Schumann, Mozart, Tarkovsky: Soñar que se sueña

1.El filósofo Filolao, cercano a la tradición pitagórica, señaló que los hombres se reconocen mortales porque no aciertan a saber rimar el comienzo con el fin, o la conclusión con la premisa. Una disonancia, una arritmia, impide que la serpiente de la eternidad se muerda la cola, y que se eternice, en consecuencia, el más intenso de los instantes (que eso es propiamente la eternidad). En torno a la agónica lucha final puede producirse clarividencia: un sueño diurno azuzado por el desgarro de la separación y el sufrimiento. Se trata de una despedida que puede ser brusca y violenta, suave y melancólica, resignada o aceptada. Puede sorprender el desenlace de manera intempestiva. Y en consecuencia cabe acogerlo con irritación, desazón o desafío iracundo. Puede aceptarse en la alegría y paz de un último acto que sella la conciliación de uno consigo y con el mundo. Los momentos esenciales de la vida, en una esencial e insólita jerarquía, pueden desfilar como imágenes-movimiento ante los ojos del vidente —a punto de ser cerrados—, al tiempo que el oído puede despertar en lo inaudito: el sonido en toda su profundidad de campo. El oído es, quizás, el último sentido que se pierde; también fue el más prematuro.

Esa clarividencia sonora disuelve la subjetividad en cántico. Absorbe la existencia en el flujo sonoro que antecede y sucede a la vida del fronterizo en esta tierra.

2. Imaginamos la muerte delante de nosotros, más o menos lejana, más o menos inminente. «Veo la muerte acercarse hacia mí», dice Vitellia en el aria-rondó de «La clemenza di Tito». Algún crítico romántico pensó que Mozart, en esta aria, la última gran aria de esta última ópera del compositor, la escribió para sí mismo; habría hecho en ella una confesión. Pero no es cierto. Mozart no tuvo premonición de su propia muerte salvo cuando se había adentrado en la composición del Réquiem, del que llegó a decir haberlo escrito —esta vez sí— para sí mismo. Se desespera al saber todas las ideas musicales que bullen por su privilegiado cerebro musical cuando ya no le queda tiempo para poder plasmarlas. Justamente es tiempo lo que no se le concede. La muerte, bien entendida, no está delante aguardándonos, sino detrás, siempre detrás, a nuestras espaldas; en el peor de los casos, esperando una estocada a traición; en el mejor, asistiendo por anticipado al moribundo. Espera nuestro último suspiro para enterrarnos, o para disolvernos en fuego, en humo, en ceniza. El relato entero, la narración completa, tiene el siguiente argumento. Primera secuencia: la vida intrauterina del embrión-feto, en simbiosis comunitaria con el hábitat materno. Segunda secuencia: el recién nacido a una vida que será contemporánea de próximos y lejanos. Solo en esta segunda vida puede hablarse, en términos existenciales, de ser en el mundo. En el curso del tiempo va dándose argumento y destino al ser-persona que en ese avatar se va formando. Tercera secuencia: todos los eventos que cercan y asedian al sujeto, al fronterizo, al encontrarse con el cierre conclusivo del argumento. El primigenio Mitsein, ser-con (Martin Heidegger), raíz y fuente de todo amor-pasión, el idilio de la madre con el homúnculo, cubre la primera secuencia. Sigue el argumento vital, la novela que somos y encarnamos en nuestra travesía contemporánea a través del mundo de vida que nos corresponde en gracia o en desgracia. Y finalmente se acerca la cita definitiva, de la que se ignora el día y la hora, la que en acorde atmosférico clausura la recapitulación del existir.

Cerca de ese instante final, colgándose y columpiándose en un acorde no consumado, pueden quizá desfilar fantasmas perceptivos, visuales, sonoros. El Alma dormida aviva el seso y despierta al ser visitada en su audición, en la escucha, por aquel material musical que en los casos más señalados se acierta entonces a oír: la música propia, esencial, la más cercana al sonido y a la voz que desde el idilio fetal va formando la canción que entona nuestro destino. Uno escucha su canción y todo cuanto le rodea. El rumor que acompaña a esa música se vuelve ruido lejano. Puede borrarse, o despreciarse. En el agónico umbral de la muerte solo existe uno y su canción.

3. La música propia, la que cantan las sirenas homéricas, admite una presentación negativa, o que las sirenas se conviertan en brujas malas, nocivas, perjudiciales, como la versión fatídica del hada que preside el Rhin, Lorelai, agazapada en su ominoso castillo.

Eso le sucedió al desafortunado compositor Robert Schumann, del que hoy celebramos los doscientos años de su nacimiento (sus maravillosas sinfonías, su piano, sus canciones): asaltado por voces que terminaron formando una terrible orquesta que se le enquistó en el cerebro, provocándole una alucinación auditiva, un Fata Morgana acústico, una escucha enloquecida que le condujo al intento de suicidio, a arrojarse en el seno fluvial del Vater Rhein, Padre Rhin. Quería volver de nuevo a las aguas primigenias de su primer mundo prenatal.Una alucinación de imagen y de audición se produce, en la gran película de Andrei Tarkovsky, y en la novela del polaco Stanislaw Glem en que Solaris se basa, en la vecindad de un planeta que constituye, todo él, un misterioso océano inteligente y ultra-sensorial, con movimientos que parecen acompasados. El océano promueve encarnaciones evanescentes: esas figuras de ensueño que asaltan en el instante-eternidad cercano al fin (en ese juicio final en que el recorrido de la vida se culmina en un destino). Los sueños, realización de deseos, se materializan en personajes que acechan a los visitantes de Solaris. El límite entre ser y sentido se quebranta en la locura.

4.Auscultar los signos que enlazan carácter y destino lleva siempre a descubrir las señales del deseo, de éros y sus oscuros objetos, o de éros y su inquietante connivencia con el freudiano Principio de Muerte. La zona fronteriza tiene ese carácter: es lugar de discernimiento del deseo originario y de sus objetos primigenios. Starker, Die Zone, la zona, otra gran película de Tarkovsy, nos sitúa en ese lugar fronterizo en comunicación/incomunicación con el misterio. En esa prueba limítrofe se intenta que rimen principio y fin, o hallen su acorde inicio y final en el destino que en este mundo se va trazando y argumentando. ¿Dónde, en qué lugar? Quizás en ese cerco fronterizo que constituye nuestro hábitat más propio.

Y entonces, en esa Zona, puede preguntarse: ¿es esta vida presagio de una vida diferente? ¿Son nuestras vidas «preludios de una desconocida canción» (Franz Liszt)? El sueño tiene una peculiaridad narrativa: permite despertar dentro del sueño. Quizás eso sería una parábola relativa a nuestra condición mortal. ¿Sería morir despertar, como en tantos sueños, dentro del sueño, sin saber del todo si se está soñando, o si se añade un nuevo escenario a esta vida que es sueño dentro del sueño?

Se sueña que se está soñando, y ese soñar que se sueña, o soñar soñar, es quizá lo que llamamos ser, vivir, existir. Eso es mucho: ¡soñar es algo extraordinario!

Eugenio Trías