Sanna Marin contra los políticos que sólo hablan de política

Sanna Marin, tras justificarse por salir de fiesta con sus amigas durante sus vacaciones. Reuters
Sanna Marin, tras justificarse por salir de fiesta con sus amigas durante sus vacaciones. Reuters

Felipe González cultivaba bonsáis. Circula por los mentideros de la Villa la anécdota de un feliz Boris Yeltsin intentando regar con su orina los árboles del presidente tras una abundante comida, y bebida, que casi acaba en un incidente diplomático con Rusia por la blasfemia contra la planta predilecta de Moncloa.

A José María Aznar le encantaba el pádel. Son de sobra conocidas las partidas que el director de este medio disputaba con el líder del Ejecutivo, que, por cierto, tras abandonar la presidencia se aficionó tanto al deporte que creo que hay atletas de élite menos en forma que él.

Mariano Rajoy leía el Marca. Fumaba puros y recitaba de memoria la alineación del Mallorca-Depor de la temporada 89-90, una cualidad esencial para empatizar con un altísimo grado de españoles que, con cada vez menos vergüenza, reconocemos que antes de saber la prima de riesgo es esencial que memoricemos hasta la última coma de las crónicas de las negociaciones entre Fernando Alonso y Aston Martin.

Sanna Marin, primera ministra de Finlandia, seguramente dedicará su tiempo libre a muchas cosas, pero al igual que usted y que yo, tiene como afición pasárselo bien. Bailar con sus amigas, cantar, reír y tomarse un par de copas. Exactamente el mismo plan que hacíamos nosotros con 36 años, si los hijos o el trabajo lo permitían.

Ese plan, que es el mismo que hace Pedro Sánchez, Emmanuel Macron, Joe Biden si tuviera edad para ello, Kim Jong-un y seguro que Vladímir Putin también, ha sido objeto de crítica esta semana por parte de medio mundo porque la propaganda rusa quiere acabar con una líder valiente que planta cara al totalitarismo.

Y al parecer, en esta nueva era en que la extrema izquierda es una religión con Inquisición propia, que una política baile una noche con sus amigas es una ofensa sólo comparable a, yo qué sé, invadir un país vecino provocando una masacre civil.

Pero sobre Sanna Marin ya está todo escrito, y no pretendo que estas palabras sean un alegato más a favor de su libertad, que por supuesto todo el que se considere ya no demócrata, sino simplemente decente, debería apoyar con sumo ahínco. Hoy vengo a hablarles de lo absolutamente esencial que es que los políticos tengamos aficiones que nada tengan que ver con la política.

Les hablaba al principio de los arquetipos de nuestros presidentes de Gobierno, y todos ellos tienen algo importante en común. Con independencia de su ideología o de la afinidad personal que podamos mostrar por ellos, todos, especialmente Rajoy por lo mundano de sus hobbies, son personas normales con vidas normales que circunstancialmente se han convertido en líderes de la nación.

Ser político es una profesión distinta a las demás y con unas connotaciones que hacen muy fácil que algunos de los que pertenecen a ella crean ser una especie de burbuja de élite que les posiciona en una atalaya superior a la de los demás.

Esa concepción narcisista y ególatra, propia de personas que sin un partido político jamás habrían hecho algo productivo por la sociedad, surge de creer que nuestra profesión es especialmente culta, relevante y etnocéntrica. En otras palabras, que los españoles viven única y exclusivamente preocupados por lo que hacemos, cuándo lo hacemos, cómo lo hacemos y siempre en continuo agradecimiento por nuestra labor.

Este comportamiento ridículo, pero no por ello menos extendido, vive su máximo apogeo en aquellos políticos que sólo viven por y para la política. Su tiempo libre lo dedican a ir a la sede a colgar carteles, cuando llegan a casa ven El ala oeste de la Casa Blanca, en el coche escuchan sólo la COPE, hacen deporte con pódcast y su lectura ligera de verano es un ensayo político sobre el fin del bipartidismo.

Entrar en una burbuja de tal dimensión vuelve a cualquiera loco. Pero si encima la locura se magnifica con la arrogancia propia del político, se vuelve una desfachatez peligrosa.

Entiendo que puede parecer frívolo y hasta banal, pero para que un representante público, o alguien que aspire a serlo, pueda comprender de verdad qué preocupaciones tiene la sociedad es muchísimo más importante pasar una tarde en una barbacoa con sus amigos de la infancia que la lectura del último artículo del suplemento dominical cultural de vaya usted a saber qué medio.

Para ser un político de verdad, de esos que entienden que nosotros estamos para servirle a usted y no usted a nosotros, necesitamos entender que la vida no es eso que sucede entre Debate sobre el estado de la Nación y sesión de control, sino en lo absolutamente horrible que es tener que rebobinar el capítulo final de Stranger Things mientras lo comentas en el grupo de WhatsApp de gente que, entre ciencia ficción y reality show, se preocupa por si el mes que viene no podrá pagar la luz.

Los políticos tenemos responsabilidades esenciales, y tenemos que ser más ejemplares que nadie. Pero para servir a los españoles es condición necesaria que sigamos siendo como ellos. Y aunque suene revolucionario, para ello leer la sección de deportes, cultivar bonsáis, jugar al pádel o salir de fiesta es muchísimo más importante que echar la tarde leyendo la crónica parlamentaria estadounidense.

Seamos normales de una vez, que la vida fuera del partido es fascinante. O, por lo menos, es de verdad.

José Ramón Bauzá es eurodiputado y expresidente de las islas Baleares.

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