Se murió antes de llegar a mi pueblo

Michael Jackson iba a ser mi vecino. Había alquilado una mansión muy cerca de mi casa en el pueblo de Chislehurst, en las afueras de Londres. Los vecinos de Chislehurst le esperábamos ese fin de semana, encantados de que un señor tan famoso fuera a compartir el entorno físico de nuestras humildes existencias. Y como un nuevo y también bienvenido Mister Marshall, albergábamos ridículas fantasías de que su presencia fuera a traer riquezas y notoriedad a nuestro vecindario, e incrementaría el valor inmobiliario de nuestras casas. El glamour de Chislehurst iba a ser equiparable con el de Beverly Hills, y nuestra calle principal, en la que compramos el pan de cada día, estaba destinada a ser un nuevo Sunset Boulevard. Pero Jackson se murió precisamente unos días antes de coger el avión, como si la idea de venir a vivir entre nosotros le hubiera acelerado el tránsito a la inmortalidad. De hecho, se especula que es eso precisamente lo que le mató, que fue el estrés de la preparación para los cincuenta conciertos que había contratado en Londres este verano -para poder así empezar a pagar sus formidables deudas- lo que le hizo anhelar tanto los cócteles de boticas reconfortantes, que parece ser que Michael consumía con singular fervor durante las vísperas de su viaje a Chislehurst.

La muerte de Jackson me ha resultado muy traumática, no porque eche ya de menos su 'Moonwalk', o su vocecita tan rara, sino porque el valor de mi casa va a permanecer estacionario, y porque no le veré a él cuando vaya a comprar el pan, sino a mi vecina, y quizá también a un señor gordo. Ya me imaginaba yo quejándome de que el pueblo ya no es el mismo desde la llegada del cantante con su séquito de 'gorilas' y grandes coches negros. Pero en realidad habría estado encantado de darle a conocer a todo el mundo que Michael Jackson era mi vecino, viniera al caso o no.

Sin embargo, lo que me ha fastidiado más de su muerte, incluso más que la frustración de nuestras pequeñas fantasías locales, ha sido la fabricación repentina y siniestra en la prensa popular de un mito de santidad y benevolencia alrededor de su persona, basado únicamente en el hecho de que Jackson era -aparentemente- un infeliz. Su muerte precoz también ayuda a fomentar el mito, así como los paralelismos con Elvis, que también fue un infeliz con afición a las pastillas. Cuando los personajes famosos desarrollan una afinidad especial por las recetas de tranquilizantes y analgésicos, siempre hay un médico disponible para satisfacer sus deseos. Este médico quizá no sea el representante más ilustre de su profesión, pero no tendrá remilgos a la hora de mezclar este opiáceo con aquel barbitúrico, añadiendo una pizca de benzodiazepina para dar sabor. J.F. Kennedy tenía a 'Dr. Feelgood' (Dr. 'Sentirbién') a su cabecera durante gran parte de su mandato, proporcionándole pastillas e inyecciones que seguramente le nublaran el juicio durante sus negociaciones con Nikita Kruschev, cuyo propio juicio quizá estuviera a veces confundido, pero nunca nublado. No digo yo que el médico de Jackson fuera incompetente, o que no tuviera escrúpulos, que quién soy yo para criticar a un colega. Ni siquiera me atrevería a sugerir que Jackson murió porque a alguien se le fue un poco la mano a la hora de escribir la receta, pero la defunción prematura de este ilustre paciente recuerda -por lo menos circunstancialmente- a otra muertes prematuras e ilustres, también saturadas de píldoras.

Nos gusta llorar en grupo. Nos hace sentirnos mejor. Confundimos una muerte inesperada con una pérdida dolorosa, y nos volcamos en el chorro colectivo del duelo por el personaje famoso, a quien en realidad nunca quisimos. Así, un individuo célebre pero raro, acusado en su día (y absuelto, todo hay que decirlo) de ser más aficionado a los niños de lo que sería saludable, con la cara teñida de blanco y un apéndice diminuto y respingón a modo de nariz, huraño y pleiteador, se convierte -una vez muerto- en un modelo de tierna humanidad, un ser incomprendido. Imagínese el lector a una persona con esos atributos, pero sin fama. Peor, imagínese el lector a una persona con esos atributos, pero sin fama y encima ni siquiera muerto.

Idealizar a Michael Jackson no nos va a ayudar a entenderle, ni a entendernos a nosotros. Compadecerle, sin embargo, sí nos ayudará en ambos empeños. A Jackson, un hombre de talento, se le dio muy mal vivir, incluso peor que a la mayor parte de nosotros, que ya es decir. El mundo le ofuscaba y asustaba. Se quedó perplejo y confundido en la inmensidad de su mansión, como un niño perdido en El Corte Inglés, como un Peter Pan escapado del cuento y extraviado en un mundo hostil, como un Ciudadano Kane infantil y frágil.

Me da pena que Jackson se haya muerto, pero me da todavía más pena la manera en la que vivió. Fue una caricatura de sí mismo, y nuestro duelo por la persona que no fue, y que nunca quisimos, es una caricatura del duelo que deben de sentir los que sí le quisieron de verdad, si de verdad le quiso alguien. Y también me da pena que no llegara a ser mi vecino.

Rafael Euba, consultant and senior lecturer in psychiatry, Memomorial Hospital, Londres.