Santo respeto

Ahora resulta que la misa de La 2 es el programa más visto de la cadena pública, con más de un millón de espectadores y el 15% de la cuota de audiencia. Es decir, que en solo unos días ha multiplicado por tres sus seguidores. Todo gracias a la petición de Pablo Iglesias de eliminar la retransmisión del oficio católico a la que respondieron los fieles y los de siempre -varios de ellos famosos- con una movilización a través de WhatsApp reclamando su seguimiento masivo. Está claro que les funcionó. No me extraña. Respondían a un ataque, sí, pero también a un desprecio.

Conozco gente que sigue esa misa. Gente mayor, sobre todo, que no puede salir de casa o que prefiere no hacerlo. Una vez asistí a una discusión muy interesante entre dos señoras septuagenarias acerca de si los efectos de la misa televisada podían equipararse a los de la misa presencial. Si el perdón de los pecados, por ejemplo, causaba el mismo efecto a través de las ondas. No estaban nada convencidas, y la cosa quedó en suspenso, a la espera de un sacerdote a quien preguntarle. Tal vez estos días sus dudas han quedado disipadas: está claro que seguir la misa en la tele es importantísimo y beneficioso.

Confieso que yo no soy de oír misa. No por la tele, al menos. Me gusta cuando viajo entrar en las iglesias, en especial si hay culto. He disfrutado mucho y varias veces en la misa católica de Saint Patrick Cathedral, en Nueva York, pero allí todo es espectáculo. De niña pasé por una época santurrona, la única, la última, por influencia de mi educación religiosa. Enseguida deserté. En la secundaria me hice atea. Luego descubrí que era mejor ser laica. No quise confirmarme, como muchos de mis compañeros. A los 36 apostaté. Fin del ciclo.

Las razones que me llevaron a apostatar tienen que ver con la fe -la que no tengo, claro- y son profundas y meditadas, pero también tienen que ver con el clero. Yo vivía mi ateísmo con tranquilidad y mansedumbre hasta que salió por la tele uno de esos jerifaltes eclesiásticos diciendo barbaridades del colectivo gay. No recuerdo exactamente qué fue, porque hay mucha casuística al respecto. No sé qué dijo: que la homosexualidad era una amenaza para el mundo, o un defecto que podía curarse, o la comparó a la hipertensión, o dijo que los homosexuales no son capaces de amar… en fin, no recuerdo cuál de todas fue exactamente. Solo sé que aquel día me dije: «Basta. No insultarán con mi aquiescencia, mucho menos en mi nombre». Escribí al arzobispado de Barcelona -al que pertenecía mi parroquia- y les dije que ya no deseaba pertenecer más a su club, a su secta, a su grupo. Un grupo que me avergonzaba con su falta de respeto y de sensibilidad, con el desprecio hacia otras personas y con su insultante soberbia.

Fue fácil y rápido. Más de lo que pensaba, de hecho. En cierto modo, una decepción. La carta tardó en llegar apenas 10 días: Venía de la Vicaría General del Arzobispado, muy coherentemente ubicada en la calle del Bisbe. Decía: «Apreciada señora: Con fecha de hoy y atendiendo a su petición, hemos procedido a registrar vuestra baja como fiel de la Iglesia Católica. Atentamente…».

De modo que me hice apóstata por una cuestión de respeto. O, más bien, de falta de él. Hace mucho que me maravilla el modo en que ciertos representantes de la iglesia desprecian y/o insultan a quienes no piensan como ellos. ¿Es que no recuerdan la teoría? ¿No han leído el manual? Que yo sepa, Jesús de Nazaret jamás insultó a nadie por su inclinación sexual ni por ninguna otra cosa y tuvo tendencia a proteger a todos menos a los poderosos. Un auténtico revolucionario, un elemento incómodo para el poder establecido, un ideólogo de la izquierda radical. Si Jesucristo resucitara hoy, sus tesis incomodarían a sus jefes y me juego algo a que volvería a terminar fatal.

Pero, volviendo a La 2. A mí lo que me gustaría sería ver en directo la oración del sabbat desde alguna sinagoga. O una misa pentecostal, o bautista, o cualquier otra cuyos fieles necesiten. Me gustaría que desde la televisión se fomentara el respeto a la tolerancia. Que sea verdad que se da voz a las otras confesiones (y no como ahora: miren la parrilla de programación).

Quisiera que todos los viernes se emitiera la llamada a la oración musulmana desde alguna mezquita. Ver los rezos de los fieles siguiendo a su imán. Me encantan las mezquitas. En pocos sitios he sido tan feliz como en el interior de la Mezquita Azul de Estambul, sentada sobre las alfombras, meditando, o dejando el tiempo pasar. Una vez fui a la mezquita -mucho más modesta- de la calle de Sant Rafael, en el Raval de Barcelona. Seguí la oración en la zona de mujeres, hice muchas reverencias e inclinaciones de cabeza, encontré ayuda y cobijo (y documentación para una novela, que era lo que buscaba) y aprendí mucho. Respeté, fui respetada. La verdad es que fue precioso.

Care Santos, escritora.

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