Se dispersa la tormenta terrorista

A las 3 de la tarde del 11 de septiembre de 2001, hora de Varsovia, estaba hablando por teléfono con la cónsul general de Polonia en Nueva York. Me dijo que dos aviones se habían estrellado contra el World Trade Center. En ese momento me di cuenta que eso era más que un choque de aviones. Los Estados Unidos, el mundo, nuestras vidas mismas, estaban a punto de cambiar radicalmente.

Diez años después, es claro que los fanáticos que cometieron esos ataques los calcularon mal en dos aspectos centrales. Consideraron que las democracias occidentales eran débiles –sin la voluntad o capacidad de responder a su maldad extrema. Además, tenían la esperanza de que las comunidades musulmanas y los países en todo el mundo se levantaran y movilizaran para seguirlos en su visión del mundo milenaria.

No obstante, lejos de mostrarse indeciso o inseguro, el mundo democrático respondió con determinación y sin miramientos a las atrocidades terroristas de todos tamaños. Por toda Europa y en los Estados Unidos se han establecido acuerdos para reunir información sobre posibles ataques terroristas y actuar rápidamente (y a veces contundentemente) para prevenirlos o hacer que fracasen. En la medida de lo posible trabajamos en estrecha colaboración con la India, Rusia, Pakistán, los Estados del Golfo y otros socios internacionales estratégicos.

Las instituciones y políticas establecidas por la Unión Europea son un clarísimo ejemplo de los beneficios discretos de la integración transfronteriza moderna. Los Estados miembros de la UE comparten información policiaca y de inteligencia muy sensible como nunca antes, incrementando así la seguridad pública, mientras se confirman los estándares democráticos y jurídicos de talla mundial. Estas medidas operativas se han complementado con políticas cuidadosamente calibradas que tienen por objetivo reconocer la diversidad social, pero reducen el espacio político disponible para la intolerancia y el fanatismo.

El éxito no se alcanza fácilmente. La mayoría de los líderes de Al Qaeda están muertos, pero nuestras democracias mantienen con razón acalorados debates sobre los fines y los medios, y sobre el equilibrio entre la libertad individual y la autoridad estatal. En el difícil ambiente económico mundial de ahora, inevitablemente se agudizan las preocupaciones públicas sobre la inmigración y el acceso a los empleos, lo que aumenta el riesgo de que surjan formas antagónicas de populismo obstinado y tensiones relacionadas.

Por encima de todo, la efectividad de las medidas de Occidente contra el extremismo interno han tendido a hacer que los futuros terroristas –que ahora están a menudo en partes remotas del mundo, desde donde esperan actuar con impunidad- busquen una mayor sofisticación técnica. Como resultado, surgen dilemas de políticas dolorosos que pueden dividir hasta a los aliados más cercanos. ¿Cuál es la mejor manera de responder si algunos Estados no pueden o no tomarán las medidas necesarias para frustrar los planes terroristas en su territorio? ¿Cómo manejar la evidencia de planes terroristas obtenidas por Estados sospechosos de practicar la tortura?

La irracionalidad nihilista total del terrorismo lleva al límite y pone a prueba nuestras propias creencias como ninguna otra cosa. Con todo, los ataques terroristas contra Nueva York, Londres y Madrid de la última década no han debilitado las democracias occidentales. Nuestras sociedades son más resistentes, abiertas y diversas que nunca.

Dicho eso, el éxito no está garantizado. Incluso las políticas sociales bien intencionadas pueden tener consecuencias no deseadas. Sobre todo, debemos agradecer a las fuerzas policiacas y a los organismos de inteligencia cuyo trabajo y esfuerzos incansables al margen de la atención pública contribuyen a nuestra seguridad.

El segundo error de los terroristas del 11 de septiembre fue creer que sus ataques desencadenarían una ola irresistible de extremismo islámico anti-Occidente. Este tipo de radicalización sí se dio en algunas partes del mundo. Sin embargo, desde el 11 de septiembre, la mayoría de las víctimas del extremismo terrorista islámico –frecuentemente como resultado de ataques suicidas despreciables—han sido musulmanes en Irak, Pakistán y otros lugares. Los grupos terroristas han recurrido al crimen organizado para financiarse.

En resumen, lejos de encabezar una especie de revolución islamista mundial, el fanatismo violento de Al Qaeda y otras organizaciones se parece más a una suerte de desecho tóxico repugnante pero manejable. Además, este año la atención se ha alejado de esos fanáticos. Millones de personas en el Norte de África y en Medio Oriente han empezado a exigir una sociedad normal con derechos democráticos básicos y, sobre todo, el Estado de derecho. Agradecen el apoyo mesurado y respetuoso de los Estados Unidos, Europa y otros países.

Ante este desafío inesperado, algunos gobernantes desesperados, principalmente en Siria, han estado utilizando métodos represivos e incluso terroristas contra su propio pueblo, La presión europea sobre el régimen del presidente Bashar al-Assad se está intensificando. En Libia ha caído la atroz dictadura del coronel Muammar al Kaddafi; la UE se mostrará generosa en su ayuda al pueblo libio para que pueda comenzar a crear una sociedad moderna plural. La iniciativa de Polonia de crear un Fondo Europeo para la Democracia podría servir para eso y para la labor inconclusa de democratización de la propia Europa en Belarús y otros lugares, como Ucrania, que está en retroceso.

Pocas personas deciden cometer atrocidades terroristas. De quienes lo hacen, apenas una fracción intenta llevarlas a cabo, y de ellos, muy pocos lo logran. Sin embargo, la lección más importante del 11 de septiembre es que en cualquier sociedad libre un número reducido de personas pueden explotar su libertad y causar grandes daños, especialmente cuando sus motivos son incoherentes. Hay ejemplos muy diversos de esto, como los asesinatos de Noruega en julio y, ahora, la escandalosa publicación que ha hecho WikiLeaks de una cantidad enorme de cables diplomáticos sin editar.

Dentro de diez años, las amenazas de terrorismo probablemente serán aun más diversas e impredecibles. En Europa, es necesario vigilar de cerca a varios grupos extremistas locales que tienen “una reivindicación única”. En todos los casos, se trata de personas obsesivas que se arrogan el derecho de decidir el destino de los demás y que utilizan la tecnología moderna para sus fines nocivos. Por su naturaleza propia, esta clase de amenazas difusas pero muy concentradas son casi imposibles de identificar y de anticipar.

Obviamente el mundo democrático no puede construir un hogar a prueba de bombas, pero sí podemos minimizar los riesgos si nos mantenemos alertas y si defendemos en todo momento los valores en que se basan nuestras sociedades.

Por Radek Sikorski, ministro de Relaciones Exteriores de Polonia. Traducción de Kena Nequiz.

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