¿Se fía usted de Sánchez?

¿Existe otro PSOE diferente del de Sánchez? La respuesta es que sí y que probablemente esté en desacuerdo con su secretario general, al que le atribuirá comportamientos tramposos y acreditada desfachatez. Pues bien, a ese PSOE hay que localizarlo y decirle que, por su propio interés, ha de librarse de él.

La situación estos días es peor que la de antes de que Sánchez convocara elecciones generales. La manifestación de la derecha no le dobló el codo: que le tilden de mentiroso, incoherente o patético, para él son valores convenidos. Pero si la manifestación no le hizo demasiados rotos, ¿qué ocurrió entonces para que Sánchez cambiara de opinión de manera inesperada y convocará elecciones? ¿Acaso le preocupó el tirón de orejas de Felipe González o las gracietas envenenadas de Alfonso Guerra? Por supuesto que no: su influencia es relativa. Dice él, como si los principios tuvieran edad, que son «referentes de una sociedad que ya no es» (claro que según eso, Susana Díaz podría ser su tía provecta, y Cristina Narbona, una colegiala). Pero, prosigamos: tal vez, la crítica contenida de sus barones acaso le pudo herir un poco; pero, desde luego, en ningún caso matar. Con esta ráfaga rápida estamos llegando a explicitar el problema real que nos ocupa: a Sánchez lo único que le puede matar son los votos.

El comentario de Albert Rivera -que todos deseamos creer- de que podría pactar con el PSOE, pero nunca con Sánchez, fue lo que le puso sobre aviso: interiorizó por primera vez el peligro de que había una posibilidad, ajena a su control, de que por segunda vez le mandaran a casa. Esa posibilidad le decidió. Acontecía que, de manera silente y agazapada, 58 parlamentarios de los 84 con que contaba su grupo parlamentario en el Congreso se identificaban con los valores seculares del PSOE. Ciudadanos, con aquel comentario, veladamente sugería que en el caso de que los independentistas no hubieran votado contra los presupuestos, media docena de votos secretos de la bancada socialista los habrían sustituido.

Por si fuera poco, en esas fechas el parlamento británico legitimaba la idea de que la deslealtad hacia un líder felón, en expresión de Pablo Casado, era un síntoma de buena democracia: tanto May como Corbyn estaban perdiendo votos en sus propios escaños y aquel ejemplo le sobrecogió.

Pero volvamos a la convocatoria de elecciones. El asunto del relator (negociador) resultó humillante, pero en términos prácticos un asunto menor. Claro que esa chispa bien soplada y mal apagada por la vicepresidenta «o algo así», que diría ella, podía agrandarse por las indiscreciones extorsionadoras de Torra. Es entonces cuando aparece el galeno de cabecera de Sánchez que sugiere un enroque ajedrecístico inmediato: «De aquí a Octubre todo puede ir a peor, es el momento de librarnos de esos 58 antes de que los catalanes empiecen a largar sobre lo hablado en Pedralbes». En resumen: la excusa aparente para convocar elecciones fueron las enmiendas independentistas a los presupuestos, la real es que Sánchez no se fiaba del PSOE, porque el PSOE no se fía de él. Cierto que lo dirige, pero hace tiempo ha dejado de ser su partido: lo está volviendo a depurar.

El de Sánchez no es un proyecto ideológico sino personal. Tan pronto es moderado como radical, español como filosecesionista y sustituye cuando le conviene la relevancia de la Constitución por la vaguedad de «la seguridad jurídica». Estamos ante una ambición de poder exagerada que terminará mal. Quienes asesoran a Sánchez no venden justicia social, venden «pernoctas en La Moncloa» y para lograrlo, cuatro años más de exhumaciones, narcisismo e ineficacia , pueden resultarnos eternos.

Cuando el PSOE cesó a Sánchez en el 2018, este aprendió dos cosas: a) la próxima vez nadie le diría qué rayas debía cruzar y b) que para tener mayoría, necesariamente habría de cruzarlas. Por ello, cuando volvió a la política, invocó a las bases para superar esas limitaciones; algo que ha logrado en parte, pero sin poder todavía pagar a los sediciosos algún precio desorbitado que le perpetúe. Ahora la historia se repite. Acortando la legislatura, Sánchez ha recuperado flexibilidad de movimientos, ha blanqueado con un golpe de timón ocho meses de deriva secesionista y ha aumentado su poder para el caso de que unas elecciones adversas exijan su dimisión. El anterior grupo socialista podría revolverse, el nuevo, no; lo de saltarse las líneas rojas, queda para la próxima legislatura.

La clave para impedirlo sigue estando en los votos del PSOE solvente, los que le fallaron en Andalucía, y los que le podrían faltar a él si los socialistas se hacen esta pregunta: ¿si fuera necesaria una coalición, con quién preferiría aliarme, con Podemos o con Ciudadanos? Los que deseen recuperar el PSOE constitucionalista, preferirán a Ciudadanos si es posible y si no en las generales (no en el resto) abstenerse o cambiar su voto. Así se librarían de Sánchez, darían estabilidad a este país y futuro a su partido. Repito, ha ocurrido en Andalucía. Ahora bien, para aquellos que quieran meter a Podemos en su vida, entonces Sánchez es su hombre.

Nos encontramos por tanto ante un imaginario de desconfianza hacia el presidente del Gobierno compartido por varios millones de votantes. Es palmario que desde la derecha se interpreta así, pero la izquierda, empieza a runrunearlo. Desde luego en el partido socialista europeo no le aprecian, aunque algún año les toque reunirse en España; Susana Díaz y los andaluces se quedan atónitos cuando interesadamente les habla ahora de unidad, mientras sus ceses esperan en el cajón. Y en cuanto a las opiniones de Lamban, Page y Vara, que desconocemos, son fáciles de imaginar. Hay incluso una fracción indeterminada del propio Gobierno que desea vivamente esa alianza con Ciudadanos. Algo que no sabemos si responde a una forma leal de reducir a Sánchez o de alejar al partido del independentismo porque al presidente no lo pueden controlar. Lo exponía Luque cayéndose del guindo un día que no llevaba la escafandra: «El que no se haya visto sorprendido por Sánchez que levante el dedo».

En mi opinión, las próximas elecciones no deberían centrarse en la unidad de la nación, ni en el 155, los inmigrantes o la reforma laboral…, si no en algo más básico que condicionará todos estos asuntos: la idoneidad de Sánchez como presidente. Cambiar la indecisión de un par de millones de personas no es nada fácil. Necesitamos para ello acertar con una pregunta de síntesis que galvanice sus conciencias como un resorte. En esa cuestión deberíamos poner el foco de la campaña. La pregunta podría ser: Oiga ¿Usted se fía de Sánchez? Su respuesta ¡atención! podría decidir el porvenir de España los próximos años.

José Félix Pérez-Orive Carceller es abogado.

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