Sapere aude!

Ahora que el anteproyecto de Ley de Economía Sostenible del Gobierno, que forma parte de la estrategia para cambiar el modelo productivo, prevé un Pacto por la Educación con la intención de reforzar una educación de calidad y modernizar e internacionalizar las universidades, quizás valga la pena opinar sobre el derrotero que puedan tomar dichas reformas no sea que, al final, todo se quede en una mera modernización profesionalizante de la Universidad, y poco más.

Las primeras cuestiones a debate son, a mi juicio, las siguientes: ¿Ha de limitarse la Universidad a transmitir información y conocimiento? ¿Consiste su misión en formar estudiantes y enseñarles un oficio con el que ganarse la vida? No lo creo. La Universidad debe, más bien, pertrecharles con el instrumental y la cartografía necesarios para que no pierdan el rumbo a la hora de construirse como universitarios y profesionales, pero sobre todo como personas. Con ese bagaje, pero sin la muleta del profesor, a los estudiantes les compete elaborar su propio pensamiento y, siguiendo el ideal kantiano de la Ilustración, saturar su Sapere aude!, atreverse a servirse de su propia razón, tener el valor de colmar su saber, pensando por cuenta propia.

En lugar de divulgar informaciones o conocimientos asequibles pero que debilitan el espíritu, el profesor está llamado a influir sobre las capacidades del alumno para que construya su propio pensamiento. Ni la función de la Universidad consiste en presentar ante los estudiantes un conocimiento previamente masticado y después regurgitado, ni la del profesor en situarles ante la fuente del saber. Aun así, nunca podríamos obligarle a beber de él. Se trata de actuar como guías indicando la dirección que puedan llevar sus pasos hasta alcanzar la fuente, estimulando así su necesidad de saber que todos llevamos dentro, como se encarga de recordarnos Nietzsche. Además, nuestra preocupación se centraría no sólo en la transmisión de conocimientos, en su mayor parte con fecha de caducidad, y en un saber utilitario y necesario para ejercer una profesión, sino también en infundir en el ánimo del estudiante un impulso moral hacia una cultura de vida anclada en actitudes y valores, que le permita ser una persona cabal, capaz de una cordialidad amistosa.

Más que encorsetar al estudiante en un corpus teórico asfixiante, ejerzamos nuestra docencia como una actividad orientada a fecundar su inteligencia, a desarrollar en él una actitud positiva, en el sentido de añadidora de algo personal, aunque sea muy liviano, a lo que recibe desde la tarima. Nuestra docencia no puede quedar reducida a un saber libresco, a una cháchara que decrepita al fuego fatuo de los manuales al uso. Para el estudiante, más importante que amontonar un saber sabido es reflexionar sobre lo aprendido, como ya nos enseñó Antonio Machado por boca de Juan de Mairena: "Aprendió tantas cosas que no tuvo tiempo para pensar en ninguna".

En ocasiones, sin embargo, la endogamia y la escolástica de manual, el pitagorismo doctrinal de clanes y camarillas, lo emponzoña todo. Mejor será, pues, que estimulemos proyectos educativos que respondan a las reflexiones que los mismos profesores realizan sobre su propia disciplina, para no acabar siendo, como nos enseña Descartes, "como la yedra que no sólo no alcanza mayor altura que la de los árboles, sino que frecuentemente desciende después de haber alcanzado la copa", hasta convertirse en humus.

Seguramente cada cual logra tener una visión personal sobre su propia disciplina después de un proceso lento y a veces árido, de contrastación, análisis y reflexión, que ha pasado por fases de fascinación y desencanto, y de rebelión ante la sabiduría convencional de cada profesión y posterior reelaboración personal.

Como economista, reconozco que salimos de las facultades con una visión ciclópea de la economía, es decir, unidimensional, pues, al igual que el cíclope homérico Polifemo, la aproximamos con un único ojo. Sólo el contacto con la vida económica, social y política nos convierte en economistas de una pieza, con una visión macroscópica de la economía. Por esta razón, desgraciadamente, existen muchos licenciados en economía pero muy pocos economistas.

El primer requisito para que el Pacto por la Educación no fracase debería consistir, a mi juicio, en no perder de vista que saber y libertad van tan unidos que no puede darse el uno sin la otra. Las reformas educativas no pueden constreñir la sagrada autonomía de las personas ni la libertad docente de los profesores, pues el toque de queda académico es letal para la Universidad. Por eso, los universitarios ni sabemos ni queremos estar acuartelados, lo que no es excusa para instalarnos en la rutina fácil del manual y de las clases magistrales.

Por lo que respecta a los ciudadanos, tienen todo el derecho a exigir al Gobierno y a los agentes sociales que no se malogre esta oportunidad. En primer lugar, para que las titulaciones universitarias desborden el ámbito técnico-profesional y cubran materias consustanciales a una formación libre e integral del estudiante. Y, en segundo lugar, para que las universidades estén dotadas de medios, recursos y organización a la altura de sus ambiciones, piedra ésta en la que han tropezado, hasta ahora, todos los Gobiernos españoles.

Manuel Sanchis i Marco, profesor de Economía Aplicada de la Universitat de València.