Se acabó la fiesta

Hubo un tiempo en que el 11 de septiembre era un día festivo en Cataluña, y, en tanto que festivo, feliz. Hace tres décadas, por ejemplo. O dos. O una. O hace cinco años incluso. Cuando llegaba esa fecha, todo el mundo iba a lo suyo. Los partidos políticos y las instituciones más pudientes de la región desfilaban ante la estatua del falso mártir Rafael de Casanova, donde depositaban una corona de flores a modo de homenaje. Con el deber cumplido, muchos de ellos se dirigían luego a la tradicional recepción ofrecida por la Presidencia del Parlamento. Allí todo eran caras bronceadas, risueñas, distendidas. También los había, en Barcelona mayormente, que seguían manifestándose por la mañana o por la tarde lanzando proclamas a favor de la independencia; pero no eran muchos, la verdad, y apenas contaban. También solía ocurrir que, entrada la noche, algunos grupos arremetieran contra el mobiliario urbano y quemaran un par o tres de banderas españolas. Se asumía sin más: se condenaban los hechos y se guardaban en el cajón correspondiente de la Diada. Mentiríamos si no añadiéramos que alguna vez los propios actos institucionales se vieron empañados por algún incidente, como en 1995, cuando la turba independentista lanzó una lluvia de piedras, tomates, huevos y monedas contra la representación del Partido Popular, encabezada por Aleix Vidal-Quadras, frente a la estatua de Casanova. Sin embargo, se trataba de excepciones –tristes y lamentables, nadie lo discutía, pero excepciones al cabo–. Por lo demás, en todo este tiempo la jornada, para la inmensa mayoría de los ciudadanos, no distaba demasiado de la de un festivo cualquiera del mes de septiembre. Sol y playa, en una palabra.

Pero se acabó la fiesta. Desde que el Tribunal Constitucional hizo pública su sentencia sobre el Estatuto –o sea, desde el 28 de junio de 2010– toda la vida institucional catalana ha girado en torno al encaje de Cataluña en España. O, dicho llanamente, en torno a la independencia o no independencia de Cataluña. Por supuesto, esa vida institucional, en la que pronto recuperó su papel preponderante Convergència i Unió (CIU), no ha actuado al margen de la calle. La manifestación del 10 de julio de aquel mismo 2010 en protesta por la sentencia del Constitucional, aquella en la que el todavía presidente Montilla tuvo que huir por piernas de una marcha que él mismo encabezaba ante la amenaza de los radicales separatistas, fue el primer síntoma de esa simbiosis. Y es que no sólo estaba Montilla en la marcha; también cuantos habían presidido antes que él la Generalitat y aquel que iba a presidirla dentro de poco, en cuanto se celebraran las nuevas autonómicas. Una representación, por lo tanto, del máximo nivel. Y si aquel mismo año en la Diada el número dos de CiU, Felip Puig, planteaba sin tapujos el dilema «independencia o decadencia», un año más tarde –o sea, el 11 de septiembre de 2011– el ya presidente Artur Mas aseguraba que «la transición nacional se está produciendo [porque] en las mentes y en l os sentimientos de la gente de Cataluña está cuajando esta necesidad de mayor soberanía y libertad». Lo que ocurrió en la siguiente Diada es de sobra conocido: el protagonismo lo acaparó aquella manifestación multitudinaria que recorrió el centro de Barcelona y que el presidente de la Generalitat alentó y bendijo aunque no participara en ella. Y si la efeméride ha dejado un poso, no es tanto por su espectacularidad como por las consecuencias que trajo. A Artur Mas le pareció ver confirmadas entonces esas palabras que pronunciara un año antes y se dispuso a encabezar, elecciones anticipadas mediante, esa «transición nacional» que a su juicio se estaba produciendo «en las mentes y en los sentimientos de la gente de Cataluña». Para su desgracia, las urnas no lo vieron así y, como el hombre no sólo no se apeó del burro sino que ofreció las riendas a sus compañeros de viaje de Esquerra Republicana (ERC), el resultado ha sido, por de pronto, unos interminables meses de desgobierno político y de parálisis en la gestión.

La Diada de hoy, pues, se anuncia con esos nubarrones. Y con un presidente de la Generalitat que por primera vez da la impresión de haber echado el freno o, como mínimo, de haber soltado el acelerador. Lo que no impide que exprese su entusiasmo por esa Vía Catalana por la Independencia que hoy mismo alcanzará su plenitud y que el propio presidente, no nos engañemos, ha ido construyendo en sueños y en partidas presupuestarias desde que tuvo conocimiento de la iniciativa. Los sentimientos son los sentimientos, y nadie puede negarle a Mas ese derecho a decidir en qué sueña. Otra cosa, claro, son sus obligaciones como presidente. O sea, con la realidad. Y son esas obligaciones las que parecen haberle llevado a tratar con el presidente del Gobierno de España para ver de encontrar una salida al atolladero en que se encuentra y en el que ha metido –aunque esto último no consta que le preocupe demasiado– a sus conciudadanos catalanes y a los del resto de España. Porque la realidad le dice –y afortunadamente hay quien se lo recuerda, en España y fuera de ella– que su empeño en convertir a Cataluña en un nuevo Estado de Europa, como rezaba el lema de la manifestación de hace un año, mediante una consulta, un referendo o un plebiscito –que los tres términos han aflorado, según la necesidad–; que ese empeño constituye, aparte de un solemne despropósito, un imposible. Pero ello no quita, claro, que el soñador siga soñando.

Es muy probable que la jornada de hoy deje traslucir algo de ese desarreglo, de ese barullo. Lo que está garantizado, en todo caso, es la tensión. La clase política catalana no vive ya los fastos de la Diada como los vivía hace un lustro. A la ausencia de Ciutadans, que no ha participado nunca en los actos institucionales, se suma este año la del Partido Popular Catalán, que ha optado finalmente por no asistir. Y no es sólo en estas esferas donde la división se agranda; también en la calle, en el trabajo, en las familias, o sea, entre los propios ciudadanos, que no habían hecho nunca de esta fecha un motivo de discordia y que se encuentran ahora empujados a tomar partido, sin saber muy bien por qué y a santo de qué. Lo que no significa, claro, que no siga habiendo quien no está dispuesto a renunciar a la fiesta. Y es que el sol y la playa, a pesar de los pesares, tiran mucho.

Xavier Pericay, escritor.

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