Santiago de Cuba, 1 de julio de 1898

A las cinco y media de la mañana del 1 de julio de 1898, los semáforos instalados en el castillo del Morro, del Centro y de la Aduana del puerto señalaban, como de ordinario, la presencia de la escuadra norteamericana bloqueando la entrada a la bahía de Santiago de Cuba.

El día amanecía tranquilo y sonriente. La naturaleza exuberante, despojándose de los últimos jirones de niebla blanquecina invitaba a la vida. Nada parecía indicar el tremendo drama que iba a suceder, ni que esos retazos de bruma se trocarían, al final de la jornada, en harapos para amortajar a un montón de héroes.

A primera hora, salía de la ciudad, camino del Caney, un pequeño convoy de mulas escoltado por la Guerrilla de Cuba que transportaba harina. Con el grupo se desplazaba el capitán de la Guardia Civil Manuel Romero, que iba a efectuar el relevo de comandante militar del poblado. A mitad del recorrido, a tres kilómetros, al llegar a la vereda de San Miguel, cerca de la fuente de dicho nombre, se confrontó con otro convoy, custodiado por 200 hombres al mando del comandante Agüero y con el cual venía el capitán de la Guardia Civil Casildo Moral, comandante militar del Caney, que iba a ser relevado. Las mulas de este grupo transportaban pan, del que había gran cantidad elaborado en el poblado. En mitad del camino se verificó el relevo de la comandancia militar y el intercambio de las acémilas, que constituían los convoyes, siguiendo para Santiago el capitán Moral con el convoy de pan y retornando al Caney el comandante Agüero, acompañando al nuevo comandante militar Romero y la carga de harina.

Santiago de Cuba, 1 de julio de 1898Casi en el mismo momento que se efectuaba el relevo y el intercambio de harina por pan, el alcalde municipal del Caney, D. Santiago Soto, se presentaba al general Vara de Rey y le pidió autorización para salir del pueblo y dirigirse a la ciudad, donde estaba refugiada su familia. En esos momentos Vara de Rey tomaba su desayuno en la Comandancia Militar, y después de escuchar la petición del Sr. Soto, mientras mojaba pan en un vaso de café con leche humeante, le dijo cordialmente: «¡Hola, señor alcalde, se va usted. Huyendo de la quema! ¡Pues yo no! ¡Aquí largo el pellejo». En seguida ordenó a su ayudante que acompañara al Sr. Soto y le facilitara la salida.

A los pocos minutos de desarrollarse las escenas anteriormente narradas, en los prolegómenos de un día largo, muy largo, uno de esos días que dejan muesca en la historia de los pueblos, comenzó el ataque norteamericano sobre El Caney.

Los norteamericanos habían comenzado la aproximación al objetivo de forma muy rápida. No querían dar la oportunidad de que el enemigo se retirara sin combatir antes de su llegada. Tampoco querían perderse el ataque a otra posición española, que tenían programado ocupar después de la caída de El Caney, prevista en un par de horas.

La batería Capron bombardeaba el fuerte del Viso, y la Infantería americana avanzaba sobre el pueblo. Pero los españoles rompieron fuego por descargas, a la voz de mando, desde sus fuertes y trincheras, deteniendo el avance de sus enemigos que retrocedían para reanudar luego un nuevo ataque. La población civil pidió al general Vara de Rey que le permitiera abandonar el pueblo, a lo que accedió el general.

La inesperada resistencia que opuso la pequeña fuerza española (el Batallón del Regimiento de Infantería de la Constitución nº 29 constaba en este día de 436 hombres, más cuarenta y cinco que componían la Compañía de Guerrillas, sumaban un total de 481 individuos) dio al traste con los planes del general Shafter, jefe del V Cuerpo de Ejército norteamericano. El jefe yanqui había asignado toda una división de Infantería, reforzada con una brigada independiente, una batería de artillería ligera y unos centenares de «mambises» en segunda línea, para una actuación que se preveía fácil y casi de trámite ya que de lo que se trataba era de impedir un posible ataque de las fuerzas españolas al flaco derecho del ataque principal.

En el diario de operaciones se dedicaba solamente un par de horas para cumplir aquella misión. El objetivo final, después de rebasar las defensas externas, existentes en las proximidades de la ciudad, era la entrada triunfal en Santiago y, como colofón de la jornada, apoderarse de la escuadra española, que al mando del almirante Cervera se encontraba bloqueada en la bahía santiaguera.

Fue tal la resistencia presentada por los españoles en todos los frentes que a duras penas, y al final de la jornada, las tropas norteamericanas pudieron ocupar las Lomas de San Juan, la posición defensiva más externa, pero en tal estado y con tantas bajas que tuvieron que pararse y atrincherarse a su vez, sin poder continuar. En ambas posiciones, El Caney y San Juan, las fuerzas españolas rondaban los 500 hombres en cada una y las fuerzas atacantes fueron 6.000 combatientes, es decir, una proporción de once a uno. Los días siguientes, las débiles defensas españolas fueron un obstáculo insuperable para el ejército americano que había quedado bastante maltrecho el día 1. Tuvo que esperar hasta el día 17 de julio, después de la destrucción de la escuadra española en el combate naval del día 3 de julio, y capitulación de la plaza, para poder penetrar en la ciudad.

La actuación de los soldados españoles en aquellos combates causó tal sensación en la opinión norteamericana que algunos autores se mostraron incrédulos sobre el número de defensores españoles en El Caney y San Juan. Uno de ellos fue H. Cabot Lodge, que escribió: «…rodeados como ellos estaban, aparecían con un coraje y una indiferencia al peligro que hace recordar a los defensores de Zaragoza y de Gerona. Se sabe que los soldados españoles han sido con frecuencia citados como modelo; pero en este caso desplegaron tal fortaleza, como en los días en que hace centurias era considera la infantería española como la más brava y mejor de Europa».

Como colofón, habría que añadir que al cumplirse los 25 años de aquella gesta, por Real decreto de Alfonso XIII, se creó y concedió el distintivo especial para conmemorar las defensas de El Caney y Lomas de San Juan el 1 de julio de 1898 a los combatientes que sobrevivían por aquellas fechas. La imposición se hizo de forma solemne en las capitanías generales donde residían los distinguidos. De todas las ceremonias se hizo eco la prensa: de Madrid existe documentación gráfica, publicada en la revista «Blanco y Negro» el 6 de julio; en Barcelona se celebró el acto en el castillo de Montjuic. Los distinguidos fueron: el sargento de Infantería Carlos Blando Rodríguez, el carabinero Luis Cámara Castalaga, el mozo de escuadra José Domingo Nin y el paisano don Manuel Herrera Adell. De ellos, el carabinero y el mozo de escuadra habían sido soldados del Constitución 29. Con toda seguridad, ambos lucieron con orgullo el distintivo en su uniforme de 1924.

Javier Navarro es arqueólogo.

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