Sansón y la seducción filistea

La palabra “filisteo” es —por lo menos desde que Matthew Arnold la difundiera en la Inglaterra victoriana— el nombre peyorativo de los miembros de la clase media. Como puede sospecharse, el término en cuestión se emplea principalmente en el seno de dicha clase cuando se quiere señalar vicios contra los cuales cree estar inmunizado quien lanza esta expresión. El filisteísmo constituye, en principio, un tipo de incuria mental propio de gentes que jamás se servirían de tal palabra y que incluso la ignoran del todo: el filisteo —y también, desde luego, la filistea— se muestra insensible a todo refinamiento, a toda sutileza y a todo disfrute estético o intelectual que exija abandonar los prejuicios de la conducta utilitaria y violentar el más plano sentido común. El tema fue archiconocido (baste con mencionar a Ortega) en la crítica cultural del siglo XX.

Casi toda la autosatisfacción moral de la clase media ilustrada se funda en el aborrecimiento del filisteísmo, lo cual resulta fácilmente comprensible. Si Arnold llevaba razón en que el filisteo es la corrupción del hombre medio, poco tiene de extraño que, una vez conocida la palabra, nadie quiera ser designado por ella. Nadie, salvo los cultivadores de cierta cazurrería cínica que puede llegar a gozar de mucha fortuna. Porque cabe, sin duda, blasonar de filisteísmo con todo el desahogo de quien dice: “Sí, ya me sé todas esas aburridas sofisticaciones a que tan aficionado es usted, pero a mí me dan igual porque no me hacen ninguna falta ni a nadie sirven de nada en la práctica”. Y después podrá añadirse alguna expresión del tipo: “Ya ves tú lo que me importa a mí que me llamen filisteo”, pronunciada quizá con acompañamiento de palabras reciamente machistas.

Pero el filisteísmo no solo es intelectual y estético. Hay un inconfundible filisteísmo político que se declara cuando la clase media se queda en ropa de andar por casa y se desentiende del qué dirán. El fascismo no habría triunfado nunca sin llevar al extremo esa desinhibición transgresora de quien decide abandonar de una vez los remilgos cuando queda claro que ha llegado el momento de dejarse de tonterías. Hay, por supuesto, más expresiones, semejantes a esta última (y resulta notable que la principal de ellas sea homófoba; exímasenos de mencionarla), para dar cauce a tan frecuentes eructos verbales. Naturalmente, el filisteísmo no conduce siempre a la barbarie (“bárbaro” era, por cierto, el nombre que Arnold daba a la degeneración del aristócrata) y a menudo se queda satisfecho con la hegemonía social de la vulgaridad. Entre los hábitos mentales de la derechona cinegética y los de la progresía guay, queda un amplio hueco para este pegajoso populismo de centro-derecha.

El filisteo considera un atraso ridículo que siga habiendo libros y periódicos de papel y que el tren pare en lugares donde raramente sube o baja nadie. Odia la cultura subvencionada y está convencido de que toda la enseñanza debe ser en inglés, porque ahí está el futuro (el filisteo adora el futuro y presume de conocerlo de primera mano). Le gustaría poder ir en coche a cualquier parte de la ciudad, a todas horas y a velocidad ilimitada, y clama por la reducción drástica del gasto público, salvo para el sostenimiento de colegios concertados. Juzga que los funcionarios —en particular, los docentes— son unos vagos y los impuestos, en general, un robo. Y dice y piensa muchas más cosas, aunque en un sentido un poco lato de lo que deba entenderse por pensamiento. No es difícil completar el retrato de ese personaje, tan viscosamente familiar. Cabe preguntarse, desde luego, si el filisteo cree todo esto de manera espontánea y después aparecen partidos que buscan su voto (y que lo obtienen a raudales) o si lo cree porque se trata de un ser de diseño, producido por los políticos, por la publicidad y por la baja cultura, pero la génesis de la falsa conciencia ideológica resulta demasiado circular y endemoniada para que quepa una respuesta breve a preguntas como esta.

Sansón no salió ni mucho menos ileso, según saben todos los lectores del libro de los Jueces, de su combate con los filisteos. Antes de doblegarlos fue cegado por ellos y, al derribar de un manotazo el templo para aplastarlos, hubo de sumarse a las víctimas de la proeza. No hay, desde luego, un Sansón capaz de acabar, ni siquiera a costa del sacrificio propio, con los filisteos de nuestro tiempo. Y, si lo hubiera, no le habría quedado más remedio que acostumbrarse a convivir con ellos intentando no llevarles la contraria en nada. Al menor amago de resistencia, lo habrían hecho morir, sin necesidad de arrancarle los ojos, por medio de aquello en lo que son maestros: puro aburrimiento.

Antonio Valdecantos es catedrático de Filosofía en la Universidad Carlos III. Sus últimos libros son Sin imagen del tiempo (Abada) y Manifiesto antivitalista (Catarata).

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