En la izquierda deberían haberse encendido hace tiempo las luces de alarma ante la imparable desafección de sus intelectuales de referencia. "El último, que apague la luz", podría decirse parafraseando el célebre relato de Mario Benedetti. En dicho proceso de alejamiento suele pasarse por varios estadios de penitencia.
El primer paso consiste en experimentar alguna discrepancia puramente incidental con el núcleo de las ideas. El adepto tendrá entonces la oportunidad de sorprenderse con la virulencia con la que su discrepancia es acogida por los guardianes de la ortodoxia. Contra lo que hubiera podido esperarse, lo único que consiguen dichos ataques es abrir aún más la brecha, hasta el punto de que ahora la perspectiva se centra en los propios fundamentos sobre los que se sostiene la ideología.
Lo que antes parecía una verdad indubitable adquiere de pronto la apariencia de las ficciones de una secta. Tal es el punto en el que suelen situarse muchos intelectuales. En realidad, ya no creen en los antiguos dogmas, pero aún son incapaces de enfrentarse a su miedo a la soledad.
Se produce entonces el fenómeno que la periodista Rebeca Argudo ha bautizado acertadamente con el sobrenombre de "vayapordelantismo". Lo encontramos frecuentemente en nuestros medios. El intelectual ya no se priva de disparar contra las políticas efectivas de la izquierda realmente existente, pero se cuida siempre de hacerlo poniendo de manifiesto su pertenencia a una idea más depurada y legítima de la misma. El recientemente fallecido Javier Marías tal vez sea el mejor ejemplo de esta tendencia a la culpa que introyecta el carácter hegemónico de una ideología.
Entre los intelectuales de la izquierda española que ya hace tiempo perdieron todas las prevenciones de ofender a sus antiguos correligionarios se encuentra en un lugar preeminente nuestro pensador de mayor prestigio, Fernando Savater.
Con Savater se podrá estar o no de acuerdo en muchas cosas. Pero lo que no se puede negar es que nadie como él es capaz de dejar al descubierto la mentira, la infamia y, sobre todo, la estupidez. De hecho, estas últimas semanas, con apenas con un par de artículos, ha logrado agitar el avispero de los prejuicios más dogmáticos de nuestra izquierda posmoderna.
En el primero de ellos tuvo la insolencia de declararse escéptico con respecto al cambio climático. Como quiera que el fanatismo siempre se resuelve en un afán de prohibir, esa expresión del comisariado político que es la sección El Defensor del Lector del diario El País comenzó a hervir con comentarios del siguiente tipo:
-Resulta inaceptable.
-Pido la baja como suscriptor.
-¿Es razonable que El País publique la columna de un famoso filósofo que nos habla como algunos cuñados en la barra de un bar?
-Se mancilla la memoria de un periódico comprometido con el progreso y la evolución humana.
-No debió publicarse.
Cultura de la cancelación en estado puro.
Pero lo mejor estaba aún por llegar.
Apenas un par de semanas después, nuestro Sócrates patrio se permitió el lujo de comparar los aún inéditos ataques de Meloni al Estado de derecho con las efectivas acciones en tal sentido del Gobierno de Sánchez.
Y ahí fue ya el llanto y el crujir de dientes.
Si en este país se necesitaba una prueba del servilismo de los intelectuales de izquierda, la hemos obtenido en este hecho digno de Jonathan Swift. Todos se han conjurado contra Savater, hasta el punto de que, parafraseando al inolvidable Coll, podría afirmarse que El País es ya poco más que una nota a pie de página a lo que escribe su más insigne articulista.
Pero vayamos ahora al polo opuesto. Es decir, al del intelectual orgánico, a la figura a la que Julien Benda se refirió, un tanto despectivamente, como el clérigo. Pongamos que hablo de Ignacio Sánchez-Cuenca.
Hace unos pocos días, este sociólogo de cabecera de la izquierda ha publicado un artículo significativamente titulado El extraño liberalismo español, en el que se sorprende, atención, de la defensa que un partido liberal como Ciudadanos hace de la nación española. Lo que, para esa noche en la que todos los gatos son pardos que es la mentalidad de izquierdas, no puede ser más que sinónimo del nacionalismo más reaccionario.
Nacionalismo, además, español. Que para nuestros progresistas patrios reviste un grado intrínseco de maldad inversamente proporcional a las bondades que, al parecer, encuentran en el etnicismo, el racismo y el supremacismo catalán y vasco.
Sea como fuere, el artículo de Sánchez-Cuenca pone de manifiesto una serie de preocupantes deficiencias.
La primera es de orden político. Establecer una relación de incompatibilidad entre liberalismo y patriotismo significa desconocer los fundamentos mismos de esta ideología política.
La segunda es de carácter histórico. ¿Hay alguna otra corriente política que esté más vinculada a la idea de la nación española que la del liberalismo? Término, por cierto, que hemos donado al resto del mundo.
Las clamorosas muestras de desconocimiento van, sin embargo, mucho más allá. Y se sustancian, sobre todo, en la confusión, no sabemos si deliberada, entre los conceptos de patriotismo y nacionalismo. Esto es lo que permite a Sánchez-Cuenca reputar como reaccionaria la defensa del orden constitucional votado por el pueblo, eludiendo hacer lo propio con el carlismo, este sí perfectamente reaccionario, de los socios que sostienen al Gobierno.
Uno procura ser cada vez más respetuoso con las ideas ajenas, pero siempre y cuando estas respondan a una cierta coherencia, no sólo teórica, sino también moral. Si tú atacas al nacionalismo español, no puedes hacer en el mismo texto un canto a la legitimidad del catalán y del vasco.
Pero veamos ahora cuáles son las consecuencias de este mejunje intelectual a efectos prácticos. Al hablar del voto favorable de Ciudadanos a la propuesta de Vox para aplicar de nuevo y sin mayor dilación el artículo 155 en Cataluña, nuestro intelectual áulico nos dice lo siguiente. "Efectivamente, resulta extraño por un doble motivo: primero, porque, como indican los datos, lo habitual es que Ciudadanos vote lo mismo que el PP; y, segundo, porque de un partido liberal se espera que las soluciones a un problema complejo como el de la lengua vayan más allá de la simple imposición".
Obsérvese bien la extensión de la impostura. El problema no radica en la imposición ilegal y totalitaria de una lengua excluyendo a los hablantes de la que, a la postre, es la mayoritaria (por no hablar de su oficialidad). Sino la pretensión de que Vivian Malone Jones pueda estudiar en las mismas condiciones que los blancos en la Universidad de Alabama.
¿Se puede afirmar, a partir de aquí, que la izquierda actual, con sus buques insignias intelectuales a la cabeza, es, no sólo racista, sino, por supuesto, reaccionaria?
En su dimensión de expresión casi paradigmática del estado actual del pensamiento de izquierdas, Sánchez-Cuenca nos sirve (juntamente con la situación que padece un verdadero pensador como Savater) para apreciar la situación de agonía en la que se encuentran las izquierdas. Algo que demuestran los resultados electorales que se están produciendo en toda Europa.
Por eso no debemos afligirnos. A toda superchería le llega su final.
Manuel Ruiz Zamora es filósofo.