Sarkozy y la quinta república

No resulta exagerado decir que la V República tiene para los franceses una importancia parecida a la que la Monarquía parlamentaria surgida de la Transición tiene para los españoles. Francia fue la iniciadora de la contemporaneidad en 1789, pero luego tardó mucho tiempo en encontrar acomodo estable en ella. El siglo XIX francés fue casi tan turbulento como el español y durante él se sucedieron los regímenes real, imperial y republicano sin conseguir el apoyo permanente de una mayoría indiscutible de la sociedad francesa. Por lo demás, la posición de Francia en el concierto europeo fue precaria y frágil hasta 1945, y las tres invasiones alemanas que sufrió en menos de un siglo son prueba evidente de ello. Pero ni siquiera el final de la Segunda Guerra Mundial trajo la estabilidad a la escena política francesa, porque la crisis de Argelia impidió que se consolidara la por lo demás meritoria IV República.

El histórico papel de dar a Francia solidez interna y seguridad internacional estaba reservado a Charles de Gaulle. Su llamada a los franceses el 18 de junio de 1940 a rebelarse contra la derrota y la colaboración permitió a Francia acabar la guerra entre los vencedores y situarse en el directorio mundial como miembro permanente del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Y en 1958 De Gaulle dotó a Francia del régimen político más exitoso de su historia posterior a la caída de la monarquía absoluta, la V República. La confluencia del «gaullismo de guerra» y del «gaullismo institucional» convirtió al general en el fundador de la Francia contemporánea: ningún político occidental del siglo XX puede aspirar a un título semejante. La reciente conmemoración del setenta aniversario del famoso appelde junio de 1940 ha dado lugar en Francia a una reflexión sobre lo que queda del gaullismo. Merece la pena retomar ese hilo, concentrando el análisis sobre el papel que al presidente Sarkozy corresponde en los rumbos actuales de la V República.

Desde el punto de vista institucional, la V República francesa se caracteriza por la subordinación del Parlamento y la primacía del Ejecutivo, con una fortísima apuesta por la figura del presidente de la república; solo en las democracias latinoamericanas se encuentra un énfasis presidencial semejante. Por otro lado, la tradición gaullista espera que el presidente reúna, al menos, los siguientes rasgos: cultivo elegante de la lengua, sentido de la historia, y aptitud para dirigirse con solemnidad y auctoritasal pueblo francés cuando las circunstancias lo requieren. Fue, por supuesto, el propio De Gaulle el que estableció el modelo. Pero resulta sorprendente hasta qué punto sus sucesores se adaptaron a él. Georges Pompidou era profesor de Literatura y autor de una admirable antología de la poesía francesa; Valéry Giscard d'Estaing, que hoy es miembro de la Academia Francesa, siempre ha tenido una precisión verbal que hacía que sus exposiciones se parecieran al desarrollo de un teorema geométrico. Con todo, quizá la vocación literaria más fecunda y sincera haya sido la de François Mitterrand, a quien por lo demás se debe la plena reconciliación de la izquierda francesa con las instituciones gaullistas, que inicialmente el propio Mitterrand había calificado de «golpe de Estado permanente».

En esta secuencia, Jacques Chirac es un personaje de transición. A pesar de su larguísima carrera política —dos veces primer ministro, dos veces presidente de la república—, de su inagotable energía y de su conmovedora voluntad de estar a la altura del listón que dejó puesto De Gaulle, nunca llegó a conseguirlo plenamente. Por otra parte, Chirac ha sido el último presidente de la V República que conoció y trató personalmente al general. Entre los políticos que compartían ese conocimiento había una complicidad que traspasaba las fronteras de los partidos, como pone de manifiesto una anécdota de la toma de posesión del propio Chirac como presidente de la república. En aquel día de mayo de 1995, Mitterrand, su antecesor, lo llevó al despacho presidencial en el palacio del Elíseo. «Ha cambiado usted la decoración», se sorprendió Chirac, que conocía bien el lugar. Mitterrand, siempre aficionado a los efectos históricos y literarios, sonrió y dijo: «Lo he puesto todo como estaba cuando De Gaulle lo abandonó en 1969». Es evidente que la sombra del general presidió aquel traspaso de poderes.

¿Qué papel viene a representar Nicolas Sarkozy en este relato? En el ámbito institucional, su actividad irrefrenable ha ido más allá de lo que marcaban los cánones del gaullismo, que ciertamente daban mucho poder al presidente, pero también querían proteger su dignidad. Sarkozy ha ocupado todos los espacios, eclipsando a su primer ministro, François Fillon, de un modo que carece de precedentes en la V República. Hay que precisar inmediatamente que Fillon, que es un hombre inteligente y discreto, fue el astrónomo que predijo su propio eclipse. Poco antes de la elección de Sarkozy, Fillon publicó un libro que partía de la reforma constitucional del año 2000, por la que se limitó el mandato presidencial de siete a cinco años, reduciéndose así drásticamente el riesgo de cohabitación de un presidente con una mayoría parlamentaria hostil. En esta nueva situación, Fillon sostenía que el presidente de la república debía abandonar toda pretensión de ser un árbitro por encima de los partidos y convertirse en un actor político comprometido y responsable de la ejecución de un programa. De este modo, el primer ministro pasaría a ser, simplemente, el principal colaborador del presidente. Y así ha ocurrido. Pero los riesgos de esa doctrina se ven cada vez con mayor claridad, como acaba de ocurrir con la crisis de los gitanos rumanos: el presidente no puede estar continuamente en las trincheras sin acabar un día malparado. De Gaulle también desafió a la Comunidad Europea, pero con el majestuoso desdén de la «política de la silla vacía», no con improperios de patio de vecindad.

Por otro lado, ni en su manera de actuar en la arena política ni en su vida privada ha cultivado Sarkozy la imagen solemne y reservada de sus antecesores. A diferencia de la mayoría de ellos, tampoco fue a una grande école, y no tiene, por tanto, el temor reverencial por la cosa pública ni la gravitasque adquieren los que estudian en ellas. Se diría que Sarkozy parte de la premisa de que la sociedad civil francesa —que no recibió la impronta de De Gaulle con tanta fuerza como las instituciones estatales— está hoy muy alejada de los severos parámetros del gaullismo; y que ya no tiene sentido que el presidente de la república sea el sumo sacerdote de una religión de Estado cuyos ritos impresionan cada vez menos a los ciudadanos.

Cabría concluir, en este sentido, que con Sarkozy la V República se está deslizando hacia el populismo. La apuesta del presidente es arriesgada, como demuestra la baja cota que su popularidad alcanza hoy en las encuestas. No siempre les gusta a los electores que sus más altos representantes abandonen modos y formas tradicionales de hacer política, sobre todo si se establecieron por un padre fundador unánimemente respetado. Pero la suerte no está echada, y habrá que esperar a la elección presidencial de 2012 para ver si se consolida esta notable inflexión del régimen político francés.

Leopoldo Calvo-Sotelo, profesor del Instituto de Empresa.