Se levanta la veda

Por Paul Kennedy, titular de la Cátedra Dilworth de Historia y director del Centro de Estudios de Seguridad Internacional de la Universidad de Yale (EL PAIS SEMANAL, 24/10/04):

Las sesiones de inauguración de la 59ª Asamblea General de Naciones Unidas han transcurrido debidamente, y muchos primeros ministros y presidentes (incluido Bush) han exhortado a su público, y después se han ido a casa a atender cuestiones que les parecen mucho más importantes. Pero la publicidad dada a los discursos pronunciados en Nueva York hace varias semanas también ha inaugurado la temporada de ese deporte que, a falta de una expresión mejor, podríamos llamar "despotrique contra la ONU". Este ataque procede en dosis iguales de la derecha política y la izquierda política, unidas sólo en su aversión a la organización mundial y en su completa ignorancia de por qué ésta es como es. Lo que mejor expresa las críticas de la derecha es quizá el enérgico artículo de un especialista en la Grecia clásica, Victor David Hanson, en The Wall Street Journal el 23 de septiembre. El artículo ¿La ONU? ¿A quién le importa?, arremetía contra la organización mundial por ser blanda contra el terrorismo mundial; por el trato exageradamente suave dado a los dictadores y a los abusos contra los derechos humanos (como ocurre ahora en Sudán); por su hipocresía al aprobar resoluciones contra "el diminuto y democrático Israel a requerimiento de sus vecinos árabes, más grandes, más populosos y dictatoriales" (y esto mientras Sharon está nuevamente provocando convulsiones en la franja de Gaza); y la falta de lógica de que Francia sea una potencia con derecho a veto en el Consejo de Seguridad, pero la India y Japón no.

Un día después, el autopromocionado Matthias Rath se unió a la refriega, aunque desde la perspectiva de la izquierda excéntrica, con un enorme anuncio en The New York Times. En opinión de Rath, Bush ha destruido a Naciones Unidas y ahora está avalado por la aprobación retrospectiva que dio el Consejo de Seguridad, el 8 de julio de 2004, a la ocupación militar de Irak dirigida por EE UU. Además, la ONU no está haciendo nada por evitar que los avariciosos intereses empresariales globales saqueen los recursos del mundo, y sometan a las antiguas colonias a una nueva forma de esclavitud. En consecuencia, la organización mundial debería ser abolida, y sustituida por una Alianza de Naciones completamente igualitaria (un país, un voto), con poderes enormes pero armoniosamente acordados. Y Kofi Annan es el perrito faldero de Bush, y por consiguiente no se puede confiar en que vaya a actuar en nombre del mundo.

Vaya, vaya.

El problema de todas estas sandeces es que ni los críticos de derechas ni los de izquierdas tienen idea de por qué Naciones Unidas está tan paralizada y por qué actúa de la forma que lo hace. Simplemente esperan demasiado de la organización mundial, y le exigen que aplique políticas que se adapten a sus propias pasiones ideológicas. Rath, a pesar de todos sus palos de ciego, tiene razón al hablar de "un pequeño club de élite" que controla buena parte de la agenda mundial, pero está tan furioso por esta disposición asimétrica que no dedica ningún espacio a permitir que sus lectores de The New York Times entiendan las estructuras actuales. Por el contrario, quiere que todos aceptemos que la ONU debería ser sustituida. Hanson simplemente piensa que ahora debería ser olvidada, y que EE UU debería apartarse de ella.

De las dos críticas, la ofrecida por la derecha es la que merece mayor atención. Rath es un diletante bien intencionado y dado al autobombo, y siempre tendremos quejas similares a las suyas sobre conspiraciones de las grandes empresas para gobernar el mundo, incluso después de que el equipo BushCheney-Halliburton salga de escena. Pero el ataque de Hanson será percibido y repetido en los círculos conservadores, reforzando sus actuales prejuicios contra la ONU, porque procede de un erudito conocido. Es importante, por tanto, responder a sus acusaciones con la misma contundencia con que él las ha lanzado. Y la respuesta adecuada debe ser la siguiente: La ONU actúa hoy como lo hace porque nosotros -Estados Unidos- insistimos en que estuviera estructurada como lo está. Nosotros que la creamos, difícilmente podemos volver 60 años después y quejarnos de cómo funciona. Pero naturalmente lo hacemos, con frecuencia y en voz alta, debido a nuestra ignorancia colectiva.
El poder de veto

En aras de la brevedad, centrémonos simplemente en las dos quejas principales contra el actual sistema de Naciones Unidas: el poder de veto de sólo cinco de los 191 Estados miembros, y la vergüenza de que países impresentables como Sudán o Libia participen en organismos como la Comisión sobre Derechos Humanos (o los presidan). Ambos aspectos parecen escandalosos y, de hecho, ambos lo son. Pero son el resultado de acuerdos en los que, en 1944-1945 y después, insistió el Gobierno estadounidense. El derecho a vetar las resoluciones de Naciones Unidas consideradas perjudiciales para el interés nacional fue una exigencia no negociable del Senado estadounidense, al igual que de Stalin; ninguno de ellos estaba dispuesto a tolerar restricciones a su libertad de acción. Para garantizar que ninguna de las superpotencias saliera disparada del redil, los británicos aceptaron (los franceses y los chinos desempeñaron un papel mucho menor en las negociaciones de 1945). Lo que sucedió finalmente es que el primer veto del Consejo de Seguridad lo aplicó la URSS en 1946, contra las propuestas británica y francesa referentes a su retirada de tropas de Líbano. Cuando el senador Arthur Vandenberg, antes aislacionista convencido pero para entonces miembro de una delegación de Naciones Unidas, informó al Senado estadounidense del veto emitido por el embajador soviético, Andréi Vishinski, sostuvo alegremente que "el sistema funciona". Lo que Moscú podía hacer, también lo podía hacer Washington. Al igual que Londres, París y Pekín. Todo iba bien en el mundo. Los grandes gorilas seguían manteniendo el control. Quienes todavía echan humo ante la amenaza de veto emitida por Chirac en el otoño de 2002, deberían pensar largo y tendido sobre qué es lo que nosotros hemos forjado.

Naturalmente, las resoluciones de la Asamblea General eran otra cosa, porque no tenían carácter vinculante. Simplemente se trataba de expresiones de preocupación o de piadosos e hipócritas despropósitos. Como no tenía poder, a EE UU no le preocupaba el voto de la mayoría. La Asamblea General podía aprobar resolución tras resolución sobre el conflicto árabe-israelí, pero no importaba. Siguiendo la misma lógica, no nos preocupábamos mucho por la composición de los diversos organismos y comités que emitían informes para la Asamblea General, o para el Consejo Económico y Social. Si querían rotar en la presidencia, perfecto. ¿A quién le importaba? En cualquier caso, era la época en que presidentes como Truman, Eisenhower y Kennedy podían contar con el respaldo de la mayoría de los países del mundo no pertenecientes al bloque soviético. Pero, por desgracia, en estos últimos tiempos EE UU ha desaprovechado esa ventaja. De acuerdo con las encuestas realizadas por el Pew Trust en 30 o más países, la gran mayoría de su población (y muchos de sus Gobiernos, aunque no todos) piensa que EE UU es un peligro para la paz mundial. Roosevelt se quedaría atónito.

Por tanto, cuando leemos los airados ataques conservadores contra el hecho de que Libia presidiera el año pasado la Comisión sobre Derechos Humanos -o el hecho todavía más grotesco de que este año corresponda a Sudán (por rotación) participar en dicho organismo- deberíamos reflexionar un poco más profundamente que dichos críticos respecto a las razones de que esto ocurra. Por supuesto, es obsceno que un Gobierno que está cometiendo un genocidio en Darfur sea miembro de un importante organismo sobre derechos humanos, y si el grupo africano de la ONU hubiera tenido más seso habría pedido a Sudán que se retirara. Pero estas anomalías sólo se han producido porque EE UU y la URSS estaban tan obsesionados por proteger sus privilegios en el Consejo de Seguridad que realmente no les importaba lo que sucediera en otras partes.

Esto nos lleva a una idea final. ¿Cómo conseguiremos reformar este sistema anticuado? Está claro que la Alianza de Naciones propuesta por Rath no iría a ninguna parte, y a Hanson realmente le da igual. No podemos establecer una reforma de Naciones Unidas basándonos en el utopismo o en el puro negativismo. Pero hay ideas que conducirían a una descongelación gradual pero continua de las estructuras de 1945, y las adaptarían más al mundo actual. Algunas ideas son más factibles que otras, pero todas avanzan en la dirección correcta. De hecho, es posible que en la próxima década se produzcan cambios significativos, especialmente la ampliación del Consejo de Seguridad. Sin embargo, hasta que los cambios se produzcan, ¿no podrían los ignorantes de derechas e izquierdas cesar en sus ataques contra una organización a la que las grandes potencias ataron deliberadamente de pies y manos, y centrar sus energías en cómo establecer mejoras realistas?