Sanción social, familiar, ¿jurídica?

Lo que era un secreto a voces -un asunto tenebroso, que diría Balzac- ha pasado a quedar expuesto a la luz del día: el anterior Jefe del Estado se hacía retribuir (o se dejaba retribuir, si se quiere hablar de manera más suave) por su trabajo de lobby a favor de empresas españolas. Una tarea que forma parte de su oficio -más aún: un verdadero deber-, pero que no resulta retribuible. Va en el sueldo. Y, por supuesto, en caso de cobrar, tendría que tributar como todo hijo de vecino.

En seguida ha venido la polémica sobre temas legales, porque nuestro hombre no es como los demás. La Constitución le dispensa -la dispensaba mientras estaba en el cargo- inviolabilidad e irresponsabilidad y la Ley Orgánica 4/2014, cuyo autores ya conocían el percal, entendió que la mejor manera de abordar el problema consistiría en ampliar su escudo protector. El Preámbulo llega a afirmar que “que todos los actos realizados por el Rey o la Reina durante el tiempo en que ostentare la Jefatura del Estado, cualquiera que fuere su naturaleza, quedan amparados por al inviolabilidad y están exentos de responsabilidad”, palabras que arrojan un tufo cortesano que resultaría estomagante incluso para el más palaciego y obsequioso de los juristas de la monarquía alauita en uno de esos arrebatos que se tienen de especial arrobo y con ganas irrefrenables de arrastrarse. Menos mal que el texto articulado consciente de que la Constitución proclama el principio de igualdad ante la ley, no se atrevió a incurrir en tamaños excesos. De ahí el debate que se ha abierto entre los profesionales del Derecho, del que puede valer como referencia el trabajo de Luis Rodríguez Ramos (bueno en cuanto suyo), ¿podría ser procesado el Rey emérito?, de El País de 20 de marzo.

Sanción social, familiar, ¿jurídica?Lo que ocurre es que estamos no sólo en una Monarquía parlamentaria sino también en una democracia de audiencia, en la que los castigos jurídicos, cuya trascendencia nadie ignora, no son los únicos posibles ni tan siquiera los más importantes. La sociedad, todo lo difuso que se antoje este concepto, tiene sus propios códigos y sobre todo sus propios órganos judiciales, que aquí ya han dictado una sentencia de condena implacable. La sanción social, vamos a llamarla así, es la primera que se impone a estos personajes mediáticos, otrora encumbrados, y consiste en algo parecido a lo que en la antigua Grecia se llamaba el ostracismo: al tipo se le impide ejercer el derecho más elemental, el de entrar y salir, o simplemente pasearse, sin ser objeto de escrache o incluso de bronca airada. La pena viene a consistir en un confinamiento doméstico obligado y (a diferencia del que ahora sufrimos nosotros) con carácter perpetuo. Como la prisión permanente (cierto que en arresto domiciliario), sólo que no revisable. Un castigo, dicho sea de paso, que no recae siempre sobre los corruptos, porque a Jordi Pujol nadie le tose por las calles de Barcelona y en Marbella Jesús Gil nunca dejó de recibir cariño. La visa tiene sorpresas, sorpresas te da la vida.

Más aún: la sociedad no sólo dicta sus leyes autónomamente y establece sus órganos judiciales, sino que también cuenta con sus ritos, sus modos de proceder. No pasa de la noche a la mañana de aplaudir a silbar, porque entre medio hay un periodo de espeso silencio. Los elogios a Juan Carlos cesaron ya hace unos cuantos años. De su heroicidad el 23-F, o de su campechanía de carácter, dejó de hablarse de pronto, entrándose así en un entorno de ausencia de elogio en público (en privado, las comisiones saudíes eran la comidilla de todo el mundo) que es una suerte de purgatorio por el que en estos casos se transita antes de llegar al destino final, el averno: los pitidos, o sea, lo que en lenguaje taurino es la bronca. El decurso reputacional de este hombre ha sido digno de estudio: al inicio, cuando fue designado por Franco, se le tenía por un bobalicón, y ha girado sobre sí mismo hasta ser considerado demasiado listo. Entre ambas cosas, ha existido la cúspide y, se insiste, luego el interregno del silencio, -un silencio estruendoso, por así llamarlo, no había cacerolas, pero la atmósfera se cortaba con un cuchillo- en el que ha vivido hasta hace poco.

La segunda sanción y no menos tajante ha sido la familiar: que tu hijo te repudie en público, que se avergüence su estirpe. El comunicado de la Casa del Rey del pasado día 15 consistió precisamente en eso. Y sin apelación posible.

Se sigue de ahí que las sanciones propiamente jurídicas, cuyo horizonte ha estudiado Luis Rodríguez Ramos con su profundidad proverbial, son sólo las terceras y, a estas alturas las menos trascendentes. ¿Actuará la Fiscalía, en España, en Suiza, o en los dos sitios? ¿Qué hará la Sala Segunda del Tribunal Supremo? ¿Se planteará la inconstitucionalidad del aforamiento establecido en la Ley Orgánica de 2014? No tiene uno a mano un tarot. Pero, se insiste, quien de verdad tenía que hablar –la sociedad y la familia- ya lo han hecho y además de una manera inequívoca: Roma locuta, causa finita.

Y, puestos a conjeturar, también cabe interrogarse qué sucederá cuando el Emérito rinda su alma a Dios: ¿Se llevarán el cadáver al Panteón de El Escorial, empezando por ponerlo en el pudridero –el nombre se las trae, dicho sea de paso-? Vaya un papelón. El Senado romano disponía de la institución damnatio memoriae: que del fallecido se borrase todo rastro e incluso no se le mencione más. “El olvido es la única venganza” que diría Borges muchos siglos más tarde.

Pero dejemos de elucubrar y volvamos a la realidad para poner las cosas en su contexto, el aquí y el ahora: el de las instituciones españolas.

Del régimen del 78 (palabra que suele emplearse con tono de pocos amigos y del que emplearse con tono de pocos amigos y del que el juancarlismo, para bien o para mal, formaba parte estructural: las trapacerías económicas del jefe constituían, como la financiación de los partidos, su face cachée o, si se prefiere decir así, su partie honteuse) hay que indicar que no ha sabido renovarse: los síntomas de la artritis son evidentes desde 1996 y en 2004 alcanzaron el estadio propio de la necrosis, pero se optó por el disimulo, pensando que tapar los pecados era un buen remedio, o incluso se dio el paso de idealizar lo sucedido en 1977-1978 como si se tratase del fin de la historia, en el mejor sentido del término. Abuelos cebolletas contando batallitas salieron a la palestra.

Y así hemos terminado esta tesitura. Los enemigos de la patria se han encontrado con este regalo caído del cielo -¡qué fácil resulta subirse al carro de los que, como Ortega en 1930, sostienen que delenda est monarchia!- y los que estamos en el lado bueno nos toca el papel nada sencillo de defender la institución monárquica, de esencia personalista, con argumentos de funcionalidad, como son los que emplea Manuel Aragón Reyes en otro artículo de El País, La legitimidad de la Monarquía, porque no hay otros. Y ello pese a la hipoteca que supone la conducta de la persona que la ha encargado durante tantos años. Los años fundacionales, para más escarnio, cuando son tan determinantes las idiosincrasias de los individuos. Pero sucede, que la alternativa –la República, aun si lo siguiese siendo de España entera- nos abocaría (en un ambiente político, o sea, el sectarismo, ha llegado a ser como el gas mostaza, incluso antes de que el populismo le añadiera lo que le faltaba para convertirlo en napalm), la alternativa, digo, sería algo incluso peor: los modelos de Italia (Constitución de 1947) Y Alemania (1949), que ha salido muy bien –Steinmeier, por ejemplo, es una bendición, un gran integrador, como si nunca hubiese pertenecido a partido alguno: un arcángel para entendernos-, no se antojan fácilmente importables. ¿Alguien acaso se imagina como Jefe del Estado, llamado a arbitrar y moderar, o sea, a serlo de todos sin distingos, a uno cualquiera de los que han desempeñado la Presidencia del Gobierno a partir de 1996, incluyendo por supuesto a su anterior titular? La mera hipótesis estremece.

Antonio Jiménez-Blanco es miembro de la Academia de Doctores de España.

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