la profecía de Rubalcaba al que dejó de hablar Sánchez. Al expresarse tan seguro de que un pacto con Podemos haría cambiar a Iglesias, el viejo zorro socialista, beligerante contra el acuerdo, le previno: «¿Y si es al revés, como yo sospecho?».

Ahora, con las orejas tiesas, el gerifalte podemita prepara, por si acaso, la venganza del flautista de Hamelín cuando arrastró al abismo a los hijos de los aldeanos que, tras librarles de la invasión de ratas, se negaron a pagar lo prometido. De hecho, ya lo ensayó esta semana para capitalizar la rectificación del Gobierno sobre las horas y reglas del recreo para los menores enclaustrados. Dirigiéndose a ellos amical, el padrecito Iglesias evocaba a los inspectores soviéticos preguntando a los alumnos: «¿Quién es Stalin?», y estos respondían aleccionados: «Mi padre». «¿Y quién es tu madre?», inquirían de seguido: «El Estado». «¿Y qué quieres ser de mayor?», remataba tirando de manual: «Ser un trabajador disciplinado y leal a la URSS».

En torno a ese examen, existía el chascarrillo del zagal que, saliéndose del carril, replicaba a esto último: «Quiero ser huérfano del Estado». Habría que ver cómo reaccionarían los comisarios Iglesias y Marlaska tan resueltos a inmiscuirse en la conciencia de la gente.

Francisco Rosell, director de El Mundo.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *