Saneamiento, reformas y confianza

No me cabe duda de que el mayor servicio que el actual Gobierno ha podido prestar a nuestra democracia desde el inicio de su mandato es la reforma del artículo 135 de la Constitución para implantar un límite al déficit público y consagrar constitucionalmente el principio de estabilidad presupuestaria para todas las administraciones. La propuesta que el economista James M. Buchanan formuló hace más de treinta años, cuando escribió Los límites de la libertad, se está materializando finalmente en Europa, siendo nuestro país uno de los primeros en incorporarla a su norma constitucional. Un gran éxito del que nos alegramos la mayoría de los economistas españoles y cuyo promotor sin duda ha sido el PP que, contra casi todas las demás fuerzas políticas, ha insistido en su necesidad. Pero no me cabe duda tampoco de que el impulso final de esta medida se sitúa más allá de nuestras fronteras, donde desde mayo del pasado año se diseñan e imponen algunas de las medidas que configuran hoy nuestra política económica, gracias a la demostrada incapacidad de nuestros gobernantes y para su sonrojo si tuviesen capacidad de sentirlo.

El principio de estabilidad presupuestaria resulta indispensable no para que, como frecuentemente se mantiene, los mercados nos otorguen el crédito necesario sino, lo que es mucho más importante y decisivo, para asegurar un crecimiento suficiente y estable de la producción que garantice el empleo de nuestra población activa. Vengo insistiendo desde hace mucho en que para crecer con rapidez, que es lo que hoy necesitamos para absorber nuestras descomunales cifras de paro, una condición importante es que el sector público mantenga una dimensión prudente medida por la relación de su gasto con el PIB pues, dentro de límites de prudencia en el gasto, la presión fiscal no será excesiva, no dificultará demasiado la actividad privada ni tampoco reducirá en exceso la eficiencia de la economía en su conjunto. En los más de 35 años que van desde el principio de la década de los setenta del siglo pasado hasta el principio de la crisis actual, esos límites parecían situarse entre un 35 y un 40% del PIB y en ese intervalo se situaban también los límites de una presión fiscal tolerable, compatible con crecimientos medios del PIB por encima del 3% en un importante conjunto de países avanzados. En ese periodo quienes no siguieron esa pauta vieron apreciablemente mermadas sus capacidades de crecimiento.

Sin duda, el déficit público sigue encandilando a muchos políticos, pues les permite saltar los límites prudentes del gasto sin penalizar a sus electores con mayores impuestos. Financiando el gasto público a déficit todo parece gratis. Tremendo error, porque el déficit ha de cubrirse a su vez con deuda o con la emisión de más dinero y ambas alternativas terminan pagándose de algún modo. En definitiva, para gastar hay que recaudar impuestos o emitir deuda, lo que además resultará injusto si con ella se financian gastos corrientes, pues estaremos pasando su carga -intereses y amortizaciones- a nuestros herederos, que tendrán que pagar más impuestos para soportarla. La otra alternativa, la de financiar el déficit con dinero nuevo, nos llevaría a más inflación, que no es más que otro impuesto aunque, sin duda, el más injusto de todos. Por tanto, antes o después los impuestos terminarán siempre financiando el déficit. No existe otro camino.

No existen, pues, gastos públicos gratis, aunque muchos políticos sigan jugando con la ilusión de que la deuda de las épocas de crisis se podría pagar con los superávits generados por los aumentos de recaudación tributaria de las posteriores épocas de bonanza. Tampoco esto es cierto casi nunca. En nuestra dilatada historia -y en opinión de los políticos con muy escasas y honrosas excepciones-, las épocas de bonanza nunca han llegado si de lo que se trataba en ellas era de gastar menos. Siempre han existido necesidades públicas perentorias y actuaciones prioritarias que obligaban a seguir gastando. Por eso la deuda pública ha ido creciendo casi siempre año tras año.

Algunos economistas han señalado recientemente que ese aumento continuado de la deuda pública puede poner en grave riesgo al crecimiento de la producción -y, consecuentemente, al empleo- y que eso ha ocurrido siempre que su cuantía se ha disparado por encima del 90% del PIB. Una barrera todavía aparentemente lejana para España, pero a la que podemos aproximarnos en muy poco tiempo si seguimos con un elevado déficit público o, como en Irlanda, si en un futuro tuviésemos que recurrir a algunos rescates bancarios, porque nuestra deuda pública ha pasado desde el 36 a más del 63% del PIB en tan solo cuatro ejercicios. Es explicable que los inversores extranjeros, a la vista además del desorden de la deuda autonómica registrada y por registrar, se resistan a comprar más deuda pública española, pues temen que seamos incapaces de pagarla a su vencimiento si antes no atajamos el déficit y logramos impulsar nuestra producción. De ahí lo que puede representar para el futuro el nuevo texto del artículo 135 de la Constitución, siempre que en ese futuro contemos con Gobiernos respetuosos con la letra y el espíritu de las normas constitucionales.

Lo de reducir el déficit -es decir, el saneamiento- ya está en marcha, aunque con sobrada parsimonia pues habrá que esperar hasta el 2020 para la completa eficacia de la nueva norma constitucional. El cómo hacerlo también está ya anunciado. Para unos, reincidiendo en el error de elevar los tipos y tarifas de los impuestos en épocas de crisis. Para otros, mediante la fórmula, ya experimentada con éxito entre 1996 y 2004, de una drástica reducción de los gastos, aunque sin comprometer los que sean esenciales para el bienestar social. Para ambos grupos, esperando la recuperación del crecimiento del PIB, porque esa recuperación supondría mayores ingresos fiscales.

pero no seráposible recuperar el crecimiento del PIB ni aspirar a la mejora del empleo sin reformas sustanciales en el ámbito laboral, en la energía, en la libertad de los mercados, en la formación de la fuerza de trabajo, en la calidad de nuestro capital productivo, en las dotaciones de infraestructuras, en el cuadro impositivo y en tantos otros aspectos que determinan nuestra capacidad de producción. Se trata de alcanzar una economía mucho más eficiente que la actual, porque en estos años de crisis el mundo ha experimentado un cambio radical y seguirá sufriendo aún más cambios sustanciales en los venideros. Por eso, la economía española no será capaz de volver a una senda de alto crecimiento estable si no acomete esas profundas reformas que nos pongan en la pista de despegue del mundo del siglo XXI, dominado por la globalización de la economía, las nuevas tecnologías y la innovación a todo trapo, bien distinto a todos los mundos anteriores. La tarea será larga y difícil, pues serán muchas las fuerzas que se opongan al cambio, incluso alterando irracional y fuertemente la paz social. Pero el Gobierno habrá de emprenderla con decisión si no quiere que el país se quede fuera del pelotón de cabeza, donde habíamos logrado situarnos antes de la crisis.

La confianza en nosotros mismos, en que seremos capaces de superar todos esos tremendos retos, constituye la primera condición para recuperar la confianza de los mercados, que no se nos negará si somos capaces de ajustar el desequilibrio público en poco tiempo y de poner en marcha de inmediato las reformas que nos conduzcan a la modernidad. Nuestros políticos tendrán mucho que ver en ello, porque han de transmitir a una sociedad pacífica y deseosa de encontrar de nuevo la senda de su progreso, las señales que indiquen que formamos un país sin fracturas, con objetivos bien definidos y decisiones mejor meditadas y dispuesto a soportar los sacrificios necesarios para alcanzar nuestras metas. Algo de eso se ha atisbado en el debate del artículo 135, aunque lamentablemente no han faltado tampoco los regates en corto y los anuncios apocalípticos de quienes, sorprendentemente, parece que no desean ni la estabilidad presupuestaria en sus propios territorios ni el control del gasto y mucho menos la solidaridad necesaria para la cohesión del Estado. Aunque lo que quizá realmente teman sea el consenso de las fuerzas políticas mayoritarias que se ha atisbado en esta reforma.

Por Manuel Lagares, catedrático de Hacienda Pública y miembro del Consejo Editorial de El Mundo.

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