Sarkozy y la crisis de Europa

Las cumbres bilaterales, como la franco-italiana que se celebró recientemente, son uno de los aspectos habituales de la vida europea que, en el intervalo entre otras cumbres, reúnen a los 27 países miembros de la Unión y permiten resolver problemas concretos o allanar los inevitables roces y malentendidos. Cumbre es un término inapropiado, desde luego, que se ajustaba más a la época de la guerra fría y era un nombre adecuado para una entrevista entre Kennedy y Kruschev, tanto por su escasa frecuencia como por su orden del día: la paz o la guerra. Este vocabulario de otro tiempo oculta una realidad más vulgar y afortunadamente rutinaria, al tiempo que tales ocasiones sirven para tejer relaciones que pueden llegar a ser de amistad. Por ejemplo, las relaciones entre Nicolas Sarkozy y José Luis Zapatero, dominadas, cómo no -como lo demuestra el reciente asesinato en Francia de dos guardias civiles-, por la necesidad de estrechar los lazos policiales entre los dos países para hacer frente al terrorismo de ETA.

En Niza, donde se han reunido franceses e italianos, se ha dado fin a la guerra de la electricidad (otro término impropio y desmesurado) entre los dos países mediante un acuerdo entre ENEL y EDF; y hemos podido ver y oír, al final de la sesión, a Romano Prodi y Nicolas Sarkozy y a sus respectivos equipos, del brazo, entonando canciones célebres. En otras palabras, un ambiente alegre.

Ahora bien, toda esa alegría no ha podido enmascarar el estado letárgico en el que se encuentra la Unión. Nicolas Sarkozy, por el contrario, considera que ha ayudado a sacar a Europa de su parálisis al proponer un tratado, llamado de Lisboa, y conseguir el acuerdo de los otros 26 países de la UE para impulsarlo en lugar de la Constitución que franceses y holandeses rechazaron en referéndum. Es indudable que Europa se ha desbloqueado: el nuevo tratado le proporcionará los medios para gobernarse decentemente, sobre todo mediante una presidencia estable (elegida cada dos años). El presidente no disimula su orgullo por este triunfo, especialmente en un contexto de opinión que en conjunto, y por desgracia, todavía se muestra escéptica.

Tenemos, pues, derecho a sentirnos aliviados. Pero sólo un poco. La realidad europea, en general, sigue siendo inquietante. En primer lugar, porque ya no existe un lugar, un centro de poder, en el que se elabore un interés europeo, una visión europea capaz de arrastrar a los Estados miembros; desde este punto de vista, Europa está pagando caro el legado de un triunvirato -Blair, Chirac y Schröder- cuya actitud neonacionalista y a-europea consistió en tratar, constantemente y con paciencia, de debilitar la Comisión Europea, en beneficio de los intereses nacionales de sus "grandes" países. Y eso, después de la edad de oro de otro triunvirato -Kohl, Delors y Mitterrand- que, en su día, articuló Europa de esta forma: a la Comisión le correspondía elaborar ideas; a la pareja Francia-Alemania, mostrar el camino. La Comisión de Prodi fue víctima de una actitud compartida por franceses, alemanes y británicos, hostil a la persistencia de un polo de dinamización específicamente europeo. Y la Comisión de Barroso no se ha recuperado.

Europa se ha convertido en la instancia de administración de los conflictos de intereses entre Estados miembros, una suma -en el mejor de los casos- de intereses nacionales y la resolución de algunas disputas bilaterales, en un momento en el que se acumulan grandes cuestiones -en especial, energía y defensa- que justificarían, ante los gestos de Putin y, más a largo plazo, ante la irresistible ascensión de China, que la Unión se reforzase; es decir, que se dotase a sí misma de una "hoja de ruta" ambiciosa.

En este contexto, Nicolas Sarkozy propone dos ideas. La primera es que Tony Blair sea el primer presidente de la nueva Unión Europea. El motivo es la amistad que une a los dos. Romano Prodi lo habrá descubierto probablemente en Niza: Nicolas Sarkozy se mueve en función de los afectos. Es cualquier cosa menos un ser humano indiferente.

Desde el punto de vista político, puede que sea útil involucrar al ex primer ministro de un país que siempre ha combatido la idea de reafirmar una identidad europea; podría simbolizar una especie de superación de las dos visiones de la Unión, la de los fundadores, encarnada durante muchos años por el dúo franco-alemán, y la de Londres, que la ve simplemente como un inmenso mercado único. Pero este proyecto puede parecer extraño a quienes se acuerdan de que Blair defendió la guerra de Irak y, con ello, contribuyó a dividir Europa en dos, y piensan que malamente puede encarnar la independencia frente a Estados Unidos. En cualquier caso, otra cumbre, la celebrada en Nápoles entre Italia y España, es la que ha dejado patente el escepticismo, por no decir el rechazo, ante la hipótesis de que Tony Blair ocupe la presidencia de la Unión.

El otro proyecto de Nicolas Sarkozy es el de poner en marcha una "Unión Mediterránea". Contar que esta idea ha levantado perplejidad es poco decir. No sólo al otro lado del Mediterráneo, donde no hay demasiado entusiasmo, sino también en la propia UE, que en 1995 inició un proceso que la asociaba con 10 países de la orilla sur. Es cierto que no ha habido grandes resultados para el denominado "proceso de Barcelona".

Pero Alemania, por ejemplo, no oculta su irritación. Para el Gobierno de Angela Merkel, la Unión Europea es la única que "ofrece el marco político para un nuevo impulso mediterráneo", porque, a su juicio, ya existen instrumentos para abordar temas que afectan a las dos orillas, como la inmigración y la energía, y sólo hace falta utilizarlos. El presidente francés, en sus desplazamientos a Marruecos y Argelia, ha obtenido una acogida meramente cortés para su proyecto.

No obstante, Nicolas Sarkozy cree que su proyecto es una idea magnífica, por lo que seguirá insistiendo. Y también va a demostrar que es paciente. Lo cual quiere decir que deberíamos darnos por satisfechos si de aquí surge -en el mejor de los casos- una unión de proyectos en la que los países interesados emprendan iniciativas a las que puedan incorporarse tanto los demás países europeos como otros países (por ejemplo, los Emiratos del Golfo) que sean vitales para Europa; el Banco Europeo de Inversiones podría financiar los proyectos nacidos de esas "cooperaciones" mediterráneas. ¿Por qué no? Seguramente sería positivo. Siempre que no se olvide que lo fundamental es, una vez ratificado el Tratado, volver a proporcionar un rumbo, un ímpetu, una ambición a la propia Unión Europea.

Jean-Marie Colombani, periodista francés y ex director de Le Monde. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.