Se acabó

Por Xavier Pericay, escritor (ABC, 22/06/06):

EL Palacio de la Generalitat fue ayer de nuevo el escenario de una ficción. Cuando ni siquiera habían transcurrido tres días desde el referéndum del Estatuto, Pasqual Maragall convocaba a los medios para darles cuenta de su renuncia a repetir como candidato socialista a la presidencia del Gobierno autonómico. Así pues, parecía lógico esperar una relación de causa a efecto entre el desenlace del plebiscito y la decisión presidencial. Nada. A juzgar por sus propias palabras, Maragall se retira de la primera línea de la política -y quién sabe si también de todas las demás- porque ha visto cumplidos los cuatro objetivos que se propuso a su vuelta de Roma, en una fecha de la que justamente la próxima semana van a cumplirse ocho años. A saber: conseguir la alternancia en el Gobierno de la Generalitat; llevar a cabo una política de izquierdas; contribuir a impulsar una nueva propuesta de España plural, y convertir a su partido, el de los socialistas catalanes, en el primero de Cataluña. Teniendo en cuenta que tres de estos objetivos -el primero, el segundo y el cuarto- son interdependientes, y que la concreción del tercero no dependía de su estricta voluntad, lo menos que puede decirse de las razones expuestas por el cesante es que suenan a hueco. Es decir, a falso.

Cierto: Maragall también habló ayer del Estatuto. Y se felicitó por la aprobación del texto y por el legado que deja a la nueva generación -vuelven a ser sus palabras- a la que corresponde tomar a partir de ahora el relevo. Pero tampoco ahí dijo la verdad. El todavía presidente no abandona porque considere que su misión está cumplida. Incluso la afirmación de que se trata de una decisión «madurada desde hace tiempo» debe ser puesta en duda. Por descontado, cabe la posibilidad de que a Maragall le hubiera pasado un día por la cabeza presentar su renuncia. Faltaría más: como a cualquier político. Y en su caso con más razón seguramente, dada la presión a que podían someterlo su partido en Cataluña y el PSOE en Madrid. Pero de ahí a considerar que la celebración del referéndum fue un mero trámite y que él ya sabía de antemano el camino que iba a tomar en el futuro, y ello con independencia del resultado de la consulta, media un buen trecho. Sobre todo porque, si así fuera, no se entendería el cúmulo de triquiñuelas, de trapicheos y de amaños a los que se entregó durante la campaña, y con él su partido, a fin de promover la participación y el voto afirmativo.

No, Maragall ha dicho adiós por una razón muy simple: porque ha perdido el referéndum. No en términos meramente jurídicos: el «sí» ganó y el Estatuto está legalmente aprobado. Pero Maragall no ganó. ¿Cómo puede ganar alguien que para sus adentros confía en lograr una participación del 70 por ciento -como confiesan en privado dirigentes de su partido- y se encuentra con que ni siquiera acuden a las urnas un 50 por ciento de los convocados? ¿Cómo puede considerarse vencedor alguien que sólo obtiene el respaldo de un tercio de los ciudadanos con derecho a voto, cuando resulta que la norma institucional precedente, en tiempos muchos más difíciles, logró el de más de la mitad del censo de entonces? Ésa es la realidad, lo único que justificaba que Maragall convocara ayer a la prensa para comunicar las razones de su renuncia. Lo demás, como tantas veces en Cataluña y en especial desde el domingo por la noche a poco que uno atienda a las declaraciones de la gran mayoría de la clase política y a los comentarios vertidos por la casi totalidad de los medios de comunicación radicados en Cataluña, lo demás, digo, es mera ficción.

Pero aún hay otra realidad. La singladura de Maragall al frente del Gobierno autonómico catalán habrá durado algo menos de tres años. Una cantidad de tiempo ridícula, si se compara con los 23 que permaneció en el cargo su antecesor. Y, aun así -y en esto el presidente cesante lleva toda la razón al sostener que su obra de gobierno será recordada-, estoy convencido de que los libros de historia -los libros serios, se entiende- dedicarán mucho más espacio al trío de años tripartitos que a las dos largas décadas monocolores. Es la ventaja de los mecanismos explosivos. Su acción es mucho más intensa, mucho más destructiva. Es cierto, y conviene no olvidarlo, que Maragall no existiría sin Pujol. Cuando menos, como presidente de la Generalitat. El día en que el ex alcalde de Barcelona resolvió imitar al rival -o sea, jugar a ser su heredero, con todas las consecuencias-, ese día empezó a tener alguna «chance» para hacerse con la presidencia autonómica. Y luego, claro, gracias también a Pujol, al llegar al cargo no encontró un terreno yermo, sino nacionalmente abonado durante casi un cuarto de siglo. Pero, hechas estas precisiones, lo demás es mérito suyo y de esta alianza tripartita en la que ha sustentado su mandato.

En lo que llevamos de democracia, jamás había vivido Cataluña un período tan nefasto. Desde la firma del Pacto del Tinell hasta ayer mismo, una parte ampliamente significativa de la población catalana ha visto, primero con asombro y luego con indiferencia, rabia o pavor, según los casos, cómo sus políticos, apropiándose de la representatividad que les había sido concedida mediante el voto, hacían rancho aparte y se dedicaban a construir un nuevo Estatuto, mientras los problemas se amontonaban, los túneles se hundían, la libertad de expresión se recortaba, se ocultaban impunemente los fraudes y las comisiones, y una lengua se imponía sobre la otra a golpes de decreto, multas y subvenciones. Como consecuencia de todo ello, las tensiones entre catalanes han ido a más, hasta alcanzar niveles harto preocupantes. Lo vimos en la reciente campaña electoral, donde también comprobamos lo difícil que le resultaba a la Generalitat proteger a determinados ciudadanos y garantizar sus derechos.

Por otro lado, estos enfrentamientos intracomunitarios han tenido su traslación al conjunto de España. Por razones afectivas, claro está. O, lo que es lo mismo, aunque algunos se obstinen en negarlo: por razones de Estado, de Estado común, compartido, libremente aceptado desde los tiempos de la Transición. El largo proceso de reforma del Estatuto catalán ha dejado heridas que tardarán mucho tiempo en cerrarse, si es que alguna vez se cierran. Y, en este punto, la responsabilidad del presidente del Gobierno de España permitiendo a Maragall y a sus socios de ocasión llevar las cosas al extremo al que las han llevado es aún mayor, si cabe, que la de su homólogo catalán. Aunque sólo sea porque no es lo mismo un Estado hecho y derecho que una nación de nueva planta que sueña con serlo algún día.

Así pues, se acabó. Al menos, para Maragall. Ahora todo apunta a que será Montilla quien tome el relevo. Es decir, alguien que según el propio Maragall no puede aspirar a la presidencia de la Generalitat porque, simplemente, no ha nacido en Cataluña. Es verdad que Maragall dijo eso durante la campaña, cuando todavía confiaba en el resultado. Y que incluso se desdijo a las primeras de cambio. Pero dicho está. Y lo peor: además de dicho, muy sentido.