Sangre española

EL relativismo debilita la memoria. Y olvidamos la sangre. Olvidamos a ochocientas cincuenta y nueve personas asesinadas y cientos de heridos que no pudieron ser rematados. Cinco mil litros de sangre. Demasiada sangre. Derramada solo por ser española. Sangre imposible sin cuerpos destrozados y despojos humanos esparcidos por todos los rincones de nuestra desnortada España. Sangre de sobra para avergonzar a los profesionales del buenismo si no fueran refractarios a la compasión y a la justicia y, desde luego, al compromiso con la Nación.

Se olvida este inmenso sacrificio y, si sacrificar es hacer ofrendas a la divinidad, cuando se ofrenda a la Nación, la sangre se hace sagrada y exige el respeto y la veneración que se deben a las cosas sagradas. No hacerlo así es profanarla. Se lanzan proclamas, con la solemne oquedad de la retórica, cuando está aún caliente y, al poco, indiferencia y luego olvido. El alto el fuego «definitivo» de ETA ha desatado un tropel de frenéticas carreras para ser el más rápido y eficaz en agradarla. No es que me disguste la noticia, pero mi alegría es tan grande como la diferencia entre el anterior «permanente» (inmutable) y el actual «definitivo» (concluyente). Sutil diferencia (la banda maneja la semántica) si, además, organización y armas «permanecen», respaldando exigencias que no han provocado revuelo como la dichosa palabrita.

Pero, quizá por el relativismo, cada uno le ha dado la trascendencia conveniente. Así, unos, políticos, lo han celebrado llorando a lágrima viva. ¿Les pudo la emoción o intuyeron sensibilidad en el votante a tal exhibición de humanidad? Por el contrario, otros, comprensiblemente recelosos, lo han asimilado sin lágrimas porque ya no les quedan, o porque temen la incomprensión, la crítica e incluso la burla.

Y todo porque la banda dice que ya no mata más. Pensará que no lo necesita. En otra época de su siniestra historia ya experimentó similar asfixia operativa. En cambio, en ésta, caso único en una banda terrorista, ya ha alcanzado importantes objetivos políticos sin antes tampoco haberse impuesto por el terror. ¿Para qué las armas? Pero, por si acaso, no las suelta. Esta discutible novedad genera en muchos el absurdo pensamiento de que la banda se ha vuelto razonable, una especie de síndrome de Estocolmo que les lleva a agradecerle que no mate, síntomático de una sociedad enferma e inaceptable aunque existieran garantías. ¡Y no digamos si ETA accediera a excusarse un poco! Todo sin querer ver que, si la sangre es sagrada, más sagrada es la Nación y que la vamos perdiendo a medida que los terroristas invaden las instituciones, lo que solo la sangre hasta ahora había impedido. E, impávidos, volvemos la espalda a sangre e historia. Es desesperante ver con cuanta indolencia los españoles nos resignamos a nuestro suicidio como país.

Ha tenido que ser la banda, al decir que «el fin de ETA no está próximo» y que «hay que negociar la entrega de las armas», quien haya puesto, crudamente, un punto de frialdad en esta orgía promiscua que es la política nacional, especialmente en relación con los terroristas. Tenemos que dar al comunicado su exacto significado y exigir racionalidad, rigor y honestidad en la vida pública. Porque con tantas urgencias estamos olvidando, o retorciendo, la Ley. Porque los tres encapuchados son terroristas a perseguir y no los Reyes Magos que nos traen el regalo anhelado, porque la mal llamada Conferencia de Paz pudiera ser una impune apología del terrorismo, y porque, siendo el entorno de la banda también ETA (dice el Supremo), con cualquier nombre, estamos con él a partir un piñón, reunión tras reunión, como si la sangre fuera un sueño, como si los terroristas fueran catecúmenos del Estado de Derecho y de la democracia.

Solo ha cambiado una palabra, equívoca, en un discurso que se mantiene «permanente», concedida por estar ya en unas instituciones y para, si Dios no lo remedia, estar pronto en las otras. Una palabra rentable. Olvidamos la Ley y olvidamos la sangre. Y esas sí son razones «permanentes» o «definitivas». Sin estricto respeto a la primera no hay Estado de Derecho y sin rendida veneración a la segunda no habrá Nación. Los actos castrenses solemnes terminan con un homenaje a los que dieron su vida por España. En él se rinde tributo de recuerdo, afecto, respeto y admiración a los que llevaron hasta el límite su compromiso con ella y sirve a los vivos para fortalecer su espíritu con el ejemplo de los compañeros ya idos. Es la más hermosa manera de hacer Patria.

No veo por qué estas víctimas han de ser menos. Es también sangre española sagrada. ¿Permitiremos que termine profanada?

Por Francisco Almendros Alfambra, general retirado de la Guardia Civil.

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