En 2016, con Podemos a la baja, Sánchez perdió votos y escaños en relación con los comicios de 2015. El presidente no era un líder popular ni gozaba ya del favor y confianza -que dilapidó en un año- del aparato: el escultural ingenio y títere resultó un polizón que luego mutó en outsider y finalmente en un cracker y dinamitero. Sánchez no ha transformado completamente la cultura del PSOE, sólo ha revuelto el sistema de incentivos. Desató definitivamente los recelos cuando se presentó el 28 de diciembre de 2015, una semana después de las elecciones, en el Comité Federal del PSOE y solicitó su beneplácito para formar Gobierno con Iglesias y separatistas. Aquel Comité Federal traspasó, a regañadientes, confuso y desorientado, dos líneas rojas: admitió a Podemos como posible socio de Gobierno -e interiorizó su retórica- y permitió a Sánchez concurrir a la investidura sin haber ganado las elecciones. Fueron las dos primeras y en absoluto simbólicas victorias de Sánchez en el año de la crecida populista y neocaudillista.
Apenas 10 meses después, el partido le censuró y depuso de la Secretaría General, pero el PSOE ya había cedido y se había quebrado. Las circunstancias y narrativa le fueron propicias a Sánchez, que interpretó la partitura de Iglesias, basada en el sofisma de que una abstención en la investidura de Rajoy invalidaba al partido como referente de la oposición. Sánchez descifró también que no necesitaba ganar unas elecciones para gobernar, únicamente requería ahormar una mayoría reprobatoria. Para cualquier otro secretario general en cualquier otro contexto, el cargo y la paciencia constituían una garantía de acceso a la Presidencia del Gobierno. Sin embargo, Sánchez requería de la Secretaría General del PSOE para ser presidente -obvio- pero, al mismo tiempo, de la Presidencia para mantenerse como secretario. La moción de censura fue su revancha contra su partido. Le permitió asumir el control de la formación y asegurar el giro del grupo parlamentario.
Sánchez ha manejado con destreza y a la vez los tensores que le han permitido que un empeño fuese la palanca de acceso y salvaguarda del otro logro. Al final, Moncloa le permitió el mando absoluto sobre Ferraz, que había caído sin advertirlo en la trampa que le tendió Sánchez aquel diciembre de 2015. Si el aparato le concedió tantear la opción de gobernar con 90 diputados -y con Iglesias-, su no es no posterior con 84 estaba plenamente justificado. Sánchez impuso finalmente al partido el Frankenstein que el viejo PSOE le negó. Los bizantinos aficionados a comparar a Zapatero con Sánchez llegan a una única conclusión: la variable que los diferencia es el partido. Con Zapatero todavía existía y ejercía de freno y contrapeso. Zapatero fue un promotor de la crecida populista, Sánchez, en la cresta, es su fruto y manufactura. En mayo de 2017, Sánchez ganó sus segundas primarias -curiosamente entonando la consigna sí es sí- y prometió construir un nuevo PSOE, «el de los afiliados y militantes de base» [al tomar la palabra aquella noche de euforia anticasta prometió también una organización «creíble y coherente»; y al reconocer el esfuerzo de Díaz y López, algunos pocos jóvenes militantes corearon «Ote, ote, ote, fascista el que no bote»].
El proceso de primarias formaba parte del 39 Congreso Federal que reformó los Estatutos del partido en junio de 2017. Los nuevos Estatutos anularon al Comité Federal -mantuvo sus funciones pero bien atado en corto-. Los miembros natos -cargos orgánicos- fueron neutralizados por el peso que adquirieron los miembros elegidos; el Comité Federal ya no puede censurar a la Ejecutiva sin el concurso de las bases, que también ratifican la política de alianzas -según consulta a propuesta de la Ejecutiva, que además acorta los plazos para convocar el Comité Federal-. Así pues, el Comité Federal, órgano intermedio y de control de la Ejecutiva -el que la disolvió en octubre de 2016- quedaba emparedado entre y a merced del secretario general y las bases. En plena crecida populista y cesarista se nos oculta que un partido con ribetes plebiscitarios y que enaltece la conexión directa entre el líder y sus bases es más vertical y rígido que uno con órganos intermedios, en el que los territorios participan de la dirección y estrategia. Sánchez se permite prescindir de las federaciones territoriales porque su Ejecutiva ya no le rinde cuentas. Así que su Gobierno carece también de brida interna. En el último Comité Federal despachó el asunto de los indultos por la vía rápida. El partido es el Gobierno, carece de centro operativo, orgánico. El PSOE de Sánchez, a caballo de los tiempos, es una plataforma electoral.
Su músculo depende sólo del ejercicio del poder. Después de Sánchez, el PSOE sufrirá una crisis mayor que la que Sánchez no superó -el camino largo, escarpado, inoportuno e hidalgo era el transitado por Javier Fernández; el Suárez que se perdió el PSOE-. La crisis que traerá Sánchez no será sólo de liderazgo sino de orientación, identidad y desvalimiento. Sánchez ha impuesto una dinámica perversa de reclutamiento de cuadros que devolverá a lo que queda del partido al estado de naturaleza. Todos los partidos son maquinarias de poder, pero Sánchez ha creado un artefacto inarticulado que es exclusivamente una máquina de poder, cuya naturaleza, programa y razón de ser -por eso prescinde del principio de no contradicción- se reducen a la conservación del poder.
Tras la moción de censura, Sánchez asestó otro zarpazo al partido. He aquí, insisto, su virtud: utiliza el poder contra el partido -o para acometer transformación del partido- y el partido al servicio de su poder. El pretexto para la convocatoria de elecciones en abril de 2019 fue la foto de Colón; el contexto, las inminentes elecciones municipales y autonómicas. Al concurrir antes que sus barones, les marcó el paso. A efectos internos, la formación de Gobierno era una cuestión secundaria: obligó a sus barones a retratarse, pues mientras él parecía reacio -o disimulaba parecerlo- a integrar a miembros de Podemos en el Ejecutivo, algunos de sus barones ya lo habían hecho en 2015.
Aquella ostentosa y televisada representación que duró de abril a julio -investidura fallida- fue un ácido y frío ejercicio de vasallaje de lo que quedaba de aparato o voz: cierre de filas y vuelta a las urnas, las de noviembre, que mostraron de nuevo la dimensión de Sánchez: 120 diputados y un artilugio que inhabilitaba la forja de una mayoría alternativa. Cuando esto sucede, los gobiernos carecen de estímulos para satisfacer demandas diversas y plurales, concentran su acción en la satisfacción de peticiones selectivas e incluso marginales. Sánchez convierte al Gobierno -que usa el Estado- en un sistema de oportunidades que sustituye al partido, que deja de ser provisor de estatus. Sánchez ha fundido Gobierno y partido. Los partidos funcionan también como sistemas de solidaridad -los fines de los miembros coinciden-. Sánchez, que se conduce hasta el delirio por su divide y vencerás, concibe el partido exclusivamente como un sistema de intereses -cada miembro tiene su propio fin, aspiración, debilidad y objetivo-. Así que domeña el partido sólo porque tiene el poder, no la autoritas ni la virtud. Por eso lo ejerce sin clemencia ni servidumbres.
Sánchez no ha dado más peso al partido con su reciente batida. Ha incluido a Redondo en la purga. Son cosas distintas aunque relacionadas. Refuerza su modelo de partido como sistema de intereses y traslada el mensaje de que la promoción es de nuevo interna. O sea, afianza su bonapartismo durante los dos años en los que tendrá que decidir si convoca elecciones generales antes de que se celebren las autonómicas y municipales de mayo de 2023. Audaz, Sánchez ha captado que el sistema proporcional -pluripartidista- impide juzgar a un partido o a un Gobierno, mucho menos si es de coalición, en el que ninguna de las formaciones es completamente responsable. Para Sánchez, las fluctuaciones de voto, si son sostenidas, coyunturales y no alarmantes, no constituyen veredictos definitivos sino alteraciones momentáneas de popularidad. Si no sufre un sonado revés y no se materializa la posibilidad de forjar una mayoría alternativa al artilugio derogatorio que compuso en 2018, Sánchez baraja gobernar como líder del segundo partido más votado, consolidar al separatismo como fuente permanente de poder y concluir la mutación del PSOE hacia un Frankenstein estructural y cesarista, sin rienda ni contención.
Javier Redondo es profesor de Política y Gobierno de la Universidad Francisco de Vitoria y coautor, junto con Manuel Álvarez Tardío de Podemos. Cuando lo nuevo se hace viejo (Tecnos, 2019).