Scorsese y la Copa Davis

De tenis, quede claro, sé lo que el tenis de mí. Pero la tarde del 14 de marzo de 1987 un niño de trece años sentía por él el interés suficiente como para llevarse una radio al cine y seguir el partido de dobles que enfrentaba a Emilio Sánchez Vicario y Sergio Casal contra Eric Jelen y Boris Becker. Eran los octavos de final de la Copa Davis. Tras dos partidos de individuales, España empataba a uno: ganar el dobles le permitiría adelantarse sin obligar a Casal a ganar a Becker en el último partido, lo que sólo estaba al alcance de Odiseo y del propio Becker. Aunque eso no lo sabía. Yo, en realidad, no sabía nada, que es lo que me pasa ahora, y el tenis, de todos modos, dejó de importarme en cuanto, en la cola del cine, vi a la niña que me gustaba, una niña que no me había hecho caso en el último campamento y que no me lo haría ya nunca, pero que estaba ahí, con sus amigas, saludando sin ganas con la manita, educada al fin. Ella iba a ver cualquier cosa. Yo iba a El color del dinero, una película de billar con Paul Newman y el de Legend, ¿qué podía salir mal? Aun así, dudé un instante: si veía la película de la niña, igual me sentaba a su lado. Por otro lado, en la mía jugaban al billar. Y yo ya había apagado la radio, ¿cuántos sacrificios debía hacer en nombre del amor? En las radios de los demás, Sánchez-Vicario y Casal perdían contra Becker y Jelen: ahora tocaba ganar los partidos del domingo. En los cines Van Dyck de Salamanca ganaba, sin embargo, Scorsese. Y, claro, ganaba yo.

Cuando se apagó la luz, no sé muy bien qué vi, pero supe que era cine de un modo en que el cine no lo había sido antes. La cámara rodeaba a Paul Newman y Paul Newman giraba para ella con las gafas ahumadas de quien lo ha visto todo; Tom Cruise golpeaba la bola blanca con un Balabushka –nombre que ya no olvidé–, a veces mirando y a veces sin mirar, a veces cantando y a veces sin cantar, siempre sonriente; Mary Elizabeth Mastrantonio contaba el dinero con cara de loba; las bolas perforaban las troneras; una grúa descendía de la bóveda de un templo de Las Vegas y acababa agazapada tras la espalda de Newman; cuatro jugadores golpeaban la tacada de salida en montaje picado, ¡clac!, ¡clac!, ¡clac!, ¡clac!, y la cámara se abalanzaba sobre sus rostros de tahúr. El torneo había empezado y mi médula espinal se sacudía en descargas eléctricas, tratando de procesar una forma de rodaje que no conocía y que, por primera vez, me afectaba de forma física. No lo sabía, claro, pero mi vida acababa de cambiar.

Más tarde, en un cine de Móstoles, repasaba con mis primos la cartelera: el cartel de Jo, qué noche mostraba a un actor de cuello retorcido convertido en cuerda de reloj. El cartel no era bueno, el título no era bueno, pero había en él un nombre escrito con letras finas: Martin Scorsese. Algún distribuidor avispado había rescatado un título del año anterior para subirse a la estela de un éxito de este, ¿no era ése el apellido del director del billar? No había niñas en la cola (no había cola) y mis primos, Dios les bendiga, se dejaron convencer. Las puntadas con que había tenido que coserme las retinas volvían a reventar: la cámara volaba sin pedir permiso entre las mesas de una oficina; Griffin Dune decía «chupi» y corría por el Soho perseguido, como el monstruo de Frankenstein, por una turbamulta armada con linternas; un manojo de llaves volaba de un piso alto y golpeaba los adoquines haciendo que me apartara yo; el actor, mecido por la voz de Peggy Lee, se aferraba a una mujer muy sola y le decía que quería vivir. En un local nocturno, un hombre barbado de apellido italiano deslumbraba a su propia cámara con un foco de luz. Yo tenía catorce años (catorce ya no son trece), había leído un poco a Kafka y bastante a Poe, y sentía que aquello era El proceso pasado por una túrmix mientras alguien me volteaba como un guante de látex y me restregaba la cara contra la pantalla.

Luego llegó el vídeo; Beta, en mi caso. Y con él, Toro salvaje, que me pasó por encima y me abruma aún. Y Malas calles. Y El rey de la comedia. Y, en la tele, Taxi Driver (sí, estoy hablando contigo) y New York, New York. Y el cine, siempre el cine, como catedral y como máquina del tiempo: La última tentación de Cristo, Apuntes del natural, El cabo del miedo (con la que perdí dos kilos y me gané un masaje). Y, claro, Goodfellas, que volvió a cambiarme la vida y la arruinó para siempre, dibujando la línea de no retorno que cruza el viajante de Wisconsin cuando descubre una Biblia de Gedeón y deja de vender peines para siempre. La tarde en que descubrí a Scorsese no entendía nada, pero la luz del proyector me quemó la piel y la expuso para siempre al cine más visceral: como bala – plástica y cinética– y como ritmo y esencia: planos en colisión, personajes airados, la butaca sacudida con la fuerza del océano, la cámara como espada, la violencia hecha discurso catártico, resonante, transformador. Nadie antes había despreciado así mis ojos para inocularme sus historias directamente en la sangre. La tarde en que descubrí a Scorsese, Scorsese me descubrió a mí.

Aquel sábado de marzo lucía el sol que despide al invierno en Salamanca y calentaba la cola de los cines Van Dyck. Yo iba en manga corta con un jersey atado a la cintura; la niña que me gustaba llevaba un vestido gris. Al día siguiente –domingo– Sergio Casal batía, después de todo, a Boris Becker, y España, perpleja, pasaba a cuartos. Había sucedido lo imposible: Scorsese había ganado a Alemania. Y la Copa Davis –y el tenis todo, aunque nunca nadie lo supo– me lo debía a mí.

Rodrigo Cortés, escritor y cineasta.

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