Sánchez y su política exterior de alto riesgo

El reconocimiento de la marroquinidad del Sáhara Occidental por parte del Gobierno español suscita la misma perplejidad que el acuerdo de la Administración estadounidense con los talibanes o el reconocimiento del Estado de Israel y el establecimiento de relaciones diplomáticas con él por parte de los Emiratos Árabes Unidos y Baréin.

Estos hechos invitan a pensar que en el espacio ampliado del Mediterráneo se están produciendo cambios sustanciales, reflejo del nuevo paradigma del orden internacional de la última década. Detrás de esta diplomacia singular está siempre la misma mano que mece la cuna. Mano que en su leading from behind ("liderando desde la retaguardia") y su America First ("América primero") se ha ido replegando en la región. Repliegue que sería erróneo interpretar como ausencia estadounidense.

Hace unas semanas, la proyección exterior de España se centró en la guerra de Ucrania. El ímpetu del presidente Pedro Sánchez por estar en un escenario alejado de nuestros habituales intereses geopolíticos invitaba a pensar en una estrategia de empoderamiento en el seno de la OTAN y, muy especialmente, en una aproximación a Estados Unidos ante la próxima Cumbre de Madrid, que podría incluir la defensa de Ceuta y Melilla por parte de la Alianza.

El afán del Gobierno español por mostrarse como valedor activo del respeto internacional a la integridad territorial de los Estados, violada por la invasión rusa de Ucrania, podría interpretarse como un mensaje a los aliados que sirviera para la defensa de los intereses españoles en el Mediterráneo. A modo de agenda oculta, este posicionamiento de España sería una oportunidad ante los desafíos en su vecindad del sur y, concretamente, de cara a las relaciones con Marruecos.

El sorprendente reconocimiento de la anexión del Sáhara Occidental por Marruecos desbarata esta argumentación. A raíz de esta mayúscula incongruencia, la ocasión de fortalecer nuestros intereses vitales ha dado un vuelco inesperado. La postura presidencialista de Sánchez termina arbitrariamente con el consenso parlamentario en una cuestión de Estado tan crítica y sensible para la sociedad española durante décadas.

Una decisión de tal transcendencia sobre el devenir de la región del Magreb-Sahel, la gran frontera del sur de la Unión Europea, sólo podía adoptarse al amparo de una adecuada evaluación de los riesgos y amenazas globales que actualmente allí confluyen, y que trascienden la capacidad de gestión española.

En el marco de las relaciones bilaterales argelino-marroquíes, el suministro gasístico es motivo de tensiones regionales, más incluso con el cese del abastecimiento de gas ruso hacia Europa. Al posicionarse España en el lado marroquí, la ventaja de la neutralidad proporcionada por las resoluciones del Consejo de Seguridad se diluye.

En el mejor de los casos, y de contarse con la aquiescencia del Gobierno de Argel, habría que considerar las dificultades internas de este, inmerso en una segunda oleada de la primavera árabe. Los argelinos son una sociedad contestataria que se ha enfrentado a su vecino en la Guerra de las Arenas y en la del Sáhara Occidental, ambas ocasionadas por la demarcación de sus fronteras.

El espaldarazo del presidente Donald Trump a Marruecos en el Sáhara, sumado al que el reino alauí dio a Israel, terminaron con la ruptura de relaciones entre los dos Estados magrebíes. En consecuencia, Argelia cerró el gasoducto que abastecía a Marruecos, provocando una incertidumbre en la zona del estrecho de Gibraltar que alarmó a la comunidad internacional.

Según se deduce de los comunicados del ministro de Asuntos Exteriores, José Manuel Albares, el Gobierno de Argel, siempre fiel al Frente Polisario saharaui, estaría decido a doblegar su tradicional apoyo ante el incremento de las ganancias auguradas por el impulso del suministro de gas a la Unión Europea (UE) ocasionado por la guerra de Ucrania.

En los últimos años, la guerra de Libia ha desestabilizado el Sahel, generando flujos migratorios hacia el Magreb que han sido instrumentalizados por Marruecos para presionar sobre las fronteras de Ceuta y Melilla. Difícilmente el arreglo hispano-marroquí frenará estos movimientos, que podrían incrementarse hacia Senegal para alcanzar las Canarias. Ello dependerá de la proyección exterior hacia África del Gobierno de Rabat, donde cuenta con importantes detractores por la cuestión del Sáhara Occidental.

Igualmente dudoso es que Marruecos renuncie a una Zona Económica Exclusiva frente a las costas del Sáhara Occidental, en la que entraría en colisión con los intereses españoles por los recursos energéticos y una notoria reserva de telurio, además de los bancos de pesca.

Asimismo, en el desarrollo del puerto Tánger-Med confluyen importantes intereses internacionales. Se precisaría de una gestión equilibrada para lograr un beneficio compartido (en vez de ser un factor de competencia para España) que se sume a los ya procedentes de los Acuerdos de Asociación con la Unión Europea.

De la reacción saharaui no se habla. La bochornosa gestión de la entrada a España del presidente de la República Árabe Saharaui Democrática, Brahim Ghali, fue un nuevo capítulo de las complejas relaciones entre España y Marruecos. El pasado noviembre se dio por roto el alto al fuego entre el Frente Polisario y Marruecos, decretándose el estado de guerra por incidentes fronterizos. La Misión de Naciones Unidas no pudo impedir las hostilidades ni la represión de las protestas.

La solución de una autonomía sigue siendo remota. Estas circunstancias pudieran derivar en un clima de violencia que incendiase la totalidad del Magreb, un escenario muy peligroso para la seguridad global, al que hay que añadir la presencia de mercenarios rusos en el Sahel.

En este marco, la Moncloa ha dado un giro copernicano en la defensa de los intereses españoles. Al margen de la ignominiosa gestión de la descolonización del Sáhara Occidental, la decisión del presidente Sánchez podría tomar dos derroteros distintos.

Por un lado, más allá de la crítica correspondiente por las formas, que este arreglo sea una solución fiable y duradera para las difíciles relaciones hispano-marroquíes. De otro, lo más probable, que a medio plazo no dé resultados. Mohamed VI está acostumbrado a ejercer la política del palo y la zanahoria con los Gobiernos españoles.

Ante la perplejidad de este realismo político, no caben posicionamientos promarroquíes, proargelinos o prosaharauis porque aquí, a la postre, lo único que cuenta es ser proespañol.

En un momento en que Estados Unidos, Israel, los países del Golfo, Francia y Alemania tienen sus ojos puestos en Marruecos, si esta aventura de Sánchez logra alcanzar sus objetivos contra todo pronóstico, habrá que reconocer su mérito, dado que es el riesgo más importante en la proyección exterior de España para su estabilidad y su seguridad.

Ahora bien, esta es una apuesta sumamente arriesgada que, de no resultar, le haría responsable de potenciar todas las amenazas que nuestro país tiene que afrontar en sus relaciones de vecindad en el sur del Mediterráneo. El tiempo lo dirá.

María Dolores Algora Weber es investigadora del Centro de Seguridad Internacional de la Universidad Francisco de Vitoria.

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