¿Sashimi con espagueti? Sí, por favor, con una rebanada de mango encima

¿Sashimi con espagueti? Sí, por favor, con una rebanada de mango encima

Los suecos le presentaron al mundo el concepto del “smorgasbord”, un bufé festivo que incluye una variedad de platillos calientes y fríos. Sin embargo, los brasileños fueron los que elevaron este revoltijo gastronómico a otro nivel. Al agregar un toque singular de ingenio, recurrencia y caos, le dieron al mundo algo especial: el restaurante por kilo (“quilo” en portugués).

Estos restaurantes quizá parezcan familiares, en su forma y método pueden ser muy parecidos a una cafetería, un local de comida coreana o un bufé de ensaladas. Sin embargo, son una expresión genuina de un enfoque culinario exclusivo de Brasil: son comunales, pero con un amplio margen para la creatividad individual; son cotidianos, pero lujosamente variados, y muy muy deliciosos.

Constituyen una tradición vital que está en el corazón —y el estómago— de la cultura culinaria del país. Ahora la pandemia, que ha sembrado un caos terrible en Brasil, amenaza con alterarlos y tal vez destruirlos.

En cuanto los comensales entran a uno de estos restaurantes por kilo, empieza la magia. No los guía un mesero a una mesa elegante, ellos toman sus platos de una torre y se forman en una fila. Luego se sirven lo que prefieren de una amplia variedad de platillos, entre ellos, sopa, arroz, frijoles, huevos, res, cerdo, caldo de mariscos, bobó de camarón, lasaña, pizza, yakisoba, kebabs, queso asado, conchas rellenas de cangrejo, sfihas, tabulé, quiches, ceviches, carne asada y sushi. Coronan sus platos con una rebanada de mango o un buen pedazo de sandía y pasan a las básculas. Ahí se enteran de cuánto van a pagar.

Mientras que el “smorgasbord” sueco es una comida festiva con reglas formales de etiqueta, los restaurantes por kilo son parte de la vida cotidiana. Son baratos, se encuentran en esquinas de todo el país y sirven platillos caseros para los trabajadores en sus descansos breves para almorzar. Suelen cobrar unos 10 dólares por kilogramo (de ahí su nombre) y suelen abrir en un horario reducido durante el almuerzo.

Pero eso no quiere decir que no haya reglas. No te puedes saltar la fila ni usar el cucharón de los camarones para servirte puré de papa. (Eso no se hace, de verdad). Y se considera de mala educación que interrumpas el avance de la fila para regresar a tomar más huevos de codorniz.

A excepción de eso, nadie juzgará tus decisiones gastronómicas. Todo se vale.

Al menos así era antes de la pandemia. Hubo una época en la que los compañeros de trabajo iban a un restaurante por kilo y charlaban encima de los calientaplatos, revolvían la comida con un cucharón y debatían sobre las propiedades nutritivas del brócoli. Todos daban su opinión al respecto, con todo y sus gotículas de saliva. Al ver sus platos, uno se maravillaba por la combinación de papaya con sushi, cubierta de una salsa robusta de morbillivirus de sarampión y bacterias de neumococo. O una buena cepa de virus H1N1 perfectamente maridada con un estofado de ternera Bourguignon. Todo era parte de la experiencia.

“En Brasil es una tradición comer directamente de las ollas que están en la estufa”, le dijo hace poco la historiadora Mary Del Priore a la revista Veja. “Los restaurantes por kilo son una referencia precisamente de eso”. La gente usaba con gusto los utensilios que ya habían usado otras decenas de personas. Se servía una cucharada de estofado en su plato, luego cambiaba de parecer y la regresaba. La “feijoada” siempre estaba en un recipiente abierto en la esquina, expuesta y desordenada, de fácil acceso para todos.

Eso se acabó. Ahora, en muchos restaurantes por kilo, un empleado debe servirles a los comensales, con lo que desaparece toda la alegría de mezclar alimentos en un bufé abierto. En otros restaurantes, los clientes pueden servirse ellos mismos, pero solo si usan guantes de plástico, lo cual le da un toque desabrido y antiséptico a la actividad. También deben mantener la sana distancia en la fila y de ninguna manera pueden compartir una mesa con desconocidos. El ambiente cálido y frenético fue reemplazado por uno transaccional y distante.

Muchos restaurantes por kilo han empezado a limitar su menú. Los comensales ya no pueden elegir entre 20 tipos de ensalada, 25 platillos calientes, 3 clases de pescado crudo y 10 postres, como si la barra de alimentos fuera un reflejo gastronómico de la diversidad social y étnica de Brasil. (Sashimi con espagueti, falafel con paella, empanadas con sardinas… se entiende la idea). Ahora somos más homogéneos que nunca.

Y se pone peor: muchos restaurantes por kilo poco a poco han empezado a ofrecer alimentos normales a la carta. Esa es una terrible noticia para los veganos y los vegetarianos, quienes no podrán armar un plato colorido y nutritivo solo con arroz, semillas y verduras.

Ya lo sé: estamos lidiando con una emergencia letal de salud pública y algunas cosas deben cambiar si queremos evitar que nuestros queridos restaurantes por kilo se conviertan en sitios superpropagadores. La vida de la gente, en un país donde ya ha habido más de 160.000 muertes a causa del virus, es más importante que una experiencia inmersiva de bufé.

Lo sé, lo sé. Pero voy a extrañar mi comida de arroz con frijoles, berenjena condimentada a la parmesana, crema de maíz, repollo, pepino, mandioca frita y una rebanada de piña encima. Para un pueblo que nunca se ha contenido, ni siquiera por indigestión, es un destino triste.

Vanessa Barbara es editora del sitio web de literatura A Hortaliça, autora de dos novelas y dos libros de no ficción en portugués, y columnista de Opinión de The New York Times.

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