Sarkozy y Benedicto XVI

Los hombres grandes, los pensadores de visión luminosa, los políticos perspicaces miran con amor hacia delante suscitando esperanza, mientras que los hombres pequeños, los pensadores superficiales, los políticos de visión provinciana, miran sólo al pasado con rencor y al presente con desdén. Los humanos necesitamos guías que den que pensar, ofreciéndonos metas dignificadoras y abriendo caminos a la generosidad innata en el ser humano.

París ha propiciado el encuentro de dos hombres dispuestos a hacer de la cultura y del diálogo, en libertad y aceptación recíproca, el ámbito de encuentro entre los hombres de procedencias espirituales, sociales y religiosas distintas. Benedicto XVI ha hablado del camino de la teología y de las raíces de la cultura europea. En ella los monjes han sido pioneros y pilares, de lo que el cristianismo ha aportado y puede seguir aportando a la construcción de Europa, contribuyendo a ese triple quehacer permanente: roturar los campos para que, dando pan y vino, alegren el corazón del hombre (cultivo de la tierra); alentar los dinamismos del espíritu humano, recogiendo todas las aportaciones espirituales de Israel, Roma, Grecia, mundo islámico y mundo moderno (cultura); abrir la inteligencia y el corazón a la revelación de Dios, respondiéndole en la alabanza y la creación litúrgica (culto). Buscar a Dios y acompañar al hombre, renuncia a la inmediatez de la acción y del instinto para abrirse a la dimensión de eternidad, ínsita en nosotros: tales fueron pasiones permanentes de los monjes, signos así de la mejor humanidad. «Como encinas vigilantes son, de hoja y fruto perenne», decía de ellos Montalembert. He aquí sus tres grandes lemas: buscar a Dios («quaerere Deum»: si de veras busca a Dios, pregunta el abad a quien llama a las puertas del monasterio); la divina alabanza unida al trabajo esforzado (ora et labora); acoger a cada huésped como si fuera Cristo en persona (hospites tanquam Christus suscipiantur). Todo hombre tiene que cultivar hoy una dimensión monástica: interioridad, oración y silencio, con abertura a un Absoluto de amor, si quiere preservar su dignidad personal de la trivialización, la rutina y la desesperanza.

En el solar de Europa están vivas esas semillas y raíces monásticas. De ellas nació el amor a la palabra y a la Escritura, al arte del libro y su lectura. La crítica textual, la filología, la hermenéutica nacieron de la pasión por entender la Biblia, y a la vez que ella por entender a Homero, Platón, Virgilio y Cicerón. El Papa hace varias citas de un gran benedictino Dom J. Leclercq, cuya obra clásica, que reaparece estos días en castellano, lleva por título: «L´amour de Dieu et le désir des lettres»: amor de Dios que suscita el deseo de conocer las palabras y la Palabra, porque en ella están incluidos el ser de las cosas y el destino del hombre. Cuando las «letras» llegan hasta el fondo rozan la presencia y despiertan el deseo de Dios, a la vez que invitan a un silencio audiente. Machado sabía de ello y por eso con humildad de creador invitaba a sus compañeros de pluma: «Poetas, sólo Dios habla».

Más innovadoras que el discurso del Papa, reasumiendo ideas familiares desde los comienzos de su pontificado sobre la necesaria correlación entre fe y razón como único camino para superar fundamentalismos y relativismos mortales, son las palabras de Sarkozy: proclamación de una nueva manera de establecer la relación entre la República francesa y las religiones. Partiendo de las palabras primigenias: libertad, igualdad, fraternidad, y para ser fiel hasta el final a ellas quiere acoger e integrar todas las aportaciones de la sociedad, que respetan los derechos humanos, aceptan la división de órdenes de realidad y están dispuestas a integrarse en un sistema de libertades y deberes cívicos.

Sarkozy ha tenido el coraje de enumerar los problemas comunes a todos hoy: la crisis de sentido, de la familia, de la democracia, del medio ambiente. Por ello después de felicitar al Papa como «hombre de convicciones, de saber y de diálogo» afirma que en la sala del antiguo monasterio cisterciense donde tenía lugar el encuentro, estaban representadas todas las fuerzas, grupos y movimientos vivos de la sociedad francesa. Habían sido invitados todos, incluidos los representantes de otras religiones y tradiciones filosóficas, agnósticos o no creyentes. «En la República laica que es Francia, todos, Santo Padre, os acogen con respeto, como cabeza de una familia espiritual cuya contribución a la historia de Francia, a la historia del mundo, a la civilización no es contestable ni contestada».

Pasa luego del recuerdo de lo que ha sido el cristianismo, como religión determinante de la historia europea anterior, a lo que pueden seguir siendo en el futuro él y las demás religiones. «Por ello, dice, yo apelo a una laicidad positiva, una laicidad que respeta, una laicidad que congrega, una laicidad que dialoga, y no una laicidad que excluye o que denuncia. En esta época en la que la duda, el repliegue sobre sí mismos, ponen a nuestras democracias ante el desafío de responder a los problemas de nuestro tiempo, la laicidad positiva ofrece a nuestras conciencias la posibilidad de intercambiar ideas, más allá de las creencias y los ritos, sobre la orientación que queremos dar a nuestras existencia, la búsqueda de sentido... La laicidad positiva, la laicidad abierta, es una invitación al diálogo, una invitación a la tolerancia, una invitación al respeto. Dios sabe que nuestras sociedades tienen necesidad de diálogo, de respeto, de tolerancia, de calma». No es sólo Sarkozy quien hace estas preguntas y propuestas. «¿Quién se atreve hoy a decir a la sociedad lo que le falta y que, siéndole desconocido, le es esencial?», escribía no hace mucho Habermas.

Francia tiene dos polos: la Sorbona, es decir, la Razón y la República por un lado; Lourdes, es decir, la fe, la oración y la misericordia por otro. Sobre ese fondo de hechos podía decir De Gaulle: «La República es laica, Francia es cristiana». Sarkozy ha levantado acta de las nuevas tareas y desafíos comunes a todos. El Papa, dejando el París de la cultura y de la Academia francesa de la que ya era antes miembro, llega hasta la gruta de Lourdes donde a los pies de Nuestra Señora muchos han recuperado la salud y muchísimos más han recobrado la paz y la esperanza.

¿Podría yo decir que tengo envidia de la Francia laica? En ella ha florecido el estudio de la cultura y espiritualidad españolas. A nuestros espirituales y místicos han dedicado sus admirables obras Blondel, Maritain, Baruzi. Más recientemente Orcibal, Cognet, Armogathe, J. Peres y la misma J. Kristeva han vuelto la mirada a Santa Teresa de Jesús y a San Juan de la Cruz, como maestros perennes de la palabra, del espíritu y de la cristianía. El CNRS, equivalente de nuestros CSIC, sigue con sus departamentos de ciencias de las religiones, ediciones de textos bíblicos, griegos, latinos, y de aquellas ulteriores tradiciones teológicas sin las cuales son ininteligibles los grandes autores de Occidente: Descartes y Pascal, Spinoza y Kant, Hegel y Unamuno. Entre nosotros la cultura oficial durante el ministerio de J. M. Maravall barrió del CSIC los Institutos correspondientes. ¿Cómo es posible que algunos consideren alienadoras la dimensión y ejercitación religiosa de la existencia humana y, si no las reprimen con violencia, las excluyan con desprecio? Habiendo patologías por el lado de la fe y por el lado de la razón, están llamadas a una reciprocidad crítica, no a un acoso recíproco.

Sarkozy ha renovado la propuesta pública, que había anticipado primero en Roma y luego en Arabia Saudí, donde pidió reciprocidad entre cristianos y musulmanes, reclamando que se dé en aquellos países a los cristianos el mismo trato que se da a los musulmanes en Europa. Frente a arcaísmos y laicismos beligerantes debemos repetir la afirmación de Kant: «Una religión que sin escrúpulo declara la guerra a la razón, a la larga no se sostendrá contra ella». Nosotros completamos: «Una razón que sin escrúpulo declara la guerra a la religión a la larga no se sostendrá contra ella». Han pasado los tiempos de declaraciones de guerra. Las palabras tanto de Sarkozy como las de Benedicto XVI llegan en son de paz invitando a la aceptación recíproca, al diálogo y a la colaboración.

Olegario González de Cardedal