Se llama España, no Francoland

“εν τούτῳ νίκα” (bajo este signo vencerás), Eusebio de Cesarea, 'Vida de Constantino'.

Existe hoy en España un combate sordo, un combate acallado por los medios de comunicación, que, alguno, ha bautizado con el difícil nombre de guerra vexilológica, o dicho más llanamente, guerra de símbolos. En efecto, en el contexto de la formación de la España autonómica, y a través de la beligerancia en contra por parte de las facciones nacionalseparatistas, los símbolos comunes relativos a la nación española son permanentemente puestos en cuestión cuando no, directamente, objeto de ultraje y ofensa (recogidos, por cierto, como delito en el Código penal).

Decimos que es un combate acallado y sordo porque las pitadas al himno en el contexto de grandes acontecimientos deportivos, o su interpretación con una letra más o menos inspirada por alguna cantante, son tan solo la punta del iceberg de esta gran obra de transformación que, a partir de la Transición, se ha llevado a cabo, en sordina (más allá de la polémica sonora de los pitidos al himno en los torneos futbolísticos), para ir ajustando los emblemas locales a la ideología nacionalfragmentaria.

Himnos regionales, banderas provinciales y autonómicas, se han ido puliendo institucionalmente, acomodándose a las exigencias de la historia-ficción nacionalista, para tratar de saturar el espacio simbólico con enseñas "autonómicas", y así no dejar sitio a la emblemática nacional común, vista ahora como representativa del abstracto "Estado español". Los corazones ya se ven conmovidos por la simbología regional, esta es la intención, de tal modo que himno, bandera y escudo nacionales sobran, si no es que, ya directamente, molestan o, incluso, ofenden en tanto que símbolos del "Estado opresor".

No es fácil, desde luego, discernir el origen de los vínculos entre una sociedad política y sus emblemas. Estandartes, pendones, banderas, escudos e himnos han cumplido, en diversas circunstancias históricas, distintas funciones, sobre todo ligadas al contexto bélico y comercial. No obstante, y desde el siglo XVIII, con el surgimiento de la nación en sentido contemporáneo, banderas, escudos e himnos se convirtieron en instituciones políticas que cumplen funciones representativas de la nación en su integridad, no de ninguna casa real, ni de ninguna institución o territorio en particular.

Así, mientras que el himno de España, la Marcha Real, es un paso de origen militar (en concreto, de los granaderos en época de Carlos III) que tiene entre sus características más notables la ausencia de letra, La Marsellesa llama con su letra -también nacida en un contexto bélico- a tomar las armas contra las "tiranías" que pretendían sepultar las ideas de 1789. Una llamada a las armas en la que coinciden muchos himnos nacionales, sin ir más lejos el portugués o el italiano. Por su parte, el God save the Queen (o the King) británico es una auténtica hagiografía de la realeza (hay que tener en cuenta que la Reina de Inglaterra es también la Papisa de la iglesia anglicana). Y si el himno de los Estados Unidos es un canto a su bandera, las Barras y Estrellas, el alemán, como el ruso, es una celebración de su unidad.

Las naciones contemporáneas, pues, y al margen del origen de su emblemática, han normalizado el uso de la misma en eventos internacionales, edificios oficiales, etcétera, y esos emblemas tienen funciones representativas, para bien o para mal, de la nación íntegra (no solo a sus gobiernos, o a sus ejércitos).

En España, sin embargo, esa guerra de símbolos ha tenido como resultado la primacía, en el escenario público e institucional, de los emblemas regionales por encima de los nacionales, y todo ello sin perjuicio de que algunos de esos símbolos locales sean incompatibles con la emblemática común (tanto la ikurriña como la bandera blanquiverde de Andalucía, inventadas por Arana e Infante respectivamente, son representativas de proyectos que prevén, de algún modo, la desaparición de España).

A esta falta de armonía entre la emblemática regional y nacional, se añade el hecho de que ésta última haya sido asociada de forma tendenciosa con el franquismo, cuando tanto la Marcha Real, la bandera rojigualda como el escudo -sobre todo el escudo, que de los tres es el emblema de origen más antiguo-, son muy anteriores al régimen franquista. Es decir, se ha terminado por convertir a la bandera e himno nacionales en la representación de un régimen dictatorial, pervirtiendo totalmente su sentido; y a las banderas regionales, con su tuneado particular correspondiente, en emblemas de proyectos separatistas.

De este modo, en esta dinámica balcánica en la que estamos inmersos, la guerra de símbolos en España se ha intensificado en los últimos tiempos con la puesta en marcha del procés, y se hace evidente, patente, con solo mirar las fachadas de los edificios de nuestras ciudades y pueblos, nunca antes expuestas a tal exhibición.

Frente a esta dinámica, grupos de ciudadanos en Cataluña, bajo la consigna Aixeca’t (Levántate), se vienen organizando para retirar de las calles la simbología separatista: lazos amarillos, pancartas de solidaridad con los "presos políticos", consignas contra políticos de Cs, PP y PSOE… La poda, que lleva aparejada el riesgo cierto de enfrentamientos con los llamados "comités de defensa de la República", pretende justamente eso, higienizar el espacio público para restituir su valor de pertenencia a la comunidad, pero sobre todo, evidencia el modo en que los apóstoles del terruño habían ido apropiándose del paisaje (con la connivencia, cuando no el apoyo, de las administraciones de signo nacionalista) y expulsando de él, hasta recluirlos tras los visillos de sus casas o reducirlos al puro silencio, a los que disentían. Cualquiera, en fin, que haya transitado por un pueblo de Guipúzcoa sabe de la cabal importancia de los símbolos (ese hacer hablar a las paredes) para amedrentar al adversario político.

El psiquiatra Adolf Tobeña, en La pasión secesionista, libro indispensable para conocer el arrasador resultado de imponer la simbología independentista en Cataluña, analiza el conflicto desde la psicología y la neurociencia social, y aborda la genética de las disposiciones etnocéntricas, terreno siempre muy resbaladizo, y los atributos vinculados a esas barreras entre poblaciones. Porque, en todo caso, es un error ver el nacionalismo moderno como un artefacto ideológico plenamente maleable (al albur del arbitrio de las voluntades individuales). Las identidades nacionales no son un invento ex novo, tienen raíces profundas, históricas, y de ahí que sea tan difícil tratar con ellas.

Así y todo, es posible ampliar el círculo solidario de las identidades sin que haya conflicto entre ellas (desde las locales y regionales a las genuinamente nacionales). Casi todos tenemos amigos, padres, abuelos, hermanos que nacieron en una región y se instalaron en otra. España es una red muy tupida de relaciones, y sería ciertamente indeseable pasar de vivir en una gran casa, con una serie de derechos adquiridos muy razonables -que es lo que representa la emblemática nacional (y no otra cosa)-, a hacerlo en un cuarto sin vistas y con los derechos recortados (entre ellos, el de decidir, por parte de unos pocos, lo que es o no es España).

Por eso arrasó en las redes sociales que Marta Sánchez pusiera letra al himno nacional, y por eso hay gente en toda España que exhibe en los balcones la enseña nacional. El uso de la bandera e himno como elemento de identificación tiene ya tal recorrido social (por edades, clases sociales, profesiones), que la fatua indignación del nacional-separatismo, y de cierta izquierda, a propósito de su exhibición en la pasada final de Copa del Rey, es, sin más, esperpéntica.

Análogamente, ya no hay quien trague con la versión propagandística separatista de que todos los que salieron a la calle en Barcelona el 8 de octubre de 2017 eran franquistas. Y es que, sea como fuere, se percibe en el ambiente un cierto afán de normalidad patriótica (así lo sugieren las manifestaciones del pasado otoño, también fenómenos como el éxito editorial de Elvira Roca Barea o el ya mencionado brote de rebelión que constituye Aixeca’t) por el que una gran parte de españoles se ha conjurado para acabar, por fin, con esta anomalía que supone el desprecio a los símbolos comunes.

Convendría, además, que las izquierdas asumieran ese anhelo de una vez por todas.

Pedro Insua es profesor de Filosofía y autor de los libros 'Hermes Católico', 'Guerra y Paz en el Quijote' y '1492, España contra sus fantasmas' (Ariel, 2018). Teresa Giménez Barbat es eurodiputada y está integrada en la delegación Ciudadanos Europeos, dentro del grupo de la Alianza de los Demócratas y Liberales por Europa.

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