Schumpeter y el mapa político

Joseph Alois Schumpeter popularizó el concepto de destrucción creativa como un hecho consustancial a la economía capitalista: la competencia en los mercados destruye a las empresas menos eficientes en beneficio de las que son capaces de innovar y adaptarse a los cambios. Estos procesos —que destruyen y crean valor al mismo tiempo— sirven para regenerar y dotar de vitalidad al sistema económico. Por eso, el proteccionismo comercial, las subvenciones recurrentes a actividades económicas no competitivas y, en general, las intervenciones limitadoras de la competencia son contraproducentes, ya que perpetúan sistemas de producción ineficientes y bloquean la innovación y la competitividad de los países. Con unos u otros matices, las ideas del autor austro-americano se han incorporado al paradigma dominante en el pensamiento económico contemporáneo.

En el sistema político español parecen soplar vientos schumpeterianos. La última encuesta del CIS muestra —confirmando tendencias muy marcadas de los últimos meses— fuertes pérdidas de la “cuota de mercado” de los principales partidos, del Gobierno y de la oposición, que apuntan a una implosión del mapa político fraguado a lo largo de las últimas tres décadas. ¿Debiéramos, trasponiendo al análisis político el esquema pensado para la economía por Schumpeter, felicitarnos por ello? ¿Asistimos a un proceso de renovación que tendrá efectos revitalizadores del sistema democrático?

Así podría parecer a primera vista, si nos fijamos en el desempeño reciente de los partidos afectados. Situados en el epicentro de nuestra crisis institucional, los grandes partidos evidencian serios problemas. Su eficiencia adaptativa —o, dicho de otro modo, su capacidad para metabolizar sin fractura los procesos de cambio que sacuden a la sociedad española— se encuentra bajo mínimos. Incapaces de elaborar discursos creíbles frente a la crisis, de generar consensos largamente reclamados por la ciudadanía, de combatir la corrupción en sus filas, de producir liderazgos de buena calidad y de renovar los modos de la política, PP y PSOE se ven, de un modo tan acelerado como explicable, abandonados por los electores. Lo que algunos observadores creen ver en los sondeos es la imagen de un ineficiente y oxidado duopolio político en un tris de verse democráticamente barrido por saludables vientos de cambio. Sin embargo, las dudas surgen si pensamos en las consecuencias.

Cuando intentamos anticipar los efectos de esta presunta “destrucción creativa”, no parece nada claro que, una vez consumada la etapa destructiva, la dimensión innovadora del fenómeno ofrezca, aplicada al sistema político, las promesas que se le atribuyen cuando se aplica a la economía. Dos peligros al menos acechan al doblar la esquina. El primero es la fragmentación del mapa político. Una democracia de buena calidad debe acoger y representar la pluralidad de expectativas y preferencias de los ciudadanos, pero también integrar esa diversidad social en arreglos institucionales que faciliten Gobiernos eficaces. En España, el debilitamiento de las fuerzas mayoritarias, unido a la bajísima capacidad del sistema político para producir pactos y coaliciones estables, hacen temer escenarios de difícil gobernabilidad, contraindicados en el contexto económico en que nos encontramos.

El segundo peligro, aún más grave, es la emergencia de los populismos. Como nos muestra Italia —y antes, más limitadamente, Grecia— la crisis facilita la entrada en juego de fuerzas ubicadas hasta hoy extramuros del sistema político, alimentadas del descontento con las élites tradicionales, portadoras de un discurso de confrontación elemental —si no directamente antipolítico— y carentes de la capacidad para vertebrar o participar en Gobiernos sólidos.

Como ha puesto de manifiesto la ciencia política al menos desde Michels, el principal peligro de degeneración de los partidos consiste en la petrificación, la captura por los aparatos y la adopción de un comportamiento autorreferencial, poco sensible al cambio social y sus exigencias. Todo eso nos suena familiar en España estos últimos años. En la percepción de muchos, las fuerzas políticas mayoritarias se han ido convirtiendo en activos deteriorados, y la demoscopia nos muestra que esta pérdida de valor se traslada ya con claridad al mercado electoral. No serán pocos quienes destaquen lo merecido de la debacle y ensalcen su potencial de refundación del sistema.

Pero en realidad, trasladar el análisis schumpeteriano a la política es muy arriesgado. Pese a su deterioro, los grandes partidos son piezas valiosas del sistema político que facilitan la alternancia y la renovación de los liderazgos en un marco de estabilidad razonable. No hace mucho lo destacaba en estas mismas páginas Julio Sanguinetti, hablando de América Latina y aludiendo a los procesos electorales recientes en México o Paraguay. Por eso, para el funcionamiento del conjunto, sigue siendo preferible renovarlos a destruirlos. Un conservacionismo inteligente de nuestro ecosistema de partidos apostaría por invertir la energía social necesaria en su transformación —una nueva regulación legal de los partidos parece, en este sentido, imprescindible— en vez de celebrar la desintegración del modelo. Salvo que la intención sea pescar en río revuelto, claro.

Francisco Longo es profesor del Instituto de Gobernanza y Dirección Pública de ESADE.

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