Sanidad pública: existe la realidad

Uno. Las largas listas de espera embalsan y ocultan la demanda desatendida y permiten que el Sistema Nacional de Salud recortado muestre una apariencia de normalidad: ofrece las prestaciones de siempre y los centros de salud, ambulatorios y hospitales mantienen la actividad habitual sin que la demora —a menudo acompañada de precariedad— en asistir a muchos enfermos, cada día más, sea visible para la sociedad (los pacientes obviamente aislados y desconocidos entre sí son incapaces de hacerse presentes y el número de los que esperan es, en todas las autonomías, un dato para uso político, en penumbra y manipulable; de hecho, las listas de espera constituyen una pantalla que vela el verdadero estado del Sistema). A la sanidad pública no se le ve mala cara aunque está enferma, muy enferma y sin tratar desde hace años. Los políticos neoliberales en el poder han hecho poco más que llamar reforma a sus tijeretazos de urgencia.

Pero también los restantes partidos políticos se desentienden del Sistema. Proclaman su ferviente devoción por la sanidad pública y se escandalizan por los ajustes que ha sufrido, pero no hacen nada ni sugieren nada para afianzarla de algún modo ante las sacudidas que aguanta. Ni siquiera hablan de ella. En el pasado debate sobre el Estado de la nación la sanidad pública fue omitida, desairada por todos los políticos. Se diría que para ellos está bien tan mal como está. No les inquieta su futuro. El que se supone principal y celoso guardián del Estado de bienestar, el Partido Socialista, no va más allá de prometer en declaraciones a los medios que, cuando vuelva a gobernar, revertirá las medidas adoptadas ahora por los populares, o sea, nada menos que acrecentar lo recortado, suprimir los copagos, incorporar a las personas excluidas, abolir las privatizaciones, en fin, resucitar de hecho el Sistema feliz de años pasados, qué bendición. Quiere desconocer —y desde luego los demás partidos también— que el curso de la crisis arrastra y agrava una serie de hechos económicos que prohíben los sueños y obligan a repensar con rigor el Sistema. Hechos como estos dos:

Sanidad pública existe la realidad—La disciplina de los mercados. En 1999, James Morone, profesor en la Brown University, Estados Unidos, anunció y explicó (JHPPL, DukeU.24.5:892) el ahogo del gasto público: “Las presiones financieras recorren el sistema de salud (y) todo tipo de proveedores siente directa o indirectamente la disciplina de los mercados (financieros que) deslizan a través del globo altas sumas de dinero en busca de retornos elevados a corto plazo. Los inversores aprietan a los políticos de modo inequívoco: reducir el gasto público, cortar impuestos, equilibrar presupuestos. No toleran el déficit público... Los políticos que se resistan verán pronto cómo, en su país, el capital vuela a otras esquinas del globo, aumentan las tasas de interés y se hunden los índices de la economía”. Un feo mundo de capitalismo exaltado, pero es el mundo en que vivimos.

—Combatir el déficit. Nuestro Sistema nunca fue financieramente viable. Concebido como una sanidad romántica que no admitía la escasez —dar todo a todos en toda ocasión a precio cero en el momento del servicio— vivió desde un principio por encima de sus presupuestos, apoyado en un déficit constante que las autonomías endosaban casi con regularidad a un benevolente Estado. No es cierto que “pagamos la sanidad con nuestros impuestos” como tantas veces se dice o se escribe; la pagamos con los impuestos más deuda. La cuantía del déficit acumulado desde su último saneamiento, pocos años antes de la crisis hasta que ésta irrumpe, 16.000 millones de euros, da idea de su vital importancia en la permanencia del sistema público. Ahora, bajo el peso de una enorme deuda nacional, el déficit de las Administraciones todavía más alto del exigido por Europa, la reforma fiscal a la baja, un crecimiento flojo y perezoso y la vigilancia de los mercados, tales artificios no caben.

Dos. Los hechos, en suma, avisan de que los días de despreocupación por el dinero público han pasado y los recursos del Estado son, como los de todos, escasos por naturaleza. El Sistema ya no puede seguir viviendo en las nubes sostenido por un déficit continuo. Su coste de oportunidad (lo que dejan de hacer las autonomías en otros sectores —educación, dependencia, justicia, industria, cultura, seguridad, etcétera— al destinar recursos a sanidad) sería insoportable. Se acabó la ficción. “Si no existiera la realidad, yo estaría muy bien” se queja a su médico un personaje de un cuento de André Maurois. Pero la maldita realidad existe y solamente aceptando la realidad podrá subsistir nuestra sanidad pública. Renovada, claro, distinta. Reformándola a fondo, incluso transformándola, y eso cuanto antes. Porque dejar pasar más tiempo sin hacer algo supone en la práctica deshacerlo todo: la sanidad pública tal como está, financieramente menguada, escasa de inversiones que actualicen sus instalaciones y tecnologías, despoblándose de profesionales y muy mal pagados y desmotivados los que quedan, debilitada por las diferencias entre las autonomías que rompen la equidad y la solidaridad y con unas listas de espera sin fín que causan la desafección de la clase media, soporte natural del Sistema (en Reino Unido, Besley observó que la probabilidad de contratar un seguro aumenta un 2% cuando las listas de espera crecen una persona por mil de población; y en España se produce una privatización continua, espontánea y silenciosa: más de 10 millones de ciudadanos —y se prevé que aumenten a medida que se cree empleo— pagan ya voluntariamente una póliza de seguro, es decir, han desplazado a sus propios bolsillos la responsabilidad financiera del Estado —sufragar el gasto sanitario— para librarse de la incertidumbre y el dolor que la espera en la asistencia pública añade a la enfermedad), esta sanidad pública, digo, pierde progresivamente calidad y en pocos años quedará degradada a servicio de beneficencia, una medicina pobre para pobres. La pasividad actual de todos los partidos políticos provoca el descrédito de la sanidad pública y su abandono social, estimula la privatización y multiplica las desigualdades.

Tres. El primer acto de una reforma seria, base y condición de todos los cambios, ha de ser el de hacer viable el Sistema que ya desprovisto de la financiación sumergida del déficit y con presupuestos muy acotados debe hacer frente a un gasto sanitario expansivo y acelerado por el progreso de la tecnología (un ejemplo: el nuevo y sobrecaro tratamiento de la hepatitis). Mantener la calidad de la asistencia y a la vez el precio cero universal ya es impensable, y desde luego también lo es que un próximo Gobierno socialdemócrata sea capaz de escabullirse de las presiones financieras y políticas (mírese a Francia) y revivir la sanidad pública de la abundancia. Lo que fue antes de las crisis no volverá a ser. Ahora el Sistema requiere una financiación complementaria, y no cabe esperar que una mejora de la eficiencia, incluso una utópica supresión total del despilfarro, la habilite. Más dinero adicional sólo puede tener un origen privado (la forma de recaudarlo —copagos, pagos de determinados tratamientos o procedimientos, seguros puntuales, etcétra— debería ser, claro, cuidadosamente estudiada y en cualquier caso modulada por la renta excluyendo a los más desfavorecidos). Dicho de otro modo, el Sistema público no dispone de bastante dinero público para asegurar la calidad de su asistencia y es preciso dinero privado para evitar el desastre que su degradación sería para la sociedad española. Dinero privado para salvar la sanidad pública. ¿Tendría efectos indeseables? Sin duda, pero muchos menos y menos dolorosos e injustos que los de una sanidad pública degradada.

Ante la presente realidad macroeconómica, dice Richard Saltman, sería irresponsable no ser escéptico acerca de la viabilidad de los sistemas de salud de financiación pública. Seguramente en nuestro país los políticos seguirán pasivos, escondidos tras el biombo de las listas de espera o de interesadas arengas para la galería en defensa de la imposible sanidad pública del pasado. Pero la realidad existe y, en último término, es simple: o una sanidad pública químicamente pura, a precio cero universal y condenada a la decadencia o una sanidad pública manchada, viable, de calidad, a precio cero para los desfavorecidos y en la que pueda sentirse a gusto la clase media.

Enrique Costas Lombardía es economista.

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