Sarko y Ségo

Amar a un país es preocuparse por él. Yo amo a Francia por múltiples razones personales, políticas y profesionales. Por ello me permito, a veces, tomar partido como lo hago hoy a favor de la candidatura de Ségolène Royal, del partido socialista y del centro-izquierda francés.

Digo bien "centro izquierda", y esta es una relativa novedad en una nación tradicionalmente dividida, con rigidez mayor que en el resto de Europa, entre derecha e izquierda. En la práctica, como lo demostró François Mitterrand, se puede gobernar en el centro con el corazón en la izquierda. Ello tiene que ver con la epopeya golista: fue un militar patriota de derecha, Charles de Gaulle, quien salvó el honor de Francia en la Segunda Guerra Mundial y quien tuvo la sagacidad de liquidar el colonialismo francés, pasándole esa pesada carga a los norteamericanos que (Irak) no saben qué hacer con ella.

De Gaulle fue puesto a prueba por los acontecimientos de mayo de 1968. Ya no tuvo respuesta, pero de "la Revolución de Mayo" surgió una modernidad francesa que barrió las telarañas del siglo XIX y puso al día la agenda del país: nueva generación, el partido socialista renovado, el partido comunista disminuido, el derecho internacional defendido, las profesiones puestas al día, el matrimonio de humanidades y tecnología, los sueños imperiales abandonados. La izquierda, cada vez más pensante y axiológica; la derecha, cada vez más materialista y pragmática.

Se entiende que Nicolas Sarkozy desprecie "los eventos del 68". El candidato derechista representa a un movimiento sin memoria, tan "brutal" como lo ha calificado Ségolène Royal, fundando en la preeminencia del dinero y la sacralización de la competencia por encima de la solidaridad. A esta deriva, Sarkozy ha añadido derrumbamientos alarmantes en contra del trabajador migratorio, y a favor de la fuerza policial, con tintes de racismo y desprecio hacia la pegre, la chusma, básicamente negra y árabe, que en mala hora fue despachada de los barrios centrales de París a los desiertos urbanos y multifamiliares. Juan Goytisolo, en Paisajes después de la batalla, ha descrito admirablemente la vida de integración y coexistencia de los viejos quartiers; Jean-Luc Godard, en sus películas, la soledad inhumana de los páramos urbanos.

Sarkozy pregona el ascenso social acorde con los méritos de cada cual; Ségolène, el ascenso de cada cual acorde con sus derechos. Es una importante diferencia. El mérito puede ser recompensado sin justicia. Los derechos, por definición, no. Hoy, Francia es uno de los países más ricos de la tierra. Pero existen dos millones de pobres, cinco millones de desempleados, y escasas determinaciones políticas, sociales y económicas para acelerar el cambio y dejar atrás el statu quo. Yo no sé si una vez en el poder -si lo obtiene-, Sarkozy -lo dudo- mantendría el rostro humano de su campaña y no revertiría al rostro autoritario de su gestión. Ségolène, por otra parte, ha logrado liberarse de los extremos, unificar al partido socialista, vencer la sexista ley sálica de los franceses, atraer al centrista François Bayrou y ofrecer, en palabras del gran Jean Daniel, decano del periodismo francés, "una esperanza de salud democrática".

Los franceses son ideólogos discutidores y a veces sus altas voces producen niebla que les impide, a ellos mismos, ver la solidez de su cultura histórica. Ante las acechanzas del mundo disgregado y de los Estados debilitados de la post-guerra fría, cabe recordar que Francia, bajo Luis XIV y gracias al genio de Colbert, creó el primer Estado moderno de Europa y del mundo en el siglo XVII. Gracias a ello, liquidó las feudalidades ciegas y anacrónicas, pero también puso fin al saqueo del Estado por los nuevos poderes financieros.

Dos impulsos recientes han tratado de desacreditar la necesidad del Estado. La sacralización del mercado ha sido uno de ellos. La globalización sin dimensión social, el otro. Temo que Nicolas Sarkozy privilegie estas tendencias que desembocan fatalmente en el desamparo de los más débiles. Creo que Ségolène Royal puede alcanzar un equilibrio que fortalezca la base laboral de la economía de mercado, excluyendo la tiranía virtual de una sociedad de mercado. Proteger y alentar los derechos no lastima al mérito: lo justifica.

Tanto Nicolas Sarkozy como Ségolène Royal asumirán una de las presidencias democráticas más fuertes del mundo. Al grado, dice el gran jurista Robert Badinter, de que la democracia puede depender de ella. Conducir las políticas exterior y de defensa. Nombrar y despedir al primer ministro. Anular leyes, perdonar criminales, presidir el Consejo Superior de la magistratura. Acudir al referendo para modificar la Constitución. Disolver el Parlamento. Esta es, realmente, según la memorable designación que le debemos al historiador norteamericano Arthur Schlesinger, "la Presidencia Imperial".

Abusarla o acotarla. Emplearla a favor de pocos o a favor de la mayoría. Anquilosarla o modernizarla. Todo esto se juega, también, en la gran jornada electoral francesa de hoy.

Carlos Fuentes, escritor mexicano.