Sansón y los filisteos

Al afirmar enfáticamente en su célebre declaración de julio del 2012 que sólo los ignorantes podían pensar en una ruptura del euro, el señor Mario Draghi dejó en muy mal lugar a personas tan respetables como los ministros (o ministras) de Finanzas de Finlandia y Holanda, que habían dicho más de una vez que sus estados saldrían del euro si se veían obligados a utilizar el dinero de sus contribuyentes para ayudar a España, o los diversos dignatarios alemanes que habían afirmado en público tener muy por inevitable la salida de Grecia. Pese a Draghi, la posibilidad, o incluso deseabilidad, de una ruptura total o parcial de la eurozona no desapareció por completo del debate político, pero quedó en manos sobre todo de partidos que representan un nacionalismo radical y eurófobo. Tras las últimas elecciones griegas, sin embargo, han vuelto a ocuparse de ella los gobiernos.

Sansón y los filisteosSe trata de una cuestión política, pero incluso para valorarla políticamente parece indispensable analizarla también desde el punto de vista jurídico y con la excepción de un trabajo más bien dubitativo, publicado en la Colección de Working Papers del Banco Central Europeo (BCE), los estudios sobre la eventual salida de la eurozona que conozco, son fundamentalmente económicos y no abordan, o sólo muy tangencialmente y casi siempre para desdeñarlo, el problema de cuál sea el cauce jurídico de la salida. Si esta es necesaria, he leído más de una vez, los juristas encontrarán la manera de encontrarla.

Y sin duda así será, pero precisamente porque el problema jurídico es indisociable de la cuestión política, es conveniente que los ciudadanos sepan cuáles son esos cauces y las consecuencias que entraña seguir uno u otro.

El miembro de una asociación puede salir de ella por voluntad propia o por decisión de la asociación; abandonarla o ser expulsado de ella de acuerdo con lo previsto en sus estatutos. Pero como el tratado de la Unión Europea no contiene previsión alguna acerca de la expulsión, los estados miembros de la eurozona no pueden ser expulsados de ella sin previa reforma del tratado de Lisboa, que habría de ser aprobada por unanimidad, es decir, también por los estados que pueden temer la expulsión.

Al obstáculo que representa la dificultad de contar con la voluntad de la eventual víctima de la expulsión, se ha de añadir la que viene del cambio revolucionario que una reforma de esta naturaleza implicaría. Como ya se dijo en la Conferencia Intergubernamental que elaboró el texto del frustrado tratado Constitucional, al rechazar la propuesta de introducir en él un procedimiento semejante al de la Carta de las Naciones Unidas, la idea de expulsión es incompatible con el espíritu de la Unión Europea.

Desechada la expulsión sólo queda el abandono. Tampoco está previsto, pero en este caso el silencio no equivale a prohibición. Sin reforma del tratado, no puede un Estado dejar la eurozona sin salir de la Unión, pero en principio sí podría hacerlo separándose de esta de acuerdo con el procedimiento previsto en el tratado de Lisboa. Anunciar su propósito de separarse, e iniciar la negociación para establecer las condiciones de la salida y sus relaciones futuras con la Unión. Si al cabo de dos años, de negociación, que por parte de la Unión es dirigida por el Consejo, no se ha logrado el acuerdo, la separación se tiene por hecha, presumiblemente en términos hostiles.

El procedimiento es sin embargo inservible para salir del euro. Un Estado no puede anunciar con dos años de anticipación su decisión de cambiar de moneda y negociar, a lo largo de ellos las complejísimas medidas que implica el abandono de la moneda común y la recuperación de la soberanía monetaria.

Pero a diferencia de la expulsión, el abandono puede producirse también al margen del tratado. Como el Tribunal Constitucional alemán ha sostenido en dos sentencias célebres, la de Maastricht y la de Lisboa, la Unión Europea no es una federación y ningún Estado puede ser forzado a mantenerse en ella contra su voluntad. Para impedirlo, la Unión sólo puede tratar que la cambie, aceptando sus exigencias. Algo que ya se hizo en 1975, cuando para conjurar la amenaza británica de salir de ella, la Comunidad Europea aceptó renegociar las condiciones de incorporación para “devolver su dinero” a la señora Margaret Thatcher, y diez años después, en 1985, cuando Dinamarca decidió excluir de ella el territorio de Groenlandia.

Grecia sólo puede salir de la eurozona por decisión propia y sin duda se esforzará por no hacerlo, pues la salida arruinaría aun más su ya deteriorada economía. Pero tampoco cabe esperar que renuncie a amenazar con ello para mejorar las condiciones que hasta ahora se le han impuesto y que han hundido su economía. La amenaza no es baladí, pues a cambio de la ruina propia y de poner en riesgo la estabilidad e incluso la existencia de la eurozona, Grecia podría obtener algunos beneficios al negociar sus relaciones con la Unión después de salir de ella.

Esa negociación puede perseguir dos objetivos distintos: el regreso de Grecia a la Unión Europea o su permanencia fuera de ella, como Estado “tercero”. El regreso del Estado a la Unión, aunque no a la eurozona, en una situación análoga a la de aquellos que desde el inicio optaron por quedar fuera, no debería plantear grandes problemas, puesto que el Estado que vuelve no solamente cumple por definición todas las condiciones exigidas para el acceso, sino que tiene ya incorporado de antemano el famoso acquis communautaire, es decir, todo el monumental conjunto de normas que van desde las que aseguran la libertad de movimiento de personas, bienes y servicios, hasta las que garantizan unas condiciones mínimas de confort a las gallinas ponedoras.

La solución alternativa de quedar fuera de la Unión Europea es aun más fácil y ofrece además la paradójica ventaja de que, al convertirse en Estado “tercero”, Grecia podría recibir de la Unión Europea la ayuda que en cambio los estados miembros no pueden prestarse entre sí.

Si no se le dan buenos motivos para no hacerlo, no sólo la pasión, sino también el cálculo, pueden mover a Grecia a seguir el ejemplo de Sansón (el primer terrorista suicida del que haya memoria escrita: Jueces, 16, 24-31).

Francisco Rubio Llorente, catedrático emérito Derecho Constitucional, expresidente del Consejo de Estado.

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